Se dice que Joseph Stalin es famoso por haberle preguntado a un consejero, desdeñosamente, “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?” De haber tenido el consejero un coraje mayor, hubiese respondido: “Cuántas necesita?”

Observando que numerosos líderes de gobierno se reunieron en el Vaticano en ocasión del funeral del Papa Juan Pablo II, bien podríamos haber sospechado que los caciques político-militares del mundo necesitan de lo que el Papa posee más de lo que el Papa precisa lo que ellos tienen.

Los gobiernos tienen el control de la fuerza física sobre los medios más decisivos de la sociedad para dispensar violencia. Pueden intentar disfrazar a este atributo esencial disimulándolo en medidas manifiestamente en favor del mejoramiento del “bienestar” y de la “seguridad” del pueblo; pueden pintar su rostro endurecido y prostituido con animados cosméticos “democráticos;” pero en ultima instancia, todos los gobiernos recaen en su capacidad superior para golpear, encadenar, encarcelar, y asesinar a aquellos que desafían el ejercicio de su poder.

Ellos prefieren, sin embargo, evitar el hecho de recurrir a la violencia, en virtud de que la misma es demasiado obvia, demasiado difícil de falsificar, a pesar de su inexorable afirmación de que la guerra es la paz cuando ellos arremeten. Si rutinariamente aplastan a los disidentes y a los oponentes con violencia, serán vistos con claridad como lo que son: asesinos con coronas, mafiosos en trajes oscuros, camisas blancas, y corbatas rojas. Preferirán en cambio, presentarse a sí mismos con un aspecto distinto—una semblanza más bondadosa y más gentil, la que no solo proclame sus nobles intenciones sino que apacig�e a muchos de sus súbditos que de otro modo podrían volverse inquietos o incluso revolucionarios. Los gobernantes no desean parecer tan solo los brutos más poderosos del vecindario.

Ellos apetecen la legitimidad debido a que, aparte de su carácter intrínsicamente gratificante, un ladrón y un asesino pueden llegar más lejos con la legitimidad de lo que pueden hacerlo sin ella. ¿Pero cómo hacen tales seres humanos reprehensibles para adquirir aquello que, en la naturaleza de las cosas, de manera manifiesta no poseen? Bien, si existe la culpa por asociación, ¿podrá existir también la virtud por asociación? Los gobernantes consideran que sí.

De allí, su aparición en el funeral de Juan Pablo. Claramente la religión no los convocó: pocos de ellos siquiera afirman ser católicos, y muchos pertenecen a grupos que han estado en guerra con la Iglesia Católica durante siglos. No, estos gobernantes asistieron a fin de ser vistos en presencia de algo a lo que ninguno de ellos jamás poseerá: la genuina autoridad moral. Esperan que sentándose junto al féretro del fallecido Papa, algo de su elevada estatura moral se derramará sobre ellos y los hará parecer más altos a los ojos de aquellos sobre quienes gobiernan y a quienes explotan.

Tengo dudas respecto de que su estratagema tendrá éxito. El contraste entre esos mugrientos reptiles políticos y el amado Papa escasamente podría ser más llamativo. Por un lado, vemos a un hombre que depositó su fe no en las balas ni en las bombas sino en el amor eterno de Jesucristo, el Príncipe de la Paz. Por otra parte, vemos una jauría de maquinadores políticos, ladrones, y asesinos. La caridad cristiana se resistió con un denodado convencimiento cuando la Iglesia le permitió a Tony Blair y a George W. Bush ingresar a las instalaciones del Vaticano. El difunto Papa poseía más autoridad moral en una de sus pestañas que la que Blair tiene en su cuerpo entero, y Bush no se encuentra calificado moralmente para habitar el mismo planeta que Juan Pablo II.

No obstante, estos viles políticos y todos los demás fueron a Roma; y, fundamentalmente, fueron vistos acudiendo a ella. Las apariciones sirven para algo en la vida política—a eso se debe que tanto esfuerzo oficial se canalice hacia su creación y su manipulación. Ahora que el gobierno estadounidense ha creado un Departamento de Seguridad Interior, quizás la próxima gran burocracia será un Departamento del Simulacro (DOP sería su sigla en inglés , la que se pronunciaría igual que la palabara “dope,” es decir “droga” en ese idioma), con el objeto de centralizar todos los esfuerzos que en la actualidad tienen lugar, con esa misma finalidad, en cada uno de los departamentos federales existentes. Uno de los directores de comunicaciones residentes de la administración podría entonces ser ascendido al nuevo cargo en el gabinete, y subvenciones federales pueden verterse copiosamente sobre un batallón de contratistas políticamente bien conectados en la industria de las relaciones públicas.

Por el momento, sin embargo, podemos esperar que el gobierno de los Estados Unidos continúe su pesada dependencia en la fuerza bruta en aquellos lugares, tales como Irak, donde el desvío del engaño rinde pocos resultados, si es que rinde alguno, no obstante toda la algarabía que rodea a las recientes y falaces elecciones. Así, el viejo interrogante resurge bajo una nueva forma: ¿Cuántas divisiones tiene Bush? Bien, evidentemente no las suficientes, a juzgar por la incapacidad de sus fuerzas de pacificar incluso a la ciudad de Bagdad, mucho menos al pequeño y destruido país de Irak. Quizás sea el momento de enviar al Papa.

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review