El reciente y altamente publicitado desplante del estudiante universitario Nathaniel Heatwole al deliberada y exitosamente burlar las reglas de seguridad de las aerolíneas ilustra una vez más las realidades del falso programa del gobierno para proteger a la industria de la aviación comercial de los terroristas. La Administración de la Seguridad del Transporte (TSA son sus siglas en inglés) es una broma, y no es una broma divertida. Mientras usted pasa a través de los puntos de control aeroportuarios de la TSA, puede esperar oír por casualidad murmullos sobre la “gestapo,” los “imbéciles,” y comentarios similares de parte de los ultrajados e impotentes viajeros que han elegido tragar su amor propio y someterse a las insustanciales y degradantes invasiones de sus personas y de su propiedad a fin de evitar ofender a los brutos quienes, siempre que lo decidan, pueden impedir que los pasajeros procedan con su viaje. Algo se encuentra horrendamente equivocado con una población deseosa de tolerar tal degradación y brutalidades rutinarias, especialmente cuando los supuestos beneficios de la humillación son enteramente falsos.

El Administrador Interino de la TSA Stephen McHale, comportándose como un burócrata está destinado a comportarse, rechazó la relevancia del incidente de Heatwole. “Una prueba aficionada de nuestros sistemas [sic] no nos demuestra en manera alguna nuestros defectos,” dijo. “Sabemos donde están las vulnerabilidades y las estamos probando... Esto no ayuda.”

Bien, en verdad no ayuda a mejorar el día de un burócrata cuando un estudiante universitario que fácilmente lleva a cabo tales múltiples evasiones a la prohibición de artículos no permitidos, alerta inmediatamente a las autoridades de cada detalle de sus acciones, y luego tiene que esperar un mes por una reacción oficial. No obstante el despido de McHale, este incidente destaca los defectos que han sido difundidos en varias ocasiones por otros, incluyendo a los agentes del inspector general del Departamento de Transporte, desde que los federales se apresuraron a nacionalizar la seguridad de los aeropuertos en la estela del 11/09.

Por entonces, cuando el Presidente Bush firmó la ley de toma de posesión el 19 de noviembre de 2001, declaró: “La seguridad viene primero. Y cuando se trata de la seguridad, estableceremos altos estándares y los haremos cumplir.” Pura palabrería por parte del presidente. Todos saben que los servicios son casi siempre peor desempeñados por los empleados gubernamentales que por los empleados privados. La seguridad aeroportuaria no ha sido ninguna excepción, como los propios inspectores del gobierno lo han demostrado una y otra vez. Una encuesta de la TSA de treinta y dos aeropuertos importantes, divulgada en julio de 2002, por ejemplo, “encontró que las armas falsas, las bombas, y otras armas lograron pasar los controles de seguridad casi un cuarto de las veces.”

No crea, sin embargo, que la TSA no ha servido ningún propósito. Primariamente, ha servido para darle al público la impresión de que el gobierno se encuentra “haciendo algo” sobre la seguridad de las líneas aéreas. El gobierno está haciendo mucho, por cierto; es sólo que no está haciendo nada que contribuya a la genuina seguridad. Cualquiera que se dedique media hora a pensar acerca de cómo comandar o hacer explotar un avión puede fácilmente pergeñar un plan viable. ¿Suponemos realmente que individuos lo suficientemente astutos como para haber efectuado los secuestros y los ataques coordinados del 11/09 son tan estúpidos como para no superar al actual sistema?

La TSA también ha servido para abultar la nómina salarial gubernamental y, en el proceso, las filas de los férreos votantes demócratas. Considérese a esta retribución a los demócratas como una de las muchas que el Presidente Bush ha estado dispuesto a ofrecer a fin de asegurarse los votos demócratas en el Congreso para las medidas que él mismo posiciona altamente, tales como el incremento del presupuesto del Pentágono y el atacar a Irak. A fines de 2001, la industria de la seguridad de las líneas aéreas empleaba a unos 28.000 trabajadores. El pedido de Presidente Bush para el ejercicio fiscal 2004 requería que la TSA emplee a 59.000, a un costo de $4.812 mil millones. Esa suma implica unos $81.560 por empleado. ¿Cree realmente alguien que estamos recibiendo lo que vale nuestro dinero?

Por supuesto, tenemos que considerar que no todo el dinero va para la nómina salarial. De hecho, gran parte del gasto termina en los bolsillos de los contratistas privados—Boeing, Lockheed Martin, Raytheon, Oracle, Unisys, InVision Technologies, y otros—quienes han encontrado a la provisión del hardware, del software, del entrenamiento, y de otros servicios como un don del cielo. En su trayectoria, la TSA ha aprobado al menos ochenta contratos por valor de unos $54 millones sin efectuar una oferta competitiva normal. Obviamente, la fraternidad de los “viejos buenos muchachos” tan familiar en la contratación del Pentágono—descrita oficialmente aquí como “las firmas que los funcionarios de la TSA identificaron como teniendo experiencia en las áreas precisadas”—no ha tenido inconveniente alguno para ingresar a la caja fuerte de la TSA y salirse de ella con dinero en efectivo.

Al igual que cualquier burocracia federal, la TSA ha engendrado su parte de escándalos. Uno ampliamente informado involucró a su reservación del Wyndham Peaks Resort and Golden Door Spa cerca de Telluride, Colorado, para realizar las entrevistas de reclutamiento. Veinte reclutadores de la TSA permanecieron siete semanas en este afelpado complejo para cubrir cincuenta puestos de vigilancia. Mientras estaban allí, ellos también desenvainaron $29.000 del dinero de los contribuyentes para el departamento de policía local para seguridad extra. Otro escándalo involucró unos $400.000 gastados para redecorar con un esplendor apropiadamente burocrático la oficina del entonces jefe John Magaw (quien fuera más tarde despedido).

Cuando los federales estaban preparándose para tomar el control la industria de la seguridad, los proponentes de esta atolondrada idea resaltaron los beneficios de sustituir a los empleados privados mal-entrenados y mal-pagos por empleados federales mejor-entrenados y mejor-pagados, todos sujetos a apropiados controles de antecedentes. En junio de 2003, sin embargo, “la TSA reconoció haber despedido a más de 1.200 inspectores de la seguridad de los aeropuertos—apenas el 2 por ciento de su plantel de inspectores—por suministrar información falsa en sus solicitudes de empleo, fallar en sus exámenes de drogas o tener antecedentes penales.” Recientemente se rompió un secreto bien guardado cuando salió a la luz que a los empleados de la TSA que rendían los exámenes de certificación les habían sido suministradas por adelantado las preguntas y las respuestas exactas. Evidentemente, éstos empleados federales de primera, quienes se suponía que implicaban tremendas mejoras (pese a que la TSA había rápidamente abandonado su requisito inicial de título secundario), necesitaban de un margen estrecho para demostrar su superioridad.

El titular de la TSA, el Almirante James Loy afirma que pese a que él ha ordenado una “investigación completa,” conserva “confianza completa” en los 56.000 inspectores de la agencia. Evidentemente el Almirante Loy no vuela en aviones comerciales. Si él hubiese visto lo que el resto de nosotros ve cada vez que nos encontramos con este cuerpo sobre-pagado-a- cualquier-precio de pequeños tiranos, lo entendería mejor.

En lo que puede clasificarse como la mayor subestimación pública de las épocas recientes, el congresista Peter DeFazio de Oregon observó acerca del programa de seguridad de la TSA: “Tengo extraordinarias inquietudes de que estamos haciendo algo que carece sentido común.” El congresista debería saber tan bien como cualquiera, sin embargo, que aunque pueda carecer de sentido común, la misma expresa un montón de sentido político—de hecho, nada sino sentido político, con la usual medida ultima de alcahuetear a un electorado ignorante y de repartir el botín a los compinches políticos.

En su programa de seguridad, la TSA también cumple por completo con la corrección política, prefiriendo desvestir a la abuela y fastidiar las jóvenes madres cargadas con los infantes y su parafernalia antes que cometer el pecado imperdonable—a saber, “realizar un perfil” de la clase de individuos, la única clase conocida, quienes concebiblemente podría estar planeando secuestrar o hacer explotar un aeroplano. Simultáneamente, en una conformidad adicional con la corrección política, la TSA ha hecho todo a su alcance para lesionar el programa que el Congreso le impuso de entrenar a los pilotos a efectos de que porten armas en la cabina de mando—una de las pocas disposiciones que realmente implica alguna medida antiterrorista, y una barata y sensible para ese fin.

Por último, sin embargo, el programa de la TSA sirve a un propósito político por sobre los demás. La misma rutinariamente degrada y humilla a la totalidad de la población, volviéndonos dóciles y obedientes y de esa forma preparándonos para desempeñar nuestro rol asignado en el Estado Policial que la administración Bush ha estado construyendo implacablemente. Para el Fiscal General Ashcroft, los fiscales federales, y los miles de muchachos pendencieros en el FBI, la BATF (sigla en inglés para la Oficina del Alcohol, el Tabaco, las Armas de Fuego y los Explosivos), y en todas las otras oficinas similares, nada podría ser más exquisito que un sistema por el cual la totalidad de la población sin excepción sea tratada como criminales sospechosos y se les haga sentir como internos en un campo de concentración.

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review