Tarde o temprano, los Estados Unidos se encontrarán en otra crisis con Irak. A favor de la administración Clinton, se encuentra la circunstancia de que parece estar procurando no intensificar el impasse sobre las inspecciones de armas y desalentando las expectativas de que las futuras bufonadas iraquíes serán resueltas con el uso de la fuerza. La administración necesita ir más lejos. La calma actual en la acción y en la emoción debería darle a la administración tiempo para reevaluar tranquilamente los intereses vitales estadounidenses, ya sea si los mismos pueden realmente ser amenazados por un Irak ya débil, o si ellos son promovidos mediante la política costosa de reaccionar a las periódicas y cínicas provocaciones de Saddam con despliegues militares.

En la crisis más reciente, la administración estaba lista para conducir extensos ataques aéreos para reducir la capacidad de Irak de producir armas de destrucción masiva. Sin embargo, tales ataques habrían fallado. Las instalaciones de producción para las armas químicas y biológicas son bastante pequeñas, portátiles, y difíciles de localizar. Las amenazas de ataque provocaron al parecer que Irak concediera a los inspectores de armas el acceso a sus palacios presidenciales. Pese a ello, la buena predisposición de Washington de arriesgar vidas estadounidenses alcanzó solamente una victoria simbólica. Los inspectores admitieron que no esperaban encontrar algo en los palacios porque Saddam había tenido tiempo para trasladar las instalaciones antes que los inspectores arribaran.

Incluso en el caso inverosímil de que las inspecciones intrusas, los ataques aéreos o las paralizantes sanciones económicas dieran lugar a la eliminación de todas las instalaciones prohibidas de Irak, más armas podrían ser producidas usando las tecnologías comerciales ampliamente disponibles. La única manera de asegurar que Irak no produzca tales armas sería lanzar un ataque terrestre contra Bagdad para sacar a Saddam del poder. El Presidente George Bush reconoció las dificultades de esa opción durante la Guerra del Golfo y declinó poner a los Estados Unidos en la ciénaga de la política interna de Irak.

La mayoría de los estadounidenses, por supuesto, desearían ver un gobierno democrático y pacífico suplantando a la odiosa dictadura de Saddam y lograr que Bagdad renuncie a cualquier ambición de construir armas de destrucción masiva. Pero en el mundo real, ese panorama benigno es el más improbable. Como una cuestión práctica, los Estados Unidos deben resignarse a la posesión por parte de Irak de armas biológicas y químicas—algo que Washington parecía dispuesto a hacer antes de la Guerra del Golfo. La actual política de los EE.UU. contraviene la realidad. Irak—con sus fuerzas armadas en confusión debido a la guerra y a años de sanciones económicas—es débil en comparación con su condición de la preguerra y es mucho menos que una amenaza para sus vecinos. Por otra parte, muchos de sus vecinos—incluyendo a Irán, Siria, y Libia—también tienen armas biológicas o químicas (incluso se ha informado que Israel posee armas nucleares). Es confuso el por qué los Estados Unidos tratan a un debilitado Irak de manera diferente que a las mencionadas naciones. Ninguno de los “estados canallas” poseen un misil de largo alcance que pueda transportar tales armas hasta los Estados Unidos.

En lugar de perseguir la meta inalcanzable de evitar que Irak obtenga armas biológicas o químicas, los Estados Unidos deberían concentrarse en reducir la posibilidad de que las armas de Irak pudiesen ser utilizadas en territorio estadounidense. Cualquier ataque aéreo o terrestre de los EE.UU. contra Irak podría provocar que esa nación busque venganza de la única manera posible, patrocinando un ataque terrorista contra el territorio de los EE.UU. con armas de destrucción masiva. Esos ataques pueden ser devastadores y son muy difíciles de disuadir, de prevenir, de detectar de una modo oportuno, o de atenuar.

Otro interés estadounidense que se encuentra también afectado adversamente por una encarnizadamente hostil política de los EE.UU. hacia Irak es el de asegurar que el petróleo del Golfo Pérsico continúe fluyendo a la economía de los EE.UU.. Las mayores amenazas para el flujo continuado del petróleo—si es que hay alguna—son Irán y la inestabilidad en Arabia Saudita, no una invasión terrestre a Arabia Saudita por parte de Irak. Las debilitadas fuerzas de tierra de Irak no podrían probablemente sostener una invasión al reino Saudita en una distancia tan extendida. En contraste, Irán es actualmente más fuerte que Irak y se beneficia relativamente cada vez que los Estados Unidos atacan a los militares iraquíes. En vez de conducir una política de "contención dual," los Estados Unidos deberían prestar más atención al equilibrio de poder en la región y ser cuidadosos de no interrumpirlo más de lo que ya lo ha hecho.

La inestabilidad en Arabia Saudita puede ser la amenaza más grande al flujo petrolero. Como lo demostrara mediante su reacción a la reciente crisis, el gobierno saudita le teme a esa amenaza más de lo que le teme Saddam. Con un ojo puesto en la simpatía de su población hacia Irak, el gobierno Saudita se encontraba renuente a permitirle a los aviones de combate de los EE.UU. utilizar las bases en el reino para atacar Irak. Los despliegues militares y los ataques periódicos contra Irak por parte de los Estados Unidos podrían alentar tal inestabilidad.

Los Estados Unidos necesitan aprender a intervenir militarmente sólo cuando sus intereses vitales están en juego. Así como los escolares se convierten en adultos, ellos deben darse cuenta que necesitan dejar a las peleas de menor importancia "deslizarse por sus espaldas" antes que luchar ante cada afrenta percibida. También aprender a no inmiscuirse gratuitamente en los conflictos que implican a otras partes. Las naciones estados—particularmente las superpotencias—necesitan beneficiarse de las mismas lecciones.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.