Mi historia de migración

27 de octubre, 2025

Hace unos años, una institución que lleva el nombre de mi difunto padre y que ahora presido (Cátedra Vargas Llosa), junto con eLibro, la mayor biblioteca digital en lengua española, organizó, con la participación de las escuelas públicas del condado de Miami-Dade, un concurso en el sur de Florida llamado “Mi historia de migración”. Procuraba fomentar las habilidades literarias entre los niños pequeños y hacerles sentir orgullosos tanto de su herencia cultural como de sus contribuciones a los Estados Unidos de América. El concurso se encuentra ahora en su segundo año.

Lo traigo a colación porque deseo compartir con los lectores mi tristeza por lo que se ha convertido la palabra “inmigrante” en Estados Unidos y en Occidente en general. Millones de inmigrantes tienen miedo de usarla, ocultan sus orígenes y prefieren compartir sus historias personales, algunas heroicas y otras trágicas, en secreto entre ellos, como aquellos disidentes que en el bloque comunista solían distribuir literatura potencialmente subversiva de forma clandestina (lo que se conocía como “Samizdat”).

Se nos dijo, cuando la retórica contra la inmigración comenzó a ganar fuerza, que los ataques a los inmigrantes no tenían nada que ver con la xenofobia, sino con el hecho de que no era justo para quienes habían llegado a Estados Unidos siguiendo las reglas que otros se saltaran la fila. Era una mentira. Los medios de comunicación nos hablan constantemente de inmigrantes documentados, incluidos ciudadanos nacidos en Estados Unidos, que son arrestados, golpeados y enviados a horribles centros de detención (en las altas esferas del poder se habla con naturalidad de la idea de arrojarlos a los caimanes). No, lo que estamos viendo, y el ejemplo de Estados Unidos se está extendiendo a otros lugares, es una persecución sin cuartel del otro, aquel o aquella que luce diferente, cuyo nombre suena diferente, que se encuentra en el lugar equivocado —un restaurante, una fábrica, un campo— en el momento equivocado.

El nativismo ha formado parte de este país desde muy temprano, como documenté en mi libro “Global Crossings: Immigration, Civilization and America” hace algunos años, aunque, de forma inexacta, la Ley de Exclusión China de 1882 es citada a menudo como la primera ley que restringió severamente la inmigración en los Estados Unidos. La maravillosa noticia es que la inmigración prevaleció frente a estos brotes periódicos de hostilidad. Y volverá a prevalecer. Ya estamos viendo los efectos de la persecución de los inmigrantes en las empresas y la economía, en el turismo y otras industrias, y la gente está alzando la voz.

He sido, en cierto modo, un inmigrante toda mi vida. Nací en Perú, donde, debido a que mi aspecto era más blanco que mestizo (aunque soy mestizo, como cualquier peruano cuyas raíces se remontan a siglos atrás), me llamaban “español” a modo de insulto. Estudié parcialmente en Inglaterra, donde me llamaban “paki” porque, para algunos de mis compañeros, cualquier extranjero tenía que ser de Pakistán o la India. Me preguntaban si en mi país de origen teníamos automóviles. Les explicaba que, como medio de transporte, preferíamos balancearnos de árbol en árbol utilizando lianas, como Tarzán.

Más tarde, cuando se enteraron de que Gran Bretaña también tenía inmigrantes europeos del sur del continente, me llamaban “dago”, lo que supongo que me convertía en un italiano grasiento. Luego estudié en Princeton durante un breve periodo de tiempo, donde se me conocía como “puertorriqueño”, en parte porque tenía un maravilloso grupo de amigos puertorriqueños y en parte porque, bueno, era más sencillo agrupar a los extranjeros bajo ese término genérico.

Cuando trabajé en España durante un tiempo, me llamaban “sudaca”, un término despectivo para referirse a los sudamericanos. Tuve otro periodo de trabajo en Inglaterra, y para entonces el país se había europeizado más; se podía sentir una cierta cordialidad que antes había estado ausente. Aún existía cierta arrogancia hacia “el otro”, pero se había avanzado. El progreso fue efímero. La xenofobia vuelve a estar muy extendida.

Luego me mudé a los Estados Unidos y, por primera vez en mi vida, sentí que mi origen, mi apariencia y mi forma de hablar no me definían en absoluto. Lo que me definía era lo que hacía, lo que defendía, mis logros o la falta de ellos. Me sentía extrañamente a gusto en un país en el que no había nacido ni crecido. Viví en Florida, en el Área de la Bahía en California y, finalmente, en Washington D.C., y viajé extensamente por todo el país, incluyendo un viaje por carretera de costa a costa que se me quedó grabado en la memoria como una maravillosa experiencia de aprendizaje (junto con otro viaje por carretera por el sur profundo que aún resuena en mí).

Y, sin embargo. Y, sin embargo. Veo un deterioro, día tras día, a mi alrededor ese espíritu inclusivo, pluralista, permeable, constructivo y sin prejuicios. Me entristece y me decepciona. Detrás de ello hay una construcción ideológica basada en el tribalismo y el miedo, que va en contra de la evolución milenaria de la humanidad.

El movimiento de personas que huyen de la persecución o la pobreza, que pueblan “nuevos” mundos, que trabajan la tierra de forma estacional, que cubren las carencias de los mercados laborales de los países más avanzados, o que se desplazan por motivos de peregrinación o comercio, ha sido una constante desde el inicio de los tiempos. Se produjo en África mucho antes de que el continente fuera colonizado, en la propia Europa durante siglos, o a lo largo de la ruta comercial que iba de la India a la península arábiga y a África occidental. Por no hablar del masivo movimiento de personas a través del Atlántico entre los siglos XIV y XIX, incluido el ominoso comercio de esclavos, o de la Gran Migración de los afroamericanos del sur al norte en el siglo XX, la de los europeos del sur al norte de su continente en los años cincuenta y sesenta, o el movimiento de millones de personas desde las antiguas colonias del sur de Asia hacia las islas británicas en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial.

La migración es la historia del mundo. Ningún demagogo podrá jamás revertir la ley de la migración. Puede que la ralentice durante un tiempo, pero eventualmente regresará, y todos nos beneficiaremos de ella cultural, económica y políticamente.

Traducido por Gabriel Gasave

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