El delicioso espectáculo que nos ofrece Silvio Berlusconi desde hace muchos años a quienes observamos a la distancia la política italiana es inversamente proporcional a la tragedia que supone para su país que esta fuerza de la naturaleza sea el indiscutible líder de la centroderecha. Digo “sea” y no “haya sido” porque no estoy muy seguro de que el humillante revés que ha sufrido con su expulsión del Senado esta semana lleve de inmediato a una refundación del liberalismo italiano. Esa refundación puede tardar todavía buen tiempo y Berlusconi puede dejar muertos y heridos en el camino.
Cuando en 1993 irrumpió en la política (lo que le valió ingresar al Parlamento un año después), el magnate dijo que su hija pequeña lo veía como alguien que arreglaba televisores, pero que a partir de ese momento se dedicaría a “arreglar Italia”. No hacía falta mucha perspicacia para entender que Il Cavaliere dell´Ordine al Merito del Lavoro (título que le había conferido la Presidencia de la República en los 70) era la última persona capaz de cumplir esa promesa. Porque sus antecedentes eran los de un mercantilista contumaz, en el sentido que daban a esa palabra los economistas del siglo 18 y que implica una mezcla malsana de intereses privados y públicos.
Veinte años después, Italia no está mejor sino peor a pesar de que el hombre que iba a arreglarla ha sido tres veces Primer Ministro y ha dominado la política de su país a la cabeza de Forza Italia, el partido que fundó en los 90´, y de las sucesivas coaliciones de las que formó parte hasta que refundó este año la última, El Pueblo de la Libertad. No me refiero sólo a que Italia vive la peor recesión de la posguerra, a que el crecimiento de este año volverá a ser negativo (-1.8%), a que la tasa de paro, 12 por ciento, es muy alta, ni a que la deuda pública equivale al 111% del tamaño total de la economía o la deuda total del país, incluidos los hogares y las empresas, representa a un abultadísimo 350 por ciento del PBI. Me refiero a las instituciones y la política, que son el gran problema de Italia (y del que la economía maltrecha no es otra cosa que un epifenómeno). Un problema al que Berlusconi ha contribuido decisivamente.
Este caballero que ha afrontado 33 procesos distintos a lo largo de los años se las había arreglado casi siempre, mediante amnistías, prescripciones o leyes a la medida, para evadir a la Justicia o evitar una condena en una instancia máxima. Hasta que por fin, cuando la clase dirigente italiana decidió que demasiado era demasiado, le cayó una condena firme, punto de partida del proceso que desembocó en su expulsión del Senado esta semana. Se trata de la condena por fraude fiscal relacionada con su imperio, Mediaset, a la que se acusa de haber inflado sistemáticamente el precio de los derechos de las películas estadounidenses que compraba para evitar pagar impuestos.
Aunque no irá a la cárcel y sólo tendrá en la práctica que cumplir un año de arresto domiciliario o de servicios sociales, esta condena inapelable ha bastado para poner en acción la Ley Severino, aprobada en 2012 bajo el gobierno de Mario Monti, con votos, vaya ironía, de los parlamentarios del propio Berlusconi. La ley dice que las personas condenadas a más de dos años de cárcel son inelegibles para ocupar un escaño o, si ya lo ocupan, para seguir ocupándolo durante los próximos seis años.
El caso Mediaset, como ha dado en llamarse, no es el único que involucra a Berlusconi. Hay más: por ejemplo, el caso Ruby, relacionado con las célebres noches de “bunga bunga” en las que participaban prostitutas menores de edad, por el cual Il Cavaliere ya ha sido condenado en primera instancia. También pende sobre su cabeza un proceso en Nápoles por la presunta compra de un senador en 2006 para hacer caer al gobierno de Romano Prodi y los fiscales de Milán intentan que se abra otro por el pago a testigos del caso Ruby.
Nada de esto es una novedad para quien conozca -toda Italia la conoce- la historia de Berlusconi antes de su ingreso en la política. Este hombre hecho a sí mismo, hijo de un modesto empleado bancario que ganaba propinas cantando en cruceros, debe gran parte de su fortuna, calculada en más de ocho mil millones de euros, a sus contubernios con la política italiana, y más específicamente con el gobierno corrupto de Bettino Craxi, el socialista que gobernó en los 80 y acabó refugiándose en Túnez, donde fallecería años después, tras estallar el escándalo conocido como “Manos Limpias”. Aunque su primer negocio importante fue una urbanización que construyó en Milán, el gran “pelotazo”, como dicen en España, lo dio al recibir de Craxi una licencia para convertir lo que era un pequeño canal interno de la urbanización en una televisión de señal abierta, Canale 5, hoy la principal del país. Cuando sumó nuevas televisiones a su conglomerado y los jueces trataron de impedir que todos ellos hicieran transmisiones a nivel nacional en violación de las normas vigentes, Craxi derogó las leyes pertinentes para facilitarle las cosas. Todo esto tenía un precio: el apoyo financiero que Berlusconi daba entonces al Partido Socialista, del que era el principal financista.
No extraña, pues, que, una vez estallado el escándalo de “Manos Limpias” a inicios de los 90, proceso que puso en la picota a toda la clase política italiana, Berlusconi entendiera que sus intereses privados ya no podían depender del favor de otros: era necesario poner un pie en la política para que dependieran de él mismo. Esto no excluye, por cierto, que hubiera en él motivaciones ideológicas perfectamente legítimas y que quisiera, como decía a diestra y siniestra, limpiar al país de tanto comunista. El ser humano es complejo y muchas veces las motivaciones son mixtas. Pero está muy claro que un hombre con esos antecedentes, para el que no existía una separación entre los negocios y la política, sólo traería problemas a las instituciones de su país si alguna vez alcanzaba el poder.
Lo alcanzó, y con gran éxito. Hasta que “Manos Limpias” destruyó a la Democracia Cristiana y al Partido Socialista, estas dos fuerzas habían sido, junto con el Partido Comunista, los grandes referentes políticos de la posguerra. No había entre los dos primeros grandes diferencias ideológicas y el comunismo no era el ortodoxo sino una desviación italianizada del viejo marxismo. Pero lo que ciertamente no había era una fuerza liberal de centroderecha. Berlusconi intuyó bien la necesidad de fundar una y de ocupar ese espacio en el escenario traumático de los 90, lo que hizo con mucho respaldo popular. A partir de entonces, y simplificando las cosas, la política italiana se dividió en dos grandes polos. De un lado estaba la coalición de izquierda llamada El Olivo, que agrupaba a una parte de los tres partidos históricos, y del otro estaba la coalición de centroderecha que, bajo sucesivos nombres, lideraría Berlusconi durante dos décadas. Cuando le tocó gobernar, Il Cavaliere olvidó en buena cuenta las ideas liberales que había defendido en sus campañas (con algunas excepciones honrosas) y se dedicó al ejercicio del poder, lo que incluía no sólo proteger sus intereses sino, sobre todo, defenderse de la Justicia. Cuando le tocó ser oposición, su norte fue el mismo: en base a él, apoyó o derrocó a los gobiernos de sus adversarios.
Algo cambió, sin embargo, en la política italiana en los últimos años, en parte por efecto de la crisis de 2008 y en parte como reacción a la podredumbre política que se produjo en la izquierda y la derecha. Ese cambio se empezó a notar con el ascenso al poder del gobierno técnico de Mario Monti, primero, y luego, en las últimas elecciones, con la irrupción de un grupo de protesta, el Movimiento 5 Estrellas liderado por Beppe Grillo. A resultas de esa elección “rara” que no permitió formar gobierno de inmediato al Partido Demócrata (la actual coalición, heredera de El Olivo, que reúne a los viejos partidos históricos), Berlusconi aprovechó para hacer sentir su poder. Respaldó al Presidente Georgio Napolitano, quien luego de marchas y contramarchas pudo encargar la formación del gobierno a un líder del Partido Demócrata, Enrico Letta, que no era la figura principal de la izquierda. Il Cavaliere colocó cinco ministros en ese gobierno, esperando que su papel clave en la coalición oficialista lo protegiera contra el asedio de los jueces.
Pero eso no ocurrió. Por ello Berlusconi ordenó en septiembre pasado, apenas medio año después de que Letta asumiera el poder, el retiro de sus cinco ministros del gobierno de coalición. El chantaje provocó la rebelión de decenas de diputados y senadores de Berlusconi, acaudillados por Angelino Alfano, un hombre al que su jefe había maltratado. Y fue así que Letta logró la moción de confianza en el Parlamento en octubre pasado. La traición a Berlusconi permitió al gobierno sobrevivir y dejó al líder de la centro derecha malherido.
Ya no era inconcebible que los parlamentarios votaran, en acatamiento de la Ley Severino, su expulsión del Senado, y por tanto el despojo de su inmunidad. Eso es, exactamente, lo que ocurrió esta semana. A partir de ahora, si un juez quiere arrestar a Berlusconi, sólo tiene que dirigirse al palacio Grazioli y ponerle las esposas.
¿Qué sucederá ahora? La noche de su expulsión, Il Cavaliere pronunció, literalmente enlutado, un discurso patético. A sus seguidores, congregados frente al palacio Grazioli, les dijo: “No me voy a esconder en un convento. Seguiré con ustedes. No se desesperen si el líder de la centroderecha no está en el Senado. No es necesario para seguir haciendo política”. En otras palabras, estaba anunciando: hay Berlusconi para rato. No le queda otra opción porque si abandona la política su capacidad de defensa frente a los jueces será aun menor. Además, sabe que todavía cuenta con muchos votos en un país donde alguna vez muchos millones de personas apostaron por él. Y sabe que en el Parlamento, aunque las defecciones lo han dejado bastante menos protegido que antes, todavía tiene alfiles.
Mala noticia para la política italiana, que necesita a gritos una refundación institucional, empezando por los partidos. La centro derecha italiana tiene hoy como su principal misión sacudirse la sombra de Berlusconi: no sólo la sombra del líder sino todo lo que encarna: la corrupción, la manipulación de las instituciones, la ausencia de frontera entre el poder político y el poder económico. Una necesidad, además, que la derecha comparte con la política italiana en su conjunto. No por otra razón ha surgido el Movimiento 5 Estrellas, síntoma inequívoco del cinismo que la política italiana ha instalado en muchos de ciudadanos.
No me atrevo a pronosticar si este es o no el ocaso de Berlusconi. Pero sé que nunca estuvo más cerca de él y que la centro derecha italiana cometería un suicidio y un acto lesivo para Italia si no aprovechara este momento para acelerar el final político de Il Cavaliere.
¿EL ocaso de Il Cavaliere?
El delicioso espectáculo que nos ofrece Silvio Berlusconi desde hace muchos años a quienes observamos a la distancia la política italiana es inversamente proporcional a la tragedia que supone para su país que esta fuerza de la naturaleza sea el indiscutible líder de la centroderecha. Digo “sea” y no “haya sido” porque no estoy muy seguro de que el humillante revés que ha sufrido con su expulsión del Senado esta semana lleve de inmediato a una refundación del liberalismo italiano. Esa refundación puede tardar todavía buen tiempo y Berlusconi puede dejar muertos y heridos en el camino.
Cuando en 1993 irrumpió en la política (lo que le valió ingresar al Parlamento un año después), el magnate dijo que su hija pequeña lo veía como alguien que arreglaba televisores, pero que a partir de ese momento se dedicaría a “arreglar Italia”. No hacía falta mucha perspicacia para entender que Il Cavaliere dell´Ordine al Merito del Lavoro (título que le había conferido la Presidencia de la República en los 70) era la última persona capaz de cumplir esa promesa. Porque sus antecedentes eran los de un mercantilista contumaz, en el sentido que daban a esa palabra los economistas del siglo 18 y que implica una mezcla malsana de intereses privados y públicos.
Veinte años después, Italia no está mejor sino peor a pesar de que el hombre que iba a arreglarla ha sido tres veces Primer Ministro y ha dominado la política de su país a la cabeza de Forza Italia, el partido que fundó en los 90´, y de las sucesivas coaliciones de las que formó parte hasta que refundó este año la última, El Pueblo de la Libertad. No me refiero sólo a que Italia vive la peor recesión de la posguerra, a que el crecimiento de este año volverá a ser negativo (-1.8%), a que la tasa de paro, 12 por ciento, es muy alta, ni a que la deuda pública equivale al 111% del tamaño total de la economía o la deuda total del país, incluidos los hogares y las empresas, representa a un abultadísimo 350 por ciento del PBI. Me refiero a las instituciones y la política, que son el gran problema de Italia (y del que la economía maltrecha no es otra cosa que un epifenómeno). Un problema al que Berlusconi ha contribuido decisivamente.
Este caballero que ha afrontado 33 procesos distintos a lo largo de los años se las había arreglado casi siempre, mediante amnistías, prescripciones o leyes a la medida, para evadir a la Justicia o evitar una condena en una instancia máxima. Hasta que por fin, cuando la clase dirigente italiana decidió que demasiado era demasiado, le cayó una condena firme, punto de partida del proceso que desembocó en su expulsión del Senado esta semana. Se trata de la condena por fraude fiscal relacionada con su imperio, Mediaset, a la que se acusa de haber inflado sistemáticamente el precio de los derechos de las películas estadounidenses que compraba para evitar pagar impuestos.
Aunque no irá a la cárcel y sólo tendrá en la práctica que cumplir un año de arresto domiciliario o de servicios sociales, esta condena inapelable ha bastado para poner en acción la Ley Severino, aprobada en 2012 bajo el gobierno de Mario Monti, con votos, vaya ironía, de los parlamentarios del propio Berlusconi. La ley dice que las personas condenadas a más de dos años de cárcel son inelegibles para ocupar un escaño o, si ya lo ocupan, para seguir ocupándolo durante los próximos seis años.
El caso Mediaset, como ha dado en llamarse, no es el único que involucra a Berlusconi. Hay más: por ejemplo, el caso Ruby, relacionado con las célebres noches de “bunga bunga” en las que participaban prostitutas menores de edad, por el cual Il Cavaliere ya ha sido condenado en primera instancia. También pende sobre su cabeza un proceso en Nápoles por la presunta compra de un senador en 2006 para hacer caer al gobierno de Romano Prodi y los fiscales de Milán intentan que se abra otro por el pago a testigos del caso Ruby.
Nada de esto es una novedad para quien conozca -toda Italia la conoce- la historia de Berlusconi antes de su ingreso en la política. Este hombre hecho a sí mismo, hijo de un modesto empleado bancario que ganaba propinas cantando en cruceros, debe gran parte de su fortuna, calculada en más de ocho mil millones de euros, a sus contubernios con la política italiana, y más específicamente con el gobierno corrupto de Bettino Craxi, el socialista que gobernó en los 80 y acabó refugiándose en Túnez, donde fallecería años después, tras estallar el escándalo conocido como “Manos Limpias”. Aunque su primer negocio importante fue una urbanización que construyó en Milán, el gran “pelotazo”, como dicen en España, lo dio al recibir de Craxi una licencia para convertir lo que era un pequeño canal interno de la urbanización en una televisión de señal abierta, Canale 5, hoy la principal del país. Cuando sumó nuevas televisiones a su conglomerado y los jueces trataron de impedir que todos ellos hicieran transmisiones a nivel nacional en violación de las normas vigentes, Craxi derogó las leyes pertinentes para facilitarle las cosas. Todo esto tenía un precio: el apoyo financiero que Berlusconi daba entonces al Partido Socialista, del que era el principal financista.
No extraña, pues, que, una vez estallado el escándalo de “Manos Limpias” a inicios de los 90, proceso que puso en la picota a toda la clase política italiana, Berlusconi entendiera que sus intereses privados ya no podían depender del favor de otros: era necesario poner un pie en la política para que dependieran de él mismo. Esto no excluye, por cierto, que hubiera en él motivaciones ideológicas perfectamente legítimas y que quisiera, como decía a diestra y siniestra, limpiar al país de tanto comunista. El ser humano es complejo y muchas veces las motivaciones son mixtas. Pero está muy claro que un hombre con esos antecedentes, para el que no existía una separación entre los negocios y la política, sólo traería problemas a las instituciones de su país si alguna vez alcanzaba el poder.
Lo alcanzó, y con gran éxito. Hasta que “Manos Limpias” destruyó a la Democracia Cristiana y al Partido Socialista, estas dos fuerzas habían sido, junto con el Partido Comunista, los grandes referentes políticos de la posguerra. No había entre los dos primeros grandes diferencias ideológicas y el comunismo no era el ortodoxo sino una desviación italianizada del viejo marxismo. Pero lo que ciertamente no había era una fuerza liberal de centroderecha. Berlusconi intuyó bien la necesidad de fundar una y de ocupar ese espacio en el escenario traumático de los 90, lo que hizo con mucho respaldo popular. A partir de entonces, y simplificando las cosas, la política italiana se dividió en dos grandes polos. De un lado estaba la coalición de izquierda llamada El Olivo, que agrupaba a una parte de los tres partidos históricos, y del otro estaba la coalición de centroderecha que, bajo sucesivos nombres, lideraría Berlusconi durante dos décadas. Cuando le tocó gobernar, Il Cavaliere olvidó en buena cuenta las ideas liberales que había defendido en sus campañas (con algunas excepciones honrosas) y se dedicó al ejercicio del poder, lo que incluía no sólo proteger sus intereses sino, sobre todo, defenderse de la Justicia. Cuando le tocó ser oposición, su norte fue el mismo: en base a él, apoyó o derrocó a los gobiernos de sus adversarios.
Algo cambió, sin embargo, en la política italiana en los últimos años, en parte por efecto de la crisis de 2008 y en parte como reacción a la podredumbre política que se produjo en la izquierda y la derecha. Ese cambio se empezó a notar con el ascenso al poder del gobierno técnico de Mario Monti, primero, y luego, en las últimas elecciones, con la irrupción de un grupo de protesta, el Movimiento 5 Estrellas liderado por Beppe Grillo. A resultas de esa elección “rara” que no permitió formar gobierno de inmediato al Partido Demócrata (la actual coalición, heredera de El Olivo, que reúne a los viejos partidos históricos), Berlusconi aprovechó para hacer sentir su poder. Respaldó al Presidente Georgio Napolitano, quien luego de marchas y contramarchas pudo encargar la formación del gobierno a un líder del Partido Demócrata, Enrico Letta, que no era la figura principal de la izquierda. Il Cavaliere colocó cinco ministros en ese gobierno, esperando que su papel clave en la coalición oficialista lo protegiera contra el asedio de los jueces.
Pero eso no ocurrió. Por ello Berlusconi ordenó en septiembre pasado, apenas medio año después de que Letta asumiera el poder, el retiro de sus cinco ministros del gobierno de coalición. El chantaje provocó la rebelión de decenas de diputados y senadores de Berlusconi, acaudillados por Angelino Alfano, un hombre al que su jefe había maltratado. Y fue así que Letta logró la moción de confianza en el Parlamento en octubre pasado. La traición a Berlusconi permitió al gobierno sobrevivir y dejó al líder de la centro derecha malherido.
Ya no era inconcebible que los parlamentarios votaran, en acatamiento de la Ley Severino, su expulsión del Senado, y por tanto el despojo de su inmunidad. Eso es, exactamente, lo que ocurrió esta semana. A partir de ahora, si un juez quiere arrestar a Berlusconi, sólo tiene que dirigirse al palacio Grazioli y ponerle las esposas.
¿Qué sucederá ahora? La noche de su expulsión, Il Cavaliere pronunció, literalmente enlutado, un discurso patético. A sus seguidores, congregados frente al palacio Grazioli, les dijo: “No me voy a esconder en un convento. Seguiré con ustedes. No se desesperen si el líder de la centroderecha no está en el Senado. No es necesario para seguir haciendo política”. En otras palabras, estaba anunciando: hay Berlusconi para rato. No le queda otra opción porque si abandona la política su capacidad de defensa frente a los jueces será aun menor. Además, sabe que todavía cuenta con muchos votos en un país donde alguna vez muchos millones de personas apostaron por él. Y sabe que en el Parlamento, aunque las defecciones lo han dejado bastante menos protegido que antes, todavía tiene alfiles.
Mala noticia para la política italiana, que necesita a gritos una refundación institucional, empezando por los partidos. La centro derecha italiana tiene hoy como su principal misión sacudirse la sombra de Berlusconi: no sólo la sombra del líder sino todo lo que encarna: la corrupción, la manipulación de las instituciones, la ausencia de frontera entre el poder político y el poder económico. Una necesidad, además, que la derecha comparte con la política italiana en su conjunto. No por otra razón ha surgido el Movimiento 5 Estrellas, síntoma inequívoco del cinismo que la política italiana ha instalado en muchos de ciudadanos.
No me atrevo a pronosticar si este es o no el ocaso de Berlusconi. Pero sé que nunca estuvo más cerca de él y que la centro derecha italiana cometería un suicidio y un acto lesivo para Italia si no aprovechara este momento para acelerar el final político de Il Cavaliere.
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