Las consecuencias económicas del debate sobre el precipicio fiscal no son tan graves como usted ha venido escuchando. Un supuesto mayormente no examinado del debate es que el hecho de dirigirnos hacia el precipicio–es decir, permitir que los recortes impositivos de Bush expiren en la fecha prevista y dejar que los recortes de gastos que el Congreso previamente legisló tengan lugar–nos empujará a una nueva recesión en 2013.
Es un argumento keynesiano familiar. Al escribir sobre el precipicio, Paul Krugman advierte que “la reducción del déficit presupuestario cuando la economía ya está deprimida” tornará “más profunda la depresión”. La Directora Gerente del FMI, Christine Lagarde, ha planteado la misma preocupación, citando pronósticos de los efectos del precipicio que en sí mismos están basados en supuestos keynesianos. En esos supuestos, los recortes de gastos y los aumentos de impuestos deprimen la economía porque toman el dinero de los bolsillos de la gente. Las personas afectadas gastan menos dinero, los individuos que habrían recibido sus gastos como ingresos hacen lo mismo, y muy pronto nos encontramos en otra recesión.
Existen de hecho razones para temer caer por el precipicio. Los aumentos de impuestos previstos sobre la formación de capital, por ejemplo, dañarán en el largo plazo a la economía. Sin embargo, la pesadilla keynesiana sobre el precipicio se encuentra demasiado agitada, debido a que la Reserva Federal tiene el poder de evitarlo. De hecho, el Congreso podría reducir el gasto mucho más profundamente de lo que actualmente está considerando sin arriesgarse a una recesión, al menos si la Fed actúa de manera apropiada.
El punto debería ser fácil de entender si usted imagina un banco central que tiene una meta de inflación del 2 por ciento que cumple cada año. Bajo esas circunstancias, ni el estímulo fiscal ni la austeridad pueden modificar los niveles de inflación o de producción. Si un estímulo infla la economía, el banco central tan sólo la desinflaría de nuevo para alcanzar su objetivo. Si la austeridad contrae la economía, el banco central tendría que volver a inflarla. La cuantía total de actividad económica no cambiaría (aunque cuánto de la misma fue dirigida por actores del sector privado variará).
A la misma conclusión—que los cambios en la posición del presupuesto federal no pueden afectar al tamaño de la economía en su conjunto—se llega si el banco central sustituye un objetivo de gasto nominal por una meta de inflación y la cumple cada año. En el mundo real, por supuesto, los bancos centrales no alcanzan sus objetivos perfectamente. Ellos tienen, sin embargo, el poder de acercarse, lo que significa que la política fiscal no puede tener un gran efecto si lo están intentando.
Los Keynesianos a veces admiten este argumento con carácter general, pero afirman que circunstancias especiales pueden tornar impotentes a los bancos centrales y crucial a la política fiscal. Tienen en mente una “trampa de liquidez” en la cual las tasas de interés son demasiado bajas como para que el banco central las reduzca aún más. Sin embargo, como le gusta señalar a Scott Summer, economista de la BentleyUniversiti y bloguero, no hay caso alguno en la historia del mundo en el que un banco central en un sistema de dinero fiduciario haya intentado inflar y fracasara. Ben Bernanke tampoco ha afirmado nunca que podría quedarse sin municiones.
El Banco de Inglaterra demostró claramente el poder de los bancos centrales para contrarrestar la política fiscal en los albores de la era Thatcher. En 1981, su gobierno presentó un presupuesto que reduciría drásticamente el déficit en medio de una recesión. La mayor parte de los economistas se opusieron a ello basados en fundamentos keynesianos, con 364 de ellos suscribiendo una carta ahora famosa en la que argumentaban que “no hay base en la teoría económica o evidencia de apoyo” para ello. No obstante, el gobierno de Thatcher implementó su plan y para finales de 1981 la economía se estaba recuperando. El Banco de Inglaterra al mismo tiempo había iniciado un ciclo de relajamiento de la política monetaria, y los economistas habían subestimado sus efectos.
Algo similar ocurrió en Canadá a mediados de la década de 1990. Después de pasar varias décadas de déficits presupuestarios que habían llevado a una relación deuda-PIB del 70 por ciento en 1995, el entonces ministro de Finanzas, Paul Martin, presentó un plan de presupuesto que inició media década de reducción del presupuesto federal, principalmente a través de recortes en el gasto. Este ajuste fiscal llevó a los excedentes presupuestarios de comienzos de la década de 2000. Al igual que en el caso británico, el Banco de Canadá relajó la política monetaria durante el mismo período, compensando cualquier resistencia fiscal. La economía se desempeñó muy bien.
La economía de los EE.UU. durante los últimos dos años ha exhibido el mismo patrón. Desde mediados de 2010, el total de los gastos federales medidos en dólares, ha evidenciado una tendencia a la baja. El déficit presupuestario como porcentaje de la economía ha caído más de un 2 por ciento durante este tiempo. Este ajuste fiscal ha tenido lugar en medio de un aluvión de crisis económicas, incluida la crisis de la eurozona, las negociaciones en 2011 sobre el techo de la deuda e inquietudes sobre una desaceleración económica asiática, que han mantenido elevada la incertidumbre económica. Sin embargo, el gasto nominal ha sido increíblemente estable, con un crecimiento de alrededor del 4,5 por ciento al año. La recuperación ha sido lenta, pero la Fed parece haber impedido que la contracción fiscal y otras crisis económicas le pongan fin.
También podría contrarrestar los efectos del precipicio fiscal. La mejor manera en que la Fed podría hacer esto es mediante la explícita adopción de un objetivo de gasto nominal. Cuanto más creíble sea ese objetivo, menos tendría que hacer la Fed para alcanzarlo: Las expectativas del sector privado del gasto futuro influyen poderosamente en los actuales niveles de gasto. Sabiendo que la Fed hará lo que fuese necesario, incluidas agresivas operaciones de mercado abierto, mantener un crecimiento nominal sostenido del PIB generaría confianza y mayor certeza económica para los hogares y las empresas—con independencia de si el gobierno estaba recortando el gasto. El efecto debería ser el de compensar cada dólar de la reducción del gasto público con aproximadamente un dólar de aumento en el gasto privado.
La Fed no puede deshacer los efectos de las malas políticas que sanciona el Congreso: No puede, por ejemplo, restaurar los incentivos para trabajar, ahorrar e invertir si los legisladores los sofocan. Lo que la Fed tiene el poder de hacer es evitar que la pesadilla keynesiana tenga lugar. Podríamos caer por el precipicio fiscal y luego entrar en una recesión. Pero si lo hacemos, será porque la Fed falló en cumplir con su deber.
Traducido por Gabriel Gasave
El precipicio fiscal depende de la Reserva Federal: ¿Por qué Ben Bernanke controla los destinos de la economía?
Las consecuencias económicas del debate sobre el precipicio fiscal no son tan graves como usted ha venido escuchando. Un supuesto mayormente no examinado del debate es que el hecho de dirigirnos hacia el precipicio–es decir, permitir que los recortes impositivos de Bush expiren en la fecha prevista y dejar que los recortes de gastos que el Congreso previamente legisló tengan lugar–nos empujará a una nueva recesión en 2013.
Es un argumento keynesiano familiar. Al escribir sobre el precipicio, Paul Krugman advierte que “la reducción del déficit presupuestario cuando la economía ya está deprimida” tornará “más profunda la depresión”. La Directora Gerente del FMI, Christine Lagarde, ha planteado la misma preocupación, citando pronósticos de los efectos del precipicio que en sí mismos están basados en supuestos keynesianos. En esos supuestos, los recortes de gastos y los aumentos de impuestos deprimen la economía porque toman el dinero de los bolsillos de la gente. Las personas afectadas gastan menos dinero, los individuos que habrían recibido sus gastos como ingresos hacen lo mismo, y muy pronto nos encontramos en otra recesión.
Existen de hecho razones para temer caer por el precipicio. Los aumentos de impuestos previstos sobre la formación de capital, por ejemplo, dañarán en el largo plazo a la economía. Sin embargo, la pesadilla keynesiana sobre el precipicio se encuentra demasiado agitada, debido a que la Reserva Federal tiene el poder de evitarlo. De hecho, el Congreso podría reducir el gasto mucho más profundamente de lo que actualmente está considerando sin arriesgarse a una recesión, al menos si la Fed actúa de manera apropiada.
El punto debería ser fácil de entender si usted imagina un banco central que tiene una meta de inflación del 2 por ciento que cumple cada año. Bajo esas circunstancias, ni el estímulo fiscal ni la austeridad pueden modificar los niveles de inflación o de producción. Si un estímulo infla la economía, el banco central tan sólo la desinflaría de nuevo para alcanzar su objetivo. Si la austeridad contrae la economía, el banco central tendría que volver a inflarla. La cuantía total de actividad económica no cambiaría (aunque cuánto de la misma fue dirigida por actores del sector privado variará).
A la misma conclusión—que los cambios en la posición del presupuesto federal no pueden afectar al tamaño de la economía en su conjunto—se llega si el banco central sustituye un objetivo de gasto nominal por una meta de inflación y la cumple cada año. En el mundo real, por supuesto, los bancos centrales no alcanzan sus objetivos perfectamente. Ellos tienen, sin embargo, el poder de acercarse, lo que significa que la política fiscal no puede tener un gran efecto si lo están intentando.
Los Keynesianos a veces admiten este argumento con carácter general, pero afirman que circunstancias especiales pueden tornar impotentes a los bancos centrales y crucial a la política fiscal. Tienen en mente una “trampa de liquidez” en la cual las tasas de interés son demasiado bajas como para que el banco central las reduzca aún más. Sin embargo, como le gusta señalar a Scott Summer, economista de la BentleyUniversiti y bloguero, no hay caso alguno en la historia del mundo en el que un banco central en un sistema de dinero fiduciario haya intentado inflar y fracasara. Ben Bernanke tampoco ha afirmado nunca que podría quedarse sin municiones.
El Banco de Inglaterra demostró claramente el poder de los bancos centrales para contrarrestar la política fiscal en los albores de la era Thatcher. En 1981, su gobierno presentó un presupuesto que reduciría drásticamente el déficit en medio de una recesión. La mayor parte de los economistas se opusieron a ello basados en fundamentos keynesianos, con 364 de ellos suscribiendo una carta ahora famosa en la que argumentaban que “no hay base en la teoría económica o evidencia de apoyo” para ello. No obstante, el gobierno de Thatcher implementó su plan y para finales de 1981 la economía se estaba recuperando. El Banco de Inglaterra al mismo tiempo había iniciado un ciclo de relajamiento de la política monetaria, y los economistas habían subestimado sus efectos.
Algo similar ocurrió en Canadá a mediados de la década de 1990. Después de pasar varias décadas de déficits presupuestarios que habían llevado a una relación deuda-PIB del 70 por ciento en 1995, el entonces ministro de Finanzas, Paul Martin, presentó un plan de presupuesto que inició media década de reducción del presupuesto federal, principalmente a través de recortes en el gasto. Este ajuste fiscal llevó a los excedentes presupuestarios de comienzos de la década de 2000. Al igual que en el caso británico, el Banco de Canadá relajó la política monetaria durante el mismo período, compensando cualquier resistencia fiscal. La economía se desempeñó muy bien.
La economía de los EE.UU. durante los últimos dos años ha exhibido el mismo patrón. Desde mediados de 2010, el total de los gastos federales medidos en dólares, ha evidenciado una tendencia a la baja. El déficit presupuestario como porcentaje de la economía ha caído más de un 2 por ciento durante este tiempo. Este ajuste fiscal ha tenido lugar en medio de un aluvión de crisis económicas, incluida la crisis de la eurozona, las negociaciones en 2011 sobre el techo de la deuda e inquietudes sobre una desaceleración económica asiática, que han mantenido elevada la incertidumbre económica. Sin embargo, el gasto nominal ha sido increíblemente estable, con un crecimiento de alrededor del 4,5 por ciento al año. La recuperación ha sido lenta, pero la Fed parece haber impedido que la contracción fiscal y otras crisis económicas le pongan fin.
También podría contrarrestar los efectos del precipicio fiscal. La mejor manera en que la Fed podría hacer esto es mediante la explícita adopción de un objetivo de gasto nominal. Cuanto más creíble sea ese objetivo, menos tendría que hacer la Fed para alcanzarlo: Las expectativas del sector privado del gasto futuro influyen poderosamente en los actuales niveles de gasto. Sabiendo que la Fed hará lo que fuese necesario, incluidas agresivas operaciones de mercado abierto, mantener un crecimiento nominal sostenido del PIB generaría confianza y mayor certeza económica para los hogares y las empresas—con independencia de si el gobierno estaba recortando el gasto. El efecto debería ser el de compensar cada dólar de la reducción del gasto público con aproximadamente un dólar de aumento en el gasto privado.
La Fed no puede deshacer los efectos de las malas políticas que sanciona el Congreso: No puede, por ejemplo, restaurar los incentivos para trabajar, ahorrar e invertir si los legisladores los sofocan. Lo que la Fed tiene el poder de hacer es evitar que la pesadilla keynesiana tenga lugar. Podríamos caer por el precipicio fiscal y luego entrar en una recesión. Pero si lo hacemos, será porque la Fed falló en cumplir con su deber.
Traducido por Gabriel Gasave
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