Ahora que las convenciones de los grandes partidos han finalmente acabado, sin duda el punto culminante de ambas fue la alocución de Clint Eastwood, tan solo en términos de puro valor refrescante. En medio de dos de los espectáculos insulsos más altamente coreografiados, con cada discurso minuciosamente afinado según un mensaje pre-aprobado y hábilmente presentado mediante el teleprompter—fue como una margarita en medio de un invernadero repleto de orquídeas: un mensaje espontáneo e improvisado.
Habla bien de los republicanos que le cedieran el escenario a alguien tan conocido en todo el espectro político por su franqueza. Aunque se postuló para alcalde de la ciudad de Carmel a fin de revertir el empleo de los medios políticos para limitar los derechos de propiedad privada de las empresas, y de que ejercita su amor por la naturaleza de acuerdo con sus principios de respeto por los derechos de propiedad mediante la adquisición de extensiones de tierra para su conservación contra el desarrollo, no es exactamente un hombre partidista.
En su intervención, el Sr. Eastwood distinguió de manera explícita entre “demócratas, republicanos, o libertarios”, contándose a sí mismo entre los últimos. Es bien conocido por estar en contra de la guerra y ser partidario de la libre elección en el tema del aborto, e incluso del matrimonio. Como explicó a la revista GQ:
”Yo era un republicano de Eisenhower cuando me inicié a los 21 años, porque prometió sacarnos de la Guerra de Corea. Y a lo largo de los años, me di cuenta que existía una filosofía republicana que me agradaba. Y luego la perdieron. Y los libertarios tenían más de ella. Porque en lo que realmente creo es en dejar un poco más de tiempo a todos en paz”.
Incluso, según el Sr. Eastwood, lo único que le manifestó a los encargados de la campaña de Romney antes de su discurso fue que “todo lo que diré acerca de Mitt Romney será bueno”.
En medio de todo el alboroto subsiguiente sobre las observaciones del Sr. Eastwood, se ha dicho mucho respecto de que habló sin guión y de su uso de una silla vacía que supuestamente representaba al presidente Obama, sorprendentemente hubo pocos comentarios sobre su verdadero mensaje. El ex alcalde se declaró a sí mismo satisfecho con su aparición, caracterizándola como un “misión cumplida” en cuanto a la comunicación de su mensaje al pueblo estadounidense: “El presidente Obama es el mayor engaño jamás perpetrado contra el pueblo estadounidense”, el cual “no tiene que adorar a los políticos, como si fueran la realeza o algo así”.
Por supuesto, el engatusamiento no se inició con el actual residente de la Casa Blanca. Ha estado ocurriendo casi desde el inicio de nuestra República. Pero el ritmo galopante al que ha tenido lugar la mayor pérdida de nuestras libertades se remonta sin duda al siglo actual, con todos los estadounidenses demasiado ávidos de abdicar de la autoridad que se suponía íbamos a retener a cambio de las promesas de mantenernos a salvo: de los terroristas, de la miseria, de la incertidumbre, de la enfermedad.
El problema con este enfoque fue bien encapsulado por Somerset Maugham: “Si una nación valora más algo que a la libertad, perderá su libertad, y la ironía de esto es que si es la comodidad o el dinero lo que valora más, perderá también eso”.
La célebre cita del inspirador disertante Wendell Phillips, “La eterna vigilancia es el precio de la libertad”, instaba a los estadounidenses a cumplir la promesa de la Declaración de la Independencia de abolir la esclavitud. Es por tanto, atrayentemente apropiado que el llamado de atención para volver a declarar muerta a la monarquía haya sido emitido en nuestro tiempo por un actor famoso por interpretar a vigilantes.
Al caracterizar a los políticos como “empleados” que precisan ser despedidos cuando no hacen su trabajo, el Sr. Eastwood expresó un concepto que ha sido largamente abandonado en la educación cívica moderna. El “servidor público”, responsable ante el ciudadano privado que paga su salario, ha sido ampliamente reemplazado no sólo por una presidencia imperial, sino por un imperialismo que rebalsa y al que actualmente se lo encuentra virtualmente en todas partes.
Cualquiera que pase algún tiempo en Washington, D.C., sabe muy bien que los días de caer sin previo aviso para ver a “su” representante se han ido para siempre, siendo reemplazados por los alardes de posar y pavonearse de quienes tiene más poder y “acceso”—culminando en las regulares caravanas de grandes camionetas con vidrios polarizados con su utilización preferencial de las calles “públicas”. No obstante, en todo el territorio, hoy en día el público viajero es humillado sin defensa alguna como parte de un procedimiento estándar realizado por los agentes de camisa azul de la Administración de la Seguridad del Transporte (TSA es su sigla en inglés), mientras que en todas las localidades la presunción de tener seguridad en nuestro hogar y en los asuntos privados frente a las miradas indiscretas del Estado ha seguido el mismo camino que el hecho de poder transitar sin portar una identificación oficial.
¿Por lo tanto, está el concepto del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”—del gobierno trabajando para nosotros, responsable ante nosotros, pendiente de nuestra aprobación de la calificación del trabajo—desesperadamente pasado de moda, y sostenido sólo por dinosaurios como el Sr. Eastwood?
Si no es así, ahora habrá que hacer más que simplemente despedir al actual presidente a efectos de revertir la manifiesta indiferencia de los políticos por cumplir las promesas de campaña y el desprecio de los burócratas elegidos y designados por nuestros inalienables derechos económicos y civiles. Se necesitará un cambio masivo en las actitudes, una abierta rebelión en contra del hecho de aceptar tal comportamiento y tratamiento, en una escala igual a la necesaria para derribar el Muro de Berlín de la opresión que hemos permitido que se erigiese en nombre de la seguridad nacional. Bien puede precisarse de una cotidiana desobediencia civil a gran escala, una efusión de una respuesta educada y principista a las intrusiones contra cualquiera de nuestras libertades garantizadas y del cese de la libertad de comercio a favor de la seguridad.
Podemos elegir ante el hecho de ser víctimas de los engaños: podemos preguntarnos no sólo “¿Estoy mejor hoy de lo que estaba hace cuatro años?” sino también “Estoy mejor hoy de lo que estaba hace once años?”—y si no es así, ¿por qué no? Una vez abdicadas, las libertades económicas y civiles pueden ser reclamadas, pero se necesita más que un voto: se necesita una eterna vigilancia, de todos los días.
Sí, somos una nación con la capacidad de recuperarnos—pero puede que no nos queden tantos disparos como para hacerlo bien. ¿Nos sentimos afortunados?
Traducido por Gabriel Gasave
Clint Eastwood tiene razón
Ahora que las convenciones de los grandes partidos han finalmente acabado, sin duda el punto culminante de ambas fue la alocución de Clint Eastwood, tan solo en términos de puro valor refrescante. En medio de dos de los espectáculos insulsos más altamente coreografiados, con cada discurso minuciosamente afinado según un mensaje pre-aprobado y hábilmente presentado mediante el teleprompter—fue como una margarita en medio de un invernadero repleto de orquídeas: un mensaje espontáneo e improvisado.
Habla bien de los republicanos que le cedieran el escenario a alguien tan conocido en todo el espectro político por su franqueza. Aunque se postuló para alcalde de la ciudad de Carmel a fin de revertir el empleo de los medios políticos para limitar los derechos de propiedad privada de las empresas, y de que ejercita su amor por la naturaleza de acuerdo con sus principios de respeto por los derechos de propiedad mediante la adquisición de extensiones de tierra para su conservación contra el desarrollo, no es exactamente un hombre partidista.
En su intervención, el Sr. Eastwood distinguió de manera explícita entre “demócratas, republicanos, o libertarios”, contándose a sí mismo entre los últimos. Es bien conocido por estar en contra de la guerra y ser partidario de la libre elección en el tema del aborto, e incluso del matrimonio. Como explicó a la revista GQ:
Incluso, según el Sr. Eastwood, lo único que le manifestó a los encargados de la campaña de Romney antes de su discurso fue que “todo lo que diré acerca de Mitt Romney será bueno”.
En medio de todo el alboroto subsiguiente sobre las observaciones del Sr. Eastwood, se ha dicho mucho respecto de que habló sin guión y de su uso de una silla vacía que supuestamente representaba al presidente Obama, sorprendentemente hubo pocos comentarios sobre su verdadero mensaje. El ex alcalde se declaró a sí mismo satisfecho con su aparición, caracterizándola como un “misión cumplida” en cuanto a la comunicación de su mensaje al pueblo estadounidense: “El presidente Obama es el mayor engaño jamás perpetrado contra el pueblo estadounidense”, el cual “no tiene que adorar a los políticos, como si fueran la realeza o algo así”.
Por supuesto, el engatusamiento no se inició con el actual residente de la Casa Blanca. Ha estado ocurriendo casi desde el inicio de nuestra República. Pero el ritmo galopante al que ha tenido lugar la mayor pérdida de nuestras libertades se remonta sin duda al siglo actual, con todos los estadounidenses demasiado ávidos de abdicar de la autoridad que se suponía íbamos a retener a cambio de las promesas de mantenernos a salvo: de los terroristas, de la miseria, de la incertidumbre, de la enfermedad.
El problema con este enfoque fue bien encapsulado por Somerset Maugham: “Si una nación valora más algo que a la libertad, perderá su libertad, y la ironía de esto es que si es la comodidad o el dinero lo que valora más, perderá también eso”.
La célebre cita del inspirador disertante Wendell Phillips, “La eterna vigilancia es el precio de la libertad”, instaba a los estadounidenses a cumplir la promesa de la Declaración de la Independencia de abolir la esclavitud. Es por tanto, atrayentemente apropiado que el llamado de atención para volver a declarar muerta a la monarquía haya sido emitido en nuestro tiempo por un actor famoso por interpretar a vigilantes.
Al caracterizar a los políticos como “empleados” que precisan ser despedidos cuando no hacen su trabajo, el Sr. Eastwood expresó un concepto que ha sido largamente abandonado en la educación cívica moderna. El “servidor público”, responsable ante el ciudadano privado que paga su salario, ha sido ampliamente reemplazado no sólo por una presidencia imperial, sino por un imperialismo que rebalsa y al que actualmente se lo encuentra virtualmente en todas partes.
Cualquiera que pase algún tiempo en Washington, D.C., sabe muy bien que los días de caer sin previo aviso para ver a “su” representante se han ido para siempre, siendo reemplazados por los alardes de posar y pavonearse de quienes tiene más poder y “acceso”—culminando en las regulares caravanas de grandes camionetas con vidrios polarizados con su utilización preferencial de las calles “públicas”. No obstante, en todo el territorio, hoy en día el público viajero es humillado sin defensa alguna como parte de un procedimiento estándar realizado por los agentes de camisa azul de la Administración de la Seguridad del Transporte (TSA es su sigla en inglés), mientras que en todas las localidades la presunción de tener seguridad en nuestro hogar y en los asuntos privados frente a las miradas indiscretas del Estado ha seguido el mismo camino que el hecho de poder transitar sin portar una identificación oficial.
¿Por lo tanto, está el concepto del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”—del gobierno trabajando para nosotros, responsable ante nosotros, pendiente de nuestra aprobación de la calificación del trabajo—desesperadamente pasado de moda, y sostenido sólo por dinosaurios como el Sr. Eastwood?
Si no es así, ahora habrá que hacer más que simplemente despedir al actual presidente a efectos de revertir la manifiesta indiferencia de los políticos por cumplir las promesas de campaña y el desprecio de los burócratas elegidos y designados por nuestros inalienables derechos económicos y civiles. Se necesitará un cambio masivo en las actitudes, una abierta rebelión en contra del hecho de aceptar tal comportamiento y tratamiento, en una escala igual a la necesaria para derribar el Muro de Berlín de la opresión que hemos permitido que se erigiese en nombre de la seguridad nacional. Bien puede precisarse de una cotidiana desobediencia civil a gran escala, una efusión de una respuesta educada y principista a las intrusiones contra cualquiera de nuestras libertades garantizadas y del cese de la libertad de comercio a favor de la seguridad.
Podemos elegir ante el hecho de ser víctimas de los engaños: podemos preguntarnos no sólo “¿Estoy mejor hoy de lo que estaba hace cuatro años?” sino también “Estoy mejor hoy de lo que estaba hace once años?”—y si no es así, ¿por qué no? Una vez abdicadas, las libertades económicas y civiles pueden ser reclamadas, pero se necesita más que un voto: se necesita una eterna vigilancia, de todos los días.
Sí, somos una nación con la capacidad de recuperarnos—pero puede que no nos queden tantos disparos como para hacerlo bien. ¿Nos sentimos afortunados?
Traducido por Gabriel Gasave
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