Madrid—Pocas partes del mundo han experimentado una psicosis como la que se ha apoderado de buen número de europeos tras el drama ocurrido en la planta de Fukushima Dalichi a raíz del terremoto en Japón.
El comisario de Energía de la Unión Europea, Günther Oettinger, pasó de anunciar un “apocalipsis” nuclear a confirmar una “catástrofe” atómica y a declarar que varios reactores europeos son inseguros. La alemana Angela Merkel, la dirigente más influyente de la UE, ha ordenado paralizar los reactores alemanes construidos antes de 1980.
Los medios de comunicación europeos han alentado a los ciudadanos a comprar pastillas de yodo como antídoto contra la radiación, Dios sabe por qué: en el caso de que la radiación de Fukushima se desplazara en grandes magnitudes, lo harían en dirección al este. Algunos órganos explicaron que los niveles insuficientes de yodo en la sal producen cretinismo y deformaciones fetales. El mensaje, supongo, es que si los ciudadanos consumen más yodo no sólo estarán protegidos contra un accidente nuclear sino que serán más saludables…
La política y la ignorancia han alimentado, en perfecta aleación, la campaña de terror. En el caso de Alemania, la conexión entre lo que decía Oettinger, miembro de la oficialista Unión Demócrata Cristiana de ese país, y lo que hacía Merkel, que afronta elecciones regionales difíciles, al suspender el funcionamiento de algunas plantas salta a los ojos. Esto, a pesar de que Berlín había luchado a brazo partido hace seis meses para extender la vida útil de varios reactores que iban llegando al final de su ciclo.
Además, la forma y el momento del anuncio de que los 143 reactores de la UE serán sometidos a exhaustivas pruebas ha contribuido a la impresión generalizada de que la renaciente industria nuclear es una amenaza para Europa. Los esfuerzos de larga data en España, donde funcionan ocho reactores, para superar una resistencia profundamente arraigada han sido socavados por el pánico: Madrid ya emite señales de que su apoyo a la energía nuclear ha disminuido. Aparte de Francia, cuya industria —especialmente a través de grandes empresas como Areva y EDF— tiene participación importante en la construcción y operación de plantas en todo el mundo, sólo el británico David Cameron ha mantenido la calma, indicando que los planes de poner en marcha nuevas plantas para el año 2025 siguen vigentes.
Pocas autoridades y medios noticiosos explicaron, a medida que transcurrían los días, que la cuestión principal en Fukushima no eran los propios reactores sino las piscinas de combustible gastado, cuyos sistemas de refrigeración se habían dañado porque la falta de energía eléctrica obstaculizó el funcionamiento de las bombas de agua. ¿Por qué importa esta distinción? Porque cundió la impresión de que los reactores podrían explotar como una bomba nuclear, algo materialmente imposible.
Fukushima es una prueba de la relativa seguridad de aquellos reactores frente a un monstruoso desastre natural que no se puede repetir en la mayoría de los países en los que hay reactores similares. Esto no quiere decir que la seguridad de las piscinas de combustible gastado no importe. Como explica Julio Gutiérrez, un físico nuclear español, en el futuro la industria prestará más atención a la seguridad de las piscinas. Hasta ahora los esfuerzos en materia de seguridad se habían concentrado mayormente en garantizar que los núcleos de los reactores no pudiesen experimentar un colapso total. La industria ha tenido éxito en eso.
En medio siglo, a excepción de Chernobyl, los poquísimos incidentes significativos con reactores comerciales tuvieron consecuencias menores. Incluyo el accidente de Three Mile Island en 1979 a pesar de la fusión parcial del núcleo de un reactor: nadie murió y los niveles de radiación liberados en la atmósfera no fueron muy superiores a los que producen las fuentes naturales. Chernobyl, en cambio, fue víctima del sistema político de la Unión Soviética. A pesar del estado decrépito de su tecnología, el Estado soviético nunca reconoció el problema, y mucho menos solicitó ayuda. Aquellos habían sido también factores clave en el desastre de la planta militar rusa de Mayak en los años 50».
La experiencia enseña cómo las reacciones exageradas pueden ser contraproducentes en este ámbito sensible. Estados Unidos dependería menos de los combustibles fósiles, de Oriente Medio e incluso de Venezuela si Three Mile Island no hubiese causado tres décadas de virtual paralización de su industria nuclear. Tal vez el reciente fiasco de los subsidios al etanol, que han contribuido a la escasez en la oferta de alimentos, podría haberse evitado también.
Sería una trágica equivocación que Europa revirtiese la tendencia de los últimos años hacia el renacimiento de la energía nuclear para uso civil. Sólo los autócratas rusos y los tiranos de Oriente Medio, de quienes la energía europea depende demasiado, saldrían ganando.
Alvaro Vargas Llosa es académico senior en el Independent Institute y editor de “Lessons From the Poor”.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
Histeria nuclear
Madrid—Pocas partes del mundo han experimentado una psicosis como la que se ha apoderado de buen número de europeos tras el drama ocurrido en la planta de Fukushima Dalichi a raíz del terremoto en Japón.
El comisario de Energía de la Unión Europea, Günther Oettinger, pasó de anunciar un “apocalipsis” nuclear a confirmar una “catástrofe” atómica y a declarar que varios reactores europeos son inseguros. La alemana Angela Merkel, la dirigente más influyente de la UE, ha ordenado paralizar los reactores alemanes construidos antes de 1980.
Los medios de comunicación europeos han alentado a los ciudadanos a comprar pastillas de yodo como antídoto contra la radiación, Dios sabe por qué: en el caso de que la radiación de Fukushima se desplazara en grandes magnitudes, lo harían en dirección al este. Algunos órganos explicaron que los niveles insuficientes de yodo en la sal producen cretinismo y deformaciones fetales. El mensaje, supongo, es que si los ciudadanos consumen más yodo no sólo estarán protegidos contra un accidente nuclear sino que serán más saludables…
La política y la ignorancia han alimentado, en perfecta aleación, la campaña de terror. En el caso de Alemania, la conexión entre lo que decía Oettinger, miembro de la oficialista Unión Demócrata Cristiana de ese país, y lo que hacía Merkel, que afronta elecciones regionales difíciles, al suspender el funcionamiento de algunas plantas salta a los ojos. Esto, a pesar de que Berlín había luchado a brazo partido hace seis meses para extender la vida útil de varios reactores que iban llegando al final de su ciclo.
Además, la forma y el momento del anuncio de que los 143 reactores de la UE serán sometidos a exhaustivas pruebas ha contribuido a la impresión generalizada de que la renaciente industria nuclear es una amenaza para Europa. Los esfuerzos de larga data en España, donde funcionan ocho reactores, para superar una resistencia profundamente arraigada han sido socavados por el pánico: Madrid ya emite señales de que su apoyo a la energía nuclear ha disminuido. Aparte de Francia, cuya industria —especialmente a través de grandes empresas como Areva y EDF— tiene participación importante en la construcción y operación de plantas en todo el mundo, sólo el británico David Cameron ha mantenido la calma, indicando que los planes de poner en marcha nuevas plantas para el año 2025 siguen vigentes.
Pocas autoridades y medios noticiosos explicaron, a medida que transcurrían los días, que la cuestión principal en Fukushima no eran los propios reactores sino las piscinas de combustible gastado, cuyos sistemas de refrigeración se habían dañado porque la falta de energía eléctrica obstaculizó el funcionamiento de las bombas de agua. ¿Por qué importa esta distinción? Porque cundió la impresión de que los reactores podrían explotar como una bomba nuclear, algo materialmente imposible.
Fukushima es una prueba de la relativa seguridad de aquellos reactores frente a un monstruoso desastre natural que no se puede repetir en la mayoría de los países en los que hay reactores similares. Esto no quiere decir que la seguridad de las piscinas de combustible gastado no importe. Como explica Julio Gutiérrez, un físico nuclear español, en el futuro la industria prestará más atención a la seguridad de las piscinas. Hasta ahora los esfuerzos en materia de seguridad se habían concentrado mayormente en garantizar que los núcleos de los reactores no pudiesen experimentar un colapso total. La industria ha tenido éxito en eso.
En medio siglo, a excepción de Chernobyl, los poquísimos incidentes significativos con reactores comerciales tuvieron consecuencias menores. Incluyo el accidente de Three Mile Island en 1979 a pesar de la fusión parcial del núcleo de un reactor: nadie murió y los niveles de radiación liberados en la atmósfera no fueron muy superiores a los que producen las fuentes naturales. Chernobyl, en cambio, fue víctima del sistema político de la Unión Soviética. A pesar del estado decrépito de su tecnología, el Estado soviético nunca reconoció el problema, y mucho menos solicitó ayuda. Aquellos habían sido también factores clave en el desastre de la planta militar rusa de Mayak en los años 50».
La experiencia enseña cómo las reacciones exageradas pueden ser contraproducentes en este ámbito sensible. Estados Unidos dependería menos de los combustibles fósiles, de Oriente Medio e incluso de Venezuela si Three Mile Island no hubiese causado tres décadas de virtual paralización de su industria nuclear. Tal vez el reciente fiasco de los subsidios al etanol, que han contribuido a la escasez en la oferta de alimentos, podría haberse evitado también.
Sería una trágica equivocación que Europa revirtiese la tendencia de los últimos años hacia el renacimiento de la energía nuclear para uso civil. Sólo los autócratas rusos y los tiranos de Oriente Medio, de quienes la energía europea depende demasiado, saldrían ganando.
Alvaro Vargas Llosa es académico senior en el Independent Institute y editor de “Lessons From the Poor”.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
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