Washington, DC—El Premio Nobel de la Paz otorgado al escritor y activista libertario Liu Xiaobo, que cumple una condena de cárcel en China por “incitar a la subversión del poder del Estado”, está ayudando a reenfocar el significado del auge chino. El foco de luz que el drama de Xiaobo está arrojando sobre la contradicción entre una economía del siglo 21 y un ambiente político cuasi medieval era necesario.
No es la primera vez que un sistema político cerrado coexiste con una economía relativamente abierta. A lo largo del siglo 20, hubo muchos experimentos similares lo mismo en el campo socialista (Yugoslavia tras la ruptura con los soviéticos en 1948) que en el capitalista (Chile bajo Augusto Pinochet, Corea bajo Park Chung Hee y Chung Doo Huan, Taiwán bajo Chiang Kai-shek y sus sucesores). Pero existe una enorme diferencia entre China y estos precedentes: el surgimiento de aquella como gran potencia capitalista bajo un régimen autoritario en un contexto no definido por la Guerra Fría.
Durante aquella etapa, los países socialistas que por necesidad optaron por relacionarse económicamente con el capitalismo de Occidente ayudaron, tácitamente, a validar las libertades occidentales; las dictaduras capitalistas de derechas también las validaron porque encarnaron el éxito económico de los mercados libres, mientras que sus atrocidades políticas quedaron relativizadas, para no poca gente, por los horrores del comunismo. En cualquier caso, ninguna de las dictaduras capitalistas era una gran potencia mundial. Occidente era liderado por las democracias liberales.
El caso de China —una mezcla de autoritarismo nacionalista y potencia capitalista— plantea un dilema mayor para Occidente, que cada vez depende más del motor económico chino. Si China termina definiendo a este siglo, el paradigma dominante de ese tiempo podría acabar siendo un sistema de partido único en el que un hombre como Liu Xiaobo puede ser condenado a once años de prisión y dos años sin derechos políticos por suscribir la Carta 08, un manifiesto basado en el modelo de la Carta 77 en Checoslovaquia que propugna los derechos humanos, la democracia pluripartidista, la libertad de expresión y un poder judicial independiente. Qué pérfido e inesperado vuelco del destino justo cuando el triunfo de la democracia liberal occidental sobre el comunismo parecía ser el “fin de la historia”.
No es mucho lo que el mundo exterior puede hacer para forzar a China a abrazar la libertad política. Pero haber galardonado a Liu Xiaobo con el Premio Nobel de la Paz, entre otros gestos, podría ayudar a fortalecer a quienes, al interior de la burocracia comunista, empujan el carro de la reforma política. Esto es lo que parecería indicar la reacción de Beijing ante el premio, incluidas las declaraciones de guerra política contra Noruega, el arresto de varios críticos y el acoso contra la esposa de Xiaobo. Tiene todo el aspecto de ser una señal —y hay otras, como la carta filtrada a la prensa en la que 23 patriarcas del Partido Comunista solicitan la apertura política— de que los guardianes del statu quo se sienten muy inseguros.
En seis décadas de comunismo chino, lo imposible ha ocurrido no pocas veces. Deng Xiaoping, el hombre que lideró los cambios económicos a partir de 1978, había sido purgado en su día (y su hijo arrojado por la ventana por la Guardia Roja). Durante la crisis de Tiananmen, en 1989, nada menos que Zhao Ziyang, Premier desde 1980 y Secretario General del partido desde 1987, se jugó por la democratización. Acabó siendo purgado y reemplazado por Jiang Zemin, pero el mundo se dio cuenta de que una titánica división ideológica había tenido lugar en la cumbre del sistema respecto a la necesidad de una transformación política.
Cuanto más abra China su economía y más crezca su clase media, más intensa se volverá la presión interna para que transite hacia la modernidad política. Ese fue el caso de las principales dictaduras capitalistas del siglo pasado. Los líderes chinos lo saben bien—de allí su respuesta furibunda al Premio Nobel de la Paz de este año.
Liu Xiaobo se metió una vez en problemas por sugerir, en estado de total frustración, que China tendría que padecer 300 años de colonialismo para transformarse, como Hong Kong había necesitado cien años de colonialismo británico para volverse libre. En realidad, China tiene una larga historia de visionarios autóctonos perfectamente capaces de transformar a ese fascinante país en un modelo para nuestro tiempo. Con un poco de aliento desde el exterior, los visionarios chinos de la actualidad, incluidas las 10.000 personas que ya han suscrito la Carta 08, terminarán liberando a su pueblo del autoritarismo.
Como escribieron el ex Presidente checo Vaclav Havel y el Arzobispo Desmond Tutu en un artículo reciente sobre el Premio Nobel de la Paz de este año, Liu y el pueblo chino obtendrán su libertad. Tarde o temprano.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
El significado de Liu Xiaobo
Washington, DC—El Premio Nobel de la Paz otorgado al escritor y activista libertario Liu Xiaobo, que cumple una condena de cárcel en China por “incitar a la subversión del poder del Estado”, está ayudando a reenfocar el significado del auge chino. El foco de luz que el drama de Xiaobo está arrojando sobre la contradicción entre una economía del siglo 21 y un ambiente político cuasi medieval era necesario.
No es la primera vez que un sistema político cerrado coexiste con una economía relativamente abierta. A lo largo del siglo 20, hubo muchos experimentos similares lo mismo en el campo socialista (Yugoslavia tras la ruptura con los soviéticos en 1948) que en el capitalista (Chile bajo Augusto Pinochet, Corea bajo Park Chung Hee y Chung Doo Huan, Taiwán bajo Chiang Kai-shek y sus sucesores). Pero existe una enorme diferencia entre China y estos precedentes: el surgimiento de aquella como gran potencia capitalista bajo un régimen autoritario en un contexto no definido por la Guerra Fría.
Durante aquella etapa, los países socialistas que por necesidad optaron por relacionarse económicamente con el capitalismo de Occidente ayudaron, tácitamente, a validar las libertades occidentales; las dictaduras capitalistas de derechas también las validaron porque encarnaron el éxito económico de los mercados libres, mientras que sus atrocidades políticas quedaron relativizadas, para no poca gente, por los horrores del comunismo. En cualquier caso, ninguna de las dictaduras capitalistas era una gran potencia mundial. Occidente era liderado por las democracias liberales.
El caso de China —una mezcla de autoritarismo nacionalista y potencia capitalista— plantea un dilema mayor para Occidente, que cada vez depende más del motor económico chino. Si China termina definiendo a este siglo, el paradigma dominante de ese tiempo podría acabar siendo un sistema de partido único en el que un hombre como Liu Xiaobo puede ser condenado a once años de prisión y dos años sin derechos políticos por suscribir la Carta 08, un manifiesto basado en el modelo de la Carta 77 en Checoslovaquia que propugna los derechos humanos, la democracia pluripartidista, la libertad de expresión y un poder judicial independiente. Qué pérfido e inesperado vuelco del destino justo cuando el triunfo de la democracia liberal occidental sobre el comunismo parecía ser el “fin de la historia”.
No es mucho lo que el mundo exterior puede hacer para forzar a China a abrazar la libertad política. Pero haber galardonado a Liu Xiaobo con el Premio Nobel de la Paz, entre otros gestos, podría ayudar a fortalecer a quienes, al interior de la burocracia comunista, empujan el carro de la reforma política. Esto es lo que parecería indicar la reacción de Beijing ante el premio, incluidas las declaraciones de guerra política contra Noruega, el arresto de varios críticos y el acoso contra la esposa de Xiaobo. Tiene todo el aspecto de ser una señal —y hay otras, como la carta filtrada a la prensa en la que 23 patriarcas del Partido Comunista solicitan la apertura política— de que los guardianes del statu quo se sienten muy inseguros.
En seis décadas de comunismo chino, lo imposible ha ocurrido no pocas veces. Deng Xiaoping, el hombre que lideró los cambios económicos a partir de 1978, había sido purgado en su día (y su hijo arrojado por la ventana por la Guardia Roja). Durante la crisis de Tiananmen, en 1989, nada menos que Zhao Ziyang, Premier desde 1980 y Secretario General del partido desde 1987, se jugó por la democratización. Acabó siendo purgado y reemplazado por Jiang Zemin, pero el mundo se dio cuenta de que una titánica división ideológica había tenido lugar en la cumbre del sistema respecto a la necesidad de una transformación política.
Cuanto más abra China su economía y más crezca su clase media, más intensa se volverá la presión interna para que transite hacia la modernidad política. Ese fue el caso de las principales dictaduras capitalistas del siglo pasado. Los líderes chinos lo saben bien—de allí su respuesta furibunda al Premio Nobel de la Paz de este año.
Liu Xiaobo se metió una vez en problemas por sugerir, en estado de total frustración, que China tendría que padecer 300 años de colonialismo para transformarse, como Hong Kong había necesitado cien años de colonialismo británico para volverse libre. En realidad, China tiene una larga historia de visionarios autóctonos perfectamente capaces de transformar a ese fascinante país en un modelo para nuestro tiempo. Con un poco de aliento desde el exterior, los visionarios chinos de la actualidad, incluidas las 10.000 personas que ya han suscrito la Carta 08, terminarán liberando a su pueblo del autoritarismo.
Como escribieron el ex Presidente checo Vaclav Havel y el Arzobispo Desmond Tutu en un artículo reciente sobre el Premio Nobel de la Paz de este año, Liu y el pueblo chino obtendrán su libertad. Tarde o temprano.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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