Washington, DC— No hubo intentona golpista alguna en Ecuador. Lo que hubo fue una torpe y violenta protesta policial contra una ley que reduce algunos beneficios. El presidente Rafael Correa se presentó, con gestos bufonescos, víctima de un intento premeditado por derrocarlo. El resultado es la oportunidad perfecta para consolidar su régimen semi autoritario.
Los antecedentes de la crisis tienen que ver con el descalabro fiscal de Correa. El déficit –equivalente a casi 5 por ciento del PIB del país— es consecuencia de las políticas tercermundistas de un Presidente que pertenece al aquelarre político del venezolano Hugo Chávez. Ellas incluyen la duplicación del gasto público, el impago de más de $ 3.2 mil millones de dólares de deuda externa en 2008 y el ahuyento de la inversión mediante la hostilidad revolucionaria contra el capital. Todo lo cual fue secando las diversas fuentes de ingresos.
Ecuador, donde la producción de petróleo amaina rápidamente, genera menos crudo que Venezuela, por lo que Correa está desesperado por obtener financiación alternativa. Antes de la crisis, solicitó a la Asamblea Nacional aprobar leyes destinadas a exprimir algunos sectores del Estado a fin de impulsar a otros. Algunas propuestas generaron resistencia incluso entre sus partidarios, como la que elevaría el monto de la deuda que puede contraer el Estado y la que haría que los bancos compren bonos estatales con sus reservas. Esas leyes están aún pendientes de aprobación. La que sí fue aprobada incorporando las objeciones del Presidente a una versión anterior –la Ley de Servicios Públicos— limitaría, entre muchas otras cosas, las bonificaciones y prebendas de la policía. De ahí la rebelión policial.
La policía actuó, sin duda, con insubordinación, dejando las calles desguarnecidas y haciéndose fuerte en sus bases. En lugar de darles una ultimátum y, posteriormente, ordenar a las Fuerzas Armadas retomar el control, Correa fue al cuartel principal, el Regimiento Quito 1, para enfrentarse a los manifestantes, abriéndose la camisa en gesto payasesco y desafiándolos a que lo matasen. La policía, como era previsible, se soliviantó peligrosamente, lanzando gases lacrimógenos contra Correa.
Las Fuerzas Armadas en ningún momento emitieron señal alguna de que quería derrocarlo (incluso el jefe del Estado Mayor de la Policía pidió a los manifestantes subordinarse al Presidente.) La Fuerza Aérea hizo cerrar el principal aeropuerto, pero el apoyo inequívoco a Correa por parte de los altos mandos castrenses, encabezados por el jefe del Comando Conjunto, Ernesto González, indica que ese no fue un gesto golpista. Sólo un pequeño número de soldados de bajo rango simpatizaba con la policía. Ningún partido político u organización civil serio movió un dedo para desplazar a Correa cuando el Presidente, afectado por los gases lacrimógenos, ingresó al Hospital de la Policía. Sólo Pachakutik, un grupo radical de izquierda, pidió su dimisión.
Una vez en el hospital, Correa pudo hablar con sus seguidores, emitir órdenes a los miembros de su gobierno, dialogar con dignatarios extranjeros, dar entrevistas y encarar a los amotinados, exigiendo de nuevo que lo mataran. La policía, en evidente violación de la ley, no le permitía dejar el hospital mientras no aceptara sus demandas, que para entonces incluían, por supuesto, la amnistía por la rebelión. Luego las Fuerzas Armadas restauraron el orden y el resto es historia.
Esto no quiere decir que la democracia ecuatoriana sea estable. Está bajo la amenaza perenne de los grupos marxistas que derrocaron a tres predecesores de Correa. Pero también está bajo la amenaza del mismo Correa. Siguiendo el guión venezolano, poco después de asumir el poder en 2007, el mandatario convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente y disolvió ilegalmente el Congreso, que sustituyó por la nueva Asamblea. Este organismo, abarrotado de partidarios de Correa, aprobó una Constitución «a la carta» que abrió la puerta para que el Presidente pudiera hacerse reelegir y comenzara lo que probablemente será un larguísimo gobierno. Exactamente lo mismo que ocurrió en Venezuela y Bolivia, y lo que Daniel Ortega está en vías de hacer en Nicaragua.
Como vimos en Honduras el año pasado, cuando un Presidente populista causó una crisis constitucional tratando forzar su reelección ilegalmente, el ALCA de los populistas es hoy la principal fuente de inestabilidad política en América Latina. Los gobiernos estables de centro-derecha o centro-izquierda no han perpetrado autogolpes de Estado o desencadenado intentos de derrocamiento. Sólo aquellos países donde los Presidentes electos han subvertido desde adentro las normas democráticas han provocado violencia política.
El hecho de que los gobiernos de todo el hemisferio reaccionaran crédula aunque comprensiblemente como si se hubiese producido una intentona golpista en el Ecuador indica hasta qué punto esperan de los países del eje de Chávez caos y barbarie.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Ecuador: El golpe que nunca fue
Washington, DC— No hubo intentona golpista alguna en Ecuador. Lo que hubo fue una torpe y violenta protesta policial contra una ley que reduce algunos beneficios. El presidente Rafael Correa se presentó, con gestos bufonescos, víctima de un intento premeditado por derrocarlo. El resultado es la oportunidad perfecta para consolidar su régimen semi autoritario.
Los antecedentes de la crisis tienen que ver con el descalabro fiscal de Correa. El déficit –equivalente a casi 5 por ciento del PIB del país— es consecuencia de las políticas tercermundistas de un Presidente que pertenece al aquelarre político del venezolano Hugo Chávez. Ellas incluyen la duplicación del gasto público, el impago de más de $ 3.2 mil millones de dólares de deuda externa en 2008 y el ahuyento de la inversión mediante la hostilidad revolucionaria contra el capital. Todo lo cual fue secando las diversas fuentes de ingresos.
Ecuador, donde la producción de petróleo amaina rápidamente, genera menos crudo que Venezuela, por lo que Correa está desesperado por obtener financiación alternativa. Antes de la crisis, solicitó a la Asamblea Nacional aprobar leyes destinadas a exprimir algunos sectores del Estado a fin de impulsar a otros. Algunas propuestas generaron resistencia incluso entre sus partidarios, como la que elevaría el monto de la deuda que puede contraer el Estado y la que haría que los bancos compren bonos estatales con sus reservas. Esas leyes están aún pendientes de aprobación. La que sí fue aprobada incorporando las objeciones del Presidente a una versión anterior –la Ley de Servicios Públicos— limitaría, entre muchas otras cosas, las bonificaciones y prebendas de la policía. De ahí la rebelión policial.
La policía actuó, sin duda, con insubordinación, dejando las calles desguarnecidas y haciéndose fuerte en sus bases. En lugar de darles una ultimátum y, posteriormente, ordenar a las Fuerzas Armadas retomar el control, Correa fue al cuartel principal, el Regimiento Quito 1, para enfrentarse a los manifestantes, abriéndose la camisa en gesto payasesco y desafiándolos a que lo matasen. La policía, como era previsible, se soliviantó peligrosamente, lanzando gases lacrimógenos contra Correa.
Las Fuerzas Armadas en ningún momento emitieron señal alguna de que quería derrocarlo (incluso el jefe del Estado Mayor de la Policía pidió a los manifestantes subordinarse al Presidente.) La Fuerza Aérea hizo cerrar el principal aeropuerto, pero el apoyo inequívoco a Correa por parte de los altos mandos castrenses, encabezados por el jefe del Comando Conjunto, Ernesto González, indica que ese no fue un gesto golpista. Sólo un pequeño número de soldados de bajo rango simpatizaba con la policía. Ningún partido político u organización civil serio movió un dedo para desplazar a Correa cuando el Presidente, afectado por los gases lacrimógenos, ingresó al Hospital de la Policía. Sólo Pachakutik, un grupo radical de izquierda, pidió su dimisión.
Una vez en el hospital, Correa pudo hablar con sus seguidores, emitir órdenes a los miembros de su gobierno, dialogar con dignatarios extranjeros, dar entrevistas y encarar a los amotinados, exigiendo de nuevo que lo mataran. La policía, en evidente violación de la ley, no le permitía dejar el hospital mientras no aceptara sus demandas, que para entonces incluían, por supuesto, la amnistía por la rebelión. Luego las Fuerzas Armadas restauraron el orden y el resto es historia.
Esto no quiere decir que la democracia ecuatoriana sea estable. Está bajo la amenaza perenne de los grupos marxistas que derrocaron a tres predecesores de Correa. Pero también está bajo la amenaza del mismo Correa. Siguiendo el guión venezolano, poco después de asumir el poder en 2007, el mandatario convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente y disolvió ilegalmente el Congreso, que sustituyó por la nueva Asamblea. Este organismo, abarrotado de partidarios de Correa, aprobó una Constitución «a la carta» que abrió la puerta para que el Presidente pudiera hacerse reelegir y comenzara lo que probablemente será un larguísimo gobierno. Exactamente lo mismo que ocurrió en Venezuela y Bolivia, y lo que Daniel Ortega está en vías de hacer en Nicaragua.
Como vimos en Honduras el año pasado, cuando un Presidente populista causó una crisis constitucional tratando forzar su reelección ilegalmente, el ALCA de los populistas es hoy la principal fuente de inestabilidad política en América Latina. Los gobiernos estables de centro-derecha o centro-izquierda no han perpetrado autogolpes de Estado o desencadenado intentos de derrocamiento. Sólo aquellos países donde los Presidentes electos han subvertido desde adentro las normas democráticas han provocado violencia política.
El hecho de que los gobiernos de todo el hemisferio reaccionaran crédula aunque comprensiblemente como si se hubiese producido una intentona golpista en el Ecuador indica hasta qué punto esperan de los países del eje de Chávez caos y barbarie.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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