Washington, DC—Ante la ira de los votantes por el fracaso de los estímulos monetarios y fiscales, que no han estimulado nada, la administración Obama y la Reserva Federal están doblando la apuesta. El gobierno lanza ahora otro plan de gastos con un desembolso inicial de 50 mil millones de dólares orientados a proyectos de infraestructura, mientras que el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, ha dejado entrever que está sopesando nuevas formas de emisión monetaria.
Las políticas de estímulo se iniciaron durante el último año de George W. Bush y han continuado, con vehemencia, bajo el mando de Obama. Han sido en vano. La respuesta a ese fracaso revela una incapacidad alucinante para aprender la lección. Si casi 1 billón de dólares (millón de millones) de gasto fiscal y la triplicación del balance de la Reserva Federal no han resuelto el problema, los dirigentes ya deberían haber entendido que el proceso de saneamiento económico —saldar las deudas, liquidar los activos redundantes, ahorrar y, eventualmente, volver a invertir y consumir— no puede ser alterado por úcases políticos. Como el estímulo gubernamental detrae energía de la misma economía a la que trata de reavivar, y como el “dinero fácil” de la Fed no está siendo canalizado por los agentes económicos hacia fines productivos, ya resulta obvio que las políticas actuales son inútiles.
En realidad, estos estímulos son peor que inútiles: agravan el problema. La Escuela Austríaca de Economía, cuyos iconos incluyen al Premio Nobel Friedrich von Hayek, ha sostenido durante mucho tiempo que el ciclo de auge y depresión es hijo de la expansión del crédito provocada por el gobierno y la corrección inevitable. Responder a una recesión con otra expansión crediticia artificial pospone la recuperación y genera, usted lo ha adivinado, más auge y depresión.
La historia de las recesiones en Estados Unidos lo confirma. La burbuja de las empresas punto.com que estalló en 1999 fue seguida por nuevos estímulos monetarios casi de inmediato. No alteraron el traumático proceso de recuperación: el cuarenta por ciento de las mayores bancarrotas entre 1980 y mediados de esta década se produjo desde comienzos de 2001. El estímulo acabó inflando otra burbuja. Como demuestra José Calandro en su libro “Applied Value Investing”, el mercado de la vivienda comenzó a despegar en el segundo semestre de 2001, impulsado por las políticas de “dinero fácil” que demostraron, sin embargo, ser incapaces de reactivar la economía productiva. La respuesta a la continua recesión fue aún más estímulo. El mercado de la vivienda finalmente enloqueció. Y aquí estamos.
No sabemos cuál burbuja están inflando las actuales políticas de estímulo. Podrían ser los “commodities”, que están mostrando signos de gran excitación. Pero sí sabemos que los problemas fundamentales se agravarán. Las cantidades de dinero sin precedentes que han sido inyectadas por el Estado plantean el interrogante: ¿cómo demonios darán marcha atrás las autoridades cuando decidan que ya es suficiente?
Mientras tanto, los déficits y el endeudamiento están llevando a todos los niveles del gobierno —federal, estatal y municipal— a algo que se asemeja a la quiebra, aun cuando, como dice el dicho, los gobiernos nunca quiebren. En una carta a los accionistas del FPA Crescent Fund que él administra, publicada en la reciente edición del “Outstanding Investor Digest”, Steven Romick señala con acierto que en los próximos dos años el 48 por ciento de la deuda pendiente de pago de los Estados Unidos va a vencer: 3,7 billones de dólares que tendrán que ser refinanciados. Si les sumamos los 3 billones del financiamiento del déficit, unos 7 billones de dólares deberán ser proporcionados por alguien muy pronto. ¿Serán los extranjeros, que ya poseen la mitad de la deuda estadounidense? ¿En qué momento caerán ellos en la cuenta de que el gobierno sí puede entrar en quiebra?
En los gobiernos de los estados y municipios, las cosas no están mejor. Cuarenta y ocho estados tendrán déficits presupuestarios este año. Las finanzas de algunos, en particular California, parecen repúblicas del Tercer Mundo.
Los Estados Unidos, según dicen sus líderes al mundo, siempre han salido de las crisis con una fortaleza renovada. Y es verdad. La reserva emprendedora del país y su propensión a la innovación tecnológica de alguna manera han logrado desmentir a los escépticos que apuntan al indómito crecimiento del Estado y el grave deterioro de sus finanzas como signo de una decadencia irreversible. Es cierto también, como se afirma a menudo, que los Estados Unidos no pueden ser comparados con casos históricos como el del Imperio Romano, cuya caída se debió en gran medida debido a que su poder no reposaba sobre una economía de mercado digna de ese nombre.
Pero los excesos ha derrumbado también a imperios capitalistas: entre ellos, el británico en el siglo 20. ¿En qué momento el divorcio de la realidad por parte de sus líderes perjudicará fatalmente la capacidad de Estados Unidos de reinventarse a sí mismo?
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
La ilusión de estimular
Washington, DC—Ante la ira de los votantes por el fracaso de los estímulos monetarios y fiscales, que no han estimulado nada, la administración Obama y la Reserva Federal están doblando la apuesta. El gobierno lanza ahora otro plan de gastos con un desembolso inicial de 50 mil millones de dólares orientados a proyectos de infraestructura, mientras que el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, ha dejado entrever que está sopesando nuevas formas de emisión monetaria.
Las políticas de estímulo se iniciaron durante el último año de George W. Bush y han continuado, con vehemencia, bajo el mando de Obama. Han sido en vano. La respuesta a ese fracaso revela una incapacidad alucinante para aprender la lección. Si casi 1 billón de dólares (millón de millones) de gasto fiscal y la triplicación del balance de la Reserva Federal no han resuelto el problema, los dirigentes ya deberían haber entendido que el proceso de saneamiento económico —saldar las deudas, liquidar los activos redundantes, ahorrar y, eventualmente, volver a invertir y consumir— no puede ser alterado por úcases políticos. Como el estímulo gubernamental detrae energía de la misma economía a la que trata de reavivar, y como el “dinero fácil” de la Fed no está siendo canalizado por los agentes económicos hacia fines productivos, ya resulta obvio que las políticas actuales son inútiles.
En realidad, estos estímulos son peor que inútiles: agravan el problema. La Escuela Austríaca de Economía, cuyos iconos incluyen al Premio Nobel Friedrich von Hayek, ha sostenido durante mucho tiempo que el ciclo de auge y depresión es hijo de la expansión del crédito provocada por el gobierno y la corrección inevitable. Responder a una recesión con otra expansión crediticia artificial pospone la recuperación y genera, usted lo ha adivinado, más auge y depresión.
La historia de las recesiones en Estados Unidos lo confirma. La burbuja de las empresas punto.com que estalló en 1999 fue seguida por nuevos estímulos monetarios casi de inmediato. No alteraron el traumático proceso de recuperación: el cuarenta por ciento de las mayores bancarrotas entre 1980 y mediados de esta década se produjo desde comienzos de 2001. El estímulo acabó inflando otra burbuja. Como demuestra José Calandro en su libro “Applied Value Investing”, el mercado de la vivienda comenzó a despegar en el segundo semestre de 2001, impulsado por las políticas de “dinero fácil” que demostraron, sin embargo, ser incapaces de reactivar la economía productiva. La respuesta a la continua recesión fue aún más estímulo. El mercado de la vivienda finalmente enloqueció. Y aquí estamos.
No sabemos cuál burbuja están inflando las actuales políticas de estímulo. Podrían ser los “commodities”, que están mostrando signos de gran excitación. Pero sí sabemos que los problemas fundamentales se agravarán. Las cantidades de dinero sin precedentes que han sido inyectadas por el Estado plantean el interrogante: ¿cómo demonios darán marcha atrás las autoridades cuando decidan que ya es suficiente?
Mientras tanto, los déficits y el endeudamiento están llevando a todos los niveles del gobierno —federal, estatal y municipal— a algo que se asemeja a la quiebra, aun cuando, como dice el dicho, los gobiernos nunca quiebren. En una carta a los accionistas del FPA Crescent Fund que él administra, publicada en la reciente edición del “Outstanding Investor Digest”, Steven Romick señala con acierto que en los próximos dos años el 48 por ciento de la deuda pendiente de pago de los Estados Unidos va a vencer: 3,7 billones de dólares que tendrán que ser refinanciados. Si les sumamos los 3 billones del financiamiento del déficit, unos 7 billones de dólares deberán ser proporcionados por alguien muy pronto. ¿Serán los extranjeros, que ya poseen la mitad de la deuda estadounidense? ¿En qué momento caerán ellos en la cuenta de que el gobierno sí puede entrar en quiebra?
En los gobiernos de los estados y municipios, las cosas no están mejor. Cuarenta y ocho estados tendrán déficits presupuestarios este año. Las finanzas de algunos, en particular California, parecen repúblicas del Tercer Mundo.
Los Estados Unidos, según dicen sus líderes al mundo, siempre han salido de las crisis con una fortaleza renovada. Y es verdad. La reserva emprendedora del país y su propensión a la innovación tecnológica de alguna manera han logrado desmentir a los escépticos que apuntan al indómito crecimiento del Estado y el grave deterioro de sus finanzas como signo de una decadencia irreversible. Es cierto también, como se afirma a menudo, que los Estados Unidos no pueden ser comparados con casos históricos como el del Imperio Romano, cuya caída se debió en gran medida debido a que su poder no reposaba sobre una economía de mercado digna de ese nombre.
Pero los excesos ha derrumbado también a imperios capitalistas: entre ellos, el británico en el siglo 20. ¿En qué momento el divorcio de la realidad por parte de sus líderes perjudicará fatalmente la capacidad de Estados Unidos de reinventarse a sí mismo?
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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