Un juez federal de distrito en California ha fallado que es inconstitucional definir el matrimonio como un contrato entre un hombre y una mujer.
El impacto del pronunciamiento es que nacionaliza el matrimonio—una de las muchas cuestiones que la Décima Enmienda deja en manos de la gente y los estados. Esa enmienda establece que los poderes no delegados por la Constitución al gobierno federal, ni prohibidos por ella, “quedan respectivamente reservados a los estados o al pueblo”. La aprobación del matrimonio es una de esas facultades.
La sentencia del juez Vaughn R. Walker cambiará eso. Si bien la unión entre un hombre y una mujer ha sido la definición del matrimonio en el derecho consuetudinario desde la época colonial hasta el presente, el juez Walker llegó a la conclusión en el caso Perry v. Schwarzenegger que la definición legal tradicional es “irracional”. También consideró “irrelevante” que “la mayoría de los votantes de California apoyaran” la antigua definición en un referéndum celebrado en 2008 en todo el estado, la Proposición 8. Por lo tanto, su decisión le negará al pueblo el derecho a decidir sobre una cuestión que a lo largo de la historia de los EE.UU. se ha considerado que se encontraba más allá de la autoridad federal.
La única justificación del juez Walker para rechazar la experiencia humana y el precedente legal fue su afirmación de que los roles de género son anacrónicos. Pero, ¿realmente no hace ninguna diferencia el hecho de que biológicamente sólo un hombre y una mujer puedan engendrar un hijo, mientras que dos hombres o dos mujeres no pueden hacerlo? Dado que la ley de matrimonio es enteramente sobre el género, ¿no sería lo “irracional” aseverar que el género es “irrelevante”? Y si el género no es un criterio para el matrimonio, ¿qué lo es? ¿Pueden un padre y su hija casarse? ¿Qué pasa con los hermanos o un hombre y su perro? ¿Y todo esto será determinado por un pronunciamiento judicial? Si es así, no hay Estado de Derecho y las libertades civiles de todos los estadounidenses quedan a disposición de cualquiera.
¿Cuándo fue que viajamos a través de un espejo posmoderno e ingresamos en el mundo del juez Walker, donde el género no tiene aplicación a las cuestiones matrimoniales—y la prueba de la constitucionalidad de una ley no es si cumple o no con la Constitución, sino con los puntos de vista de un juez?
Comenzamos a deslizarnos por esta resbaladiza pendiente en 2003, en un fallo de la Corte Suprema del juez Anthony M. Kennedy (alcanzado con 6 votos contra 3). En un caso conocido como Lawrence v. Texas, el Alto Tribunal anuló un precedente anterior y sostuvo que los “principios éticos y morales” judeo-cristianos no pueden ser la base de la legislación. En consecuencia, la Corte revocó una ley “anti-sodomía” de Texas, la cual pocas veces había sido aplicada.
La opinión del juez Kennedy, sin embargo, estaba muy lejos de la sostenida por el juez Walker. El juez Kennedy dejó en claro que el fallo recaído en la causa Lawrence “no se refiere a si el gobierno debe dar reconocimiento formal a cualquier relación a la que las personas homosexuales procuren entrar”. La decisión del juez Walker dio ese gran salto.
Por supuesto, no todas las leyes estaduales que dicen promover la moralidad son buenas leyes. La ley anulada en el caso Lawrence era tonta e injusta, penalizando la conducta privada entre adultos que brindan su consentimiento. La mayor parte de los tejanos se percató de esto, e incluso el juez Kennedy admitió la existencia de un patrón de no aplicación de la ley. El juez Kennedy también reconoció que por la vía democrática, muchos estados habían estado derogando leyes similares. Desafortunadamente, no se contentó con dejar que los órganos electos siguiesen depurando los códigos legales.
Hasta hace poco, ningún jurista creíble sugería que el desacuerdo personal de un juez con una ley implica que la ley es inconstitucional. Como lo observó el ex juez de la Corte Suprema Potter Stewart, la función judicial no se extiende a la determinación de si una “ley es insensata, o incluso estúpida”. El juez Stewart entendió que “es la esencia del deber judicial subordinar nuestros propios puntos de vista personales, nuestras propias ideas de qué legislación es sensata y cual no lo es”. Un juez simplemente examina una norma para determinar si viola claramente una clausula escrita de la Constitución de los EE.UU..
El fallo recaído en el caso Perry, al igual que anteriormente el del caso Lawrence, apoya la proposición de que los jueces no elegidos deberían legislar desde el estrado.
En el mejor de los mundos, el matrimonio sería privatizado para que los adultos anuentes fuesen libres de concertar acuerdos legales vinculantes sin permiso del Estado. En lugar de permitir a los particulares tomar tales decisiones sobre la base de sus propias tradiciones en una sociedad libre, el juez Walker ha optado de manera intolerante por redefinir y nacionalizar los acuerdos matrimoniales, imponiendo un único estándar: el propio.
Traducido por Gabriel Gasave
La nacionalización del matrimonio
Un juez federal de distrito en California ha fallado que es inconstitucional definir el matrimonio como un contrato entre un hombre y una mujer.
El impacto del pronunciamiento es que nacionaliza el matrimonio—una de las muchas cuestiones que la Décima Enmienda deja en manos de la gente y los estados. Esa enmienda establece que los poderes no delegados por la Constitución al gobierno federal, ni prohibidos por ella, “quedan respectivamente reservados a los estados o al pueblo”. La aprobación del matrimonio es una de esas facultades.
La sentencia del juez Vaughn R. Walker cambiará eso. Si bien la unión entre un hombre y una mujer ha sido la definición del matrimonio en el derecho consuetudinario desde la época colonial hasta el presente, el juez Walker llegó a la conclusión en el caso Perry v. Schwarzenegger que la definición legal tradicional es “irracional”. También consideró “irrelevante” que “la mayoría de los votantes de California apoyaran” la antigua definición en un referéndum celebrado en 2008 en todo el estado, la Proposición 8. Por lo tanto, su decisión le negará al pueblo el derecho a decidir sobre una cuestión que a lo largo de la historia de los EE.UU. se ha considerado que se encontraba más allá de la autoridad federal.
La única justificación del juez Walker para rechazar la experiencia humana y el precedente legal fue su afirmación de que los roles de género son anacrónicos. Pero, ¿realmente no hace ninguna diferencia el hecho de que biológicamente sólo un hombre y una mujer puedan engendrar un hijo, mientras que dos hombres o dos mujeres no pueden hacerlo? Dado que la ley de matrimonio es enteramente sobre el género, ¿no sería lo “irracional” aseverar que el género es “irrelevante”? Y si el género no es un criterio para el matrimonio, ¿qué lo es? ¿Pueden un padre y su hija casarse? ¿Qué pasa con los hermanos o un hombre y su perro? ¿Y todo esto será determinado por un pronunciamiento judicial? Si es así, no hay Estado de Derecho y las libertades civiles de todos los estadounidenses quedan a disposición de cualquiera.
¿Cuándo fue que viajamos a través de un espejo posmoderno e ingresamos en el mundo del juez Walker, donde el género no tiene aplicación a las cuestiones matrimoniales—y la prueba de la constitucionalidad de una ley no es si cumple o no con la Constitución, sino con los puntos de vista de un juez?
Comenzamos a deslizarnos por esta resbaladiza pendiente en 2003, en un fallo de la Corte Suprema del juez Anthony M. Kennedy (alcanzado con 6 votos contra 3). En un caso conocido como Lawrence v. Texas, el Alto Tribunal anuló un precedente anterior y sostuvo que los “principios éticos y morales” judeo-cristianos no pueden ser la base de la legislación. En consecuencia, la Corte revocó una ley “anti-sodomía” de Texas, la cual pocas veces había sido aplicada.
La opinión del juez Kennedy, sin embargo, estaba muy lejos de la sostenida por el juez Walker. El juez Kennedy dejó en claro que el fallo recaído en la causa Lawrence “no se refiere a si el gobierno debe dar reconocimiento formal a cualquier relación a la que las personas homosexuales procuren entrar”. La decisión del juez Walker dio ese gran salto.
Por supuesto, no todas las leyes estaduales que dicen promover la moralidad son buenas leyes. La ley anulada en el caso Lawrence era tonta e injusta, penalizando la conducta privada entre adultos que brindan su consentimiento. La mayor parte de los tejanos se percató de esto, e incluso el juez Kennedy admitió la existencia de un patrón de no aplicación de la ley. El juez Kennedy también reconoció que por la vía democrática, muchos estados habían estado derogando leyes similares. Desafortunadamente, no se contentó con dejar que los órganos electos siguiesen depurando los códigos legales.
Hasta hace poco, ningún jurista creíble sugería que el desacuerdo personal de un juez con una ley implica que la ley es inconstitucional. Como lo observó el ex juez de la Corte Suprema Potter Stewart, la función judicial no se extiende a la determinación de si una “ley es insensata, o incluso estúpida”. El juez Stewart entendió que “es la esencia del deber judicial subordinar nuestros propios puntos de vista personales, nuestras propias ideas de qué legislación es sensata y cual no lo es”. Un juez simplemente examina una norma para determinar si viola claramente una clausula escrita de la Constitución de los EE.UU..
El fallo recaído en el caso Perry, al igual que anteriormente el del caso Lawrence, apoya la proposición de que los jueces no elegidos deberían legislar desde el estrado.
En el mejor de los mundos, el matrimonio sería privatizado para que los adultos anuentes fuesen libres de concertar acuerdos legales vinculantes sin permiso del Estado. En lugar de permitir a los particulares tomar tales decisiones sobre la base de sus propias tradiciones en una sociedad libre, el juez Walker ha optado de manera intolerante por redefinir y nacionalizar los acuerdos matrimoniales, imponiendo un único estándar: el propio.
Traducido por Gabriel Gasave
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