A pesar de que nuestros actuales problemas económicos son complejos, muchos economistas convencionales han respaldado la simplista teoría keynesiana de que un masivo gasto gubernamental generará empleos y prosperidad.
De ese pensamiento keynesiano han fluido las medidas de “estímulos” y rescates financieros que han incrementado el tamaño y poder del gobierno y añadido billones de dólares a la deuda pública. El déficit federal ha pasado de alrededor del 3 por ciento del producto bruto interno (PBI) en el año fiscal 2008 a alrededor del 10 por ciento del PBI en el año fiscal 2009 y 2010. El gobierno prevé ahora déficits en el vecindario de $ 1 billón por año durante la próxima década.
Los políticos, que siempre están en busca de justificaciones plausibles para su insaciable gasto, endeudamiento, y acaparamiento de poder, nunca habían abandonado el keynesianismo, de modo tal que se han vuelto eufóricos al descubrir que nuevamente los “expertos” económicos confirman sus egoístas inclinaciones. De hecho, varios destacados economistas, como el columnista del New York Times Paul Krugman, están instando a Washington para que gaste cada vez más, no sea cosa que se desacelere la economía.
Pero, ¿qué enseña la historia?
La historia enseña que incrementos temporales en el gasto gubernamental otorgan a la gente dinero que, en su mayor parte, ahorra o emplea para reducir su deuda, en vez de destinarlo para la puesta en marcha de una espiral ascendente de ingresos, gastos, producción real y empleo, según lo previsto por John Maynard Keynes, el economista británico cuya teoría estimuló masivas intervenciones del gobierno en la economía desde la década de 1930 en adelante.
La historia también enseña que el gasto gubernamental de “emergencia” tiende a engordar las arcas de los políticamente conectados. Por lo tanto, gran parte del supuesto gasto de estímulo ha servido solamente para aumentar el salario y las prestaciones de los empleados públicos, transfiriendo ingresos desde el sector privado al sector público, y para recompensar a grupos, como el Sindicato Unido de Trabajadores de la Industria Automotriz y compradores de hogares de bajos ingresos, por su apoyo a la administración Obama.
Un aspecto de la actual crisis que ha surgido como algo más que una sorpresa para los estudiantes de historia es que los políticos (en palabras del Jefe de Gabinete del presidente Obama, Rahm Emanuel) no han permitido que esta crisis “se desperdicie”. Los últimos dos años han sido testigos de un asimiento de poder o toma de control institucional tras otra, incluyendo a AIG, Fannie Mae, Freddie Mac, General Motors y Chrysler.
En el marco del Programa de Alivio para Activos en Problemas (TARP es su sigla en inglés), el Tesoro ha tomado posiciones de propiedad en cientos de grandes bancos mediante la adquisición de acciones preferentes y “warrants”. En la actualidad, prácticamente todos los préstamos hipotecarios residenciales emanan en última instancia del mercado secundario y las garantías provistas por Fannie, Freddie, Ginnie Mae, la Administración Federal de la Vivienda y el Departamento de Asuntos de los Veteranos.
Este aspecto del asimiento de poder por parte del gobierno ha sido especialmente importante ya que al continuar con el bombeo de fondos en hipotecas dudosas, el gobierno está impidiendo la necesaria reestructuración de la industria de la construcción de viviendas y el sector del crédito hipotecario, al apuntalar a tomadores de préstamos no calificados y a prestamistas mal administrados e incluso insolventes. Estas acciones miopes generan un gran potencial para una segunda ronda de la crisis de la vivienda.
Desde principios del siglo 20, los períodos de emergencia nacional—reales e imaginarios—han provocado fuertes aumentos en el poder, alcance y costo del gobierno.
Los primeros cinco episodios fueron la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, los trastornos asociados con la revolución de los derechos civiles y la Guerra de Vietnam, y los eventos posteriores al 11 de septiembre de 2001 asociados con la guerra contra el terror y los compromisos de los EE.UU. en Afganistán e Irak.
Actualmente nos encontramos en otro de dichos períodos críticos, que surge de la explosión de la burbuja inmobiliaria, la debacle financiera y la recesión.
Al abrazar el keynesianismo, muchos economistas han concluido que a pesar de que la mezcolanza de políticas del New Deal nunca produjo una plena recuperación, la II Guerra Mundial lo hizo, a medida que la economía se expandió para producir municiones y ampliar las fuerzas armadas. El enorme gasto gubernamental financiado a través del déficit, sostienen, finalmente acabó con el persistente desempleo masivo.
La verdad, sin embargo, es realmente muy sencilla. En 1940, tras ocho años de la bomba de cebado del New Deal, la tasa de desempleo se mantuvo en alrededor del 10 por ciento incluso si, a diferencia de la Oficina de Estadísticas Laborales, contamos a las personas inscritas en los programas federales de asistencia de emergencia laboral como empleados. La acumulación gigantesca de las fuerzas armadas, principalmente mediante el reclutamiento, luego llevó el equivalente al 22 por ciento de la fuerza de trabajo antes de la guerra al ejército. Voilà, el desempleo desapareció, tal como estaba destinado a hacerlo independientemente de cualquier política fiscal keynesiana de tiempos de guerra.
Observar al modelo de la Segunda Guerra Mundial para ver cómo lidiar con la crisis económica actual es una tontería. Lo que sea que la guerra pueda haber logrado, no produjo las condiciones que podríamos describir adecuadamente como de genuina prosperidad.
El gasto gubernamental—ya sea en nuestras fuerzas armadas actuales y sus más de 800 bases en el exterior o en energía “verde” y otros proyectos favorecidos por el gobierno—no produce prosperidad. Sólo desvía recursos, como siempre lo ha hecho en el pasado, desde una economía privada genuinamente productiva hacia el engorde de un gobierno ya hinchado.
Traducido por Gabriel Gasave
Por qué menos gasto gubernamental implicaría menos problemas económicos
A pesar de que nuestros actuales problemas económicos son complejos, muchos economistas convencionales han respaldado la simplista teoría keynesiana de que un masivo gasto gubernamental generará empleos y prosperidad.
De ese pensamiento keynesiano han fluido las medidas de “estímulos” y rescates financieros que han incrementado el tamaño y poder del gobierno y añadido billones de dólares a la deuda pública. El déficit federal ha pasado de alrededor del 3 por ciento del producto bruto interno (PBI) en el año fiscal 2008 a alrededor del 10 por ciento del PBI en el año fiscal 2009 y 2010. El gobierno prevé ahora déficits en el vecindario de $ 1 billón por año durante la próxima década.
Los políticos, que siempre están en busca de justificaciones plausibles para su insaciable gasto, endeudamiento, y acaparamiento de poder, nunca habían abandonado el keynesianismo, de modo tal que se han vuelto eufóricos al descubrir que nuevamente los “expertos” económicos confirman sus egoístas inclinaciones. De hecho, varios destacados economistas, como el columnista del New York Times Paul Krugman, están instando a Washington para que gaste cada vez más, no sea cosa que se desacelere la economía.
Pero, ¿qué enseña la historia?
La historia enseña que incrementos temporales en el gasto gubernamental otorgan a la gente dinero que, en su mayor parte, ahorra o emplea para reducir su deuda, en vez de destinarlo para la puesta en marcha de una espiral ascendente de ingresos, gastos, producción real y empleo, según lo previsto por John Maynard Keynes, el economista británico cuya teoría estimuló masivas intervenciones del gobierno en la economía desde la década de 1930 en adelante.
La historia también enseña que el gasto gubernamental de “emergencia” tiende a engordar las arcas de los políticamente conectados. Por lo tanto, gran parte del supuesto gasto de estímulo ha servido solamente para aumentar el salario y las prestaciones de los empleados públicos, transfiriendo ingresos desde el sector privado al sector público, y para recompensar a grupos, como el Sindicato Unido de Trabajadores de la Industria Automotriz y compradores de hogares de bajos ingresos, por su apoyo a la administración Obama.
Un aspecto de la actual crisis que ha surgido como algo más que una sorpresa para los estudiantes de historia es que los políticos (en palabras del Jefe de Gabinete del presidente Obama, Rahm Emanuel) no han permitido que esta crisis “se desperdicie”. Los últimos dos años han sido testigos de un asimiento de poder o toma de control institucional tras otra, incluyendo a AIG, Fannie Mae, Freddie Mac, General Motors y Chrysler.
En el marco del Programa de Alivio para Activos en Problemas (TARP es su sigla en inglés), el Tesoro ha tomado posiciones de propiedad en cientos de grandes bancos mediante la adquisición de acciones preferentes y “warrants”. En la actualidad, prácticamente todos los préstamos hipotecarios residenciales emanan en última instancia del mercado secundario y las garantías provistas por Fannie, Freddie, Ginnie Mae, la Administración Federal de la Vivienda y el Departamento de Asuntos de los Veteranos.
Este aspecto del asimiento de poder por parte del gobierno ha sido especialmente importante ya que al continuar con el bombeo de fondos en hipotecas dudosas, el gobierno está impidiendo la necesaria reestructuración de la industria de la construcción de viviendas y el sector del crédito hipotecario, al apuntalar a tomadores de préstamos no calificados y a prestamistas mal administrados e incluso insolventes. Estas acciones miopes generan un gran potencial para una segunda ronda de la crisis de la vivienda.
Desde principios del siglo 20, los períodos de emergencia nacional—reales e imaginarios—han provocado fuertes aumentos en el poder, alcance y costo del gobierno.
Los primeros cinco episodios fueron la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, los trastornos asociados con la revolución de los derechos civiles y la Guerra de Vietnam, y los eventos posteriores al 11 de septiembre de 2001 asociados con la guerra contra el terror y los compromisos de los EE.UU. en Afganistán e Irak.
Actualmente nos encontramos en otro de dichos períodos críticos, que surge de la explosión de la burbuja inmobiliaria, la debacle financiera y la recesión.
Al abrazar el keynesianismo, muchos economistas han concluido que a pesar de que la mezcolanza de políticas del New Deal nunca produjo una plena recuperación, la II Guerra Mundial lo hizo, a medida que la economía se expandió para producir municiones y ampliar las fuerzas armadas. El enorme gasto gubernamental financiado a través del déficit, sostienen, finalmente acabó con el persistente desempleo masivo.
La verdad, sin embargo, es realmente muy sencilla. En 1940, tras ocho años de la bomba de cebado del New Deal, la tasa de desempleo se mantuvo en alrededor del 10 por ciento incluso si, a diferencia de la Oficina de Estadísticas Laborales, contamos a las personas inscritas en los programas federales de asistencia de emergencia laboral como empleados. La acumulación gigantesca de las fuerzas armadas, principalmente mediante el reclutamiento, luego llevó el equivalente al 22 por ciento de la fuerza de trabajo antes de la guerra al ejército. Voilà, el desempleo desapareció, tal como estaba destinado a hacerlo independientemente de cualquier política fiscal keynesiana de tiempos de guerra.
Observar al modelo de la Segunda Guerra Mundial para ver cómo lidiar con la crisis económica actual es una tontería. Lo que sea que la guerra pueda haber logrado, no produjo las condiciones que podríamos describir adecuadamente como de genuina prosperidad.
El gasto gubernamental—ya sea en nuestras fuerzas armadas actuales y sus más de 800 bases en el exterior o en energía “verde” y otros proyectos favorecidos por el gobierno—no produce prosperidad. Sólo desvía recursos, como siempre lo ha hecho en el pasado, desde una economía privada genuinamente productiva hacia el engorde de un gobierno ya hinchado.
Traducido por Gabriel Gasave
Banca y finanzasEconomíaPolítica fiscal/Endeudamiento
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