Washington, DC—No sé si ganará el Oscar a la Mejor Película Extranjera —y el que una pariente extraordinariamente talentosa de este servidor sea directora de un film que compite en la misma categoría me desgarra la conciencia—, pero “La cinta blanca” del austriaco Michael Haneke es una de las mejores candidatas de que yo tenga memoria.
La película narra la historia de cómo el tejido de un mundo perfecto—un pueblo ficticio del norte de Alemania dominado por un terrateniente, un pastor y un médico en vísperas de la Primera Guerra Mundial—se deshilacha por completo.
Unos acontecimientos misteriosos—el alambre que provoca un accidente al médico que monta a caballo, el secuestro y golpiza al hijo del barón, el incendio del granero, la paliza que casi ciega al retoño de la comadrona— amojonan el descenso de esta comunidad en la sospecha y la culpa. Diversos episodios privados de debilidad y crueldad—el pastor puritano que impide que su hijo se toque de manera impura amarrándolo a una cama, el médico que tiene un encuentro aparentemente incestuoso con su hija, el campesino servil que rechaza vengar la muerte de su esposa ante la súplica de sus hijos— dejan abiertas muchas posibilidades con respecto a quién es responsable de los extraños acontecimientos.
Nunca nos lo revelan. Las víctimas de los abusos tienen motivos para el rencor pero sus propias acciones, en esta historia narrada años más tarde en “off” por el maestro de la escuela, también suscitan dudas. El autor o los autores de los hechos inexplicables a veces lastiman a los culpables de haber abusado de los débiles pero a veces dañan a otros habitantes inocentes del pueblo. Es como si responder al mal con el mal fuese un acto redentor aun cuando el blanco de la venganza no sea el culpable.
Haneke emplea una sobriedad de medios que es la clave genial de la película. Nada aquí resulta melodramático. La historia procede en un tono y ritmo impersonal que es a un tiempo escalofriante y subyugante. El que los culpables nunca nos sean revelados subraya esa ambigüedad de la naturaleza humana que toda la película sugiere. El pastor, un monstruo de la disciplina que hace que sus hijos luzcan una cinta blanca como símbolo de vergüenza, se conmueve de verdad por el cuidado que su hijo le dispensa a un pajarito; el médico que humilla a su propia amante también salva vidas humanas en la aldea.
Ni siquiera los niños que padecen este implacable orden luterano quedan exentos de la ambigüedad moral; ellos son tal vez los autores secretos de los misteriosos acontecimientos. Esta es la generación que algunos años más tarde llevará al poder al nazismo en Alemania. Algunos críticos han señalado que la represión del viejo orden planta las semillas del fanatismo en esos niños. Pero la lectura opuesta también es posible: que la incapacidad de la generación joven para acabar con ese orden por una vía evolutiva es la que conduce en última instancia a la violencia. El narrador lo deja entrever, diciéndonos que reconstruir la historia del pueblo puede servir para entender los acontecimientos posteriores en Alemania.
La película está en blanco y negro, lo que pone distancia entre nosotros y los acontecimientos, y empapa todas las escenas de una humedad psicológica. La técnica de Haneke debe algo a su desprecio por la forma en que la televisión de hoy entumece las emociones y la pasión moral de la gente. Y no es un intelectual aislado en una torre de marfil. Trabajó en televisión, como lo hizo su padre. Pero se fue asqueando con la forma en que la búsqueda del mínimo denominador común ha convertido a cierta televisión en un mundillo complaciente y autorreferente en el que lo convencional pasa por rebelde, los bajos fondos se disfrazan de libertad y el chisme canijo exonera a la pantalla del esfuerzo de ser creativa.
Puede que Haneke exagere un poco: “60 Minutes” sigue entre los programas más vistos en los Estados Unidos, los programas culturales de Bernard Pivot fueron una sensación en Francia hasta hace poco, las repeticiones de “Yes, Minister” siguen siendo un éxito y hay animadores que ponen un humor inteligente al servicio de la crítica política. Pero al director austriaco no le falta mucha razón. La técnica cinematográfica de Haneke es el polo opuesto de la televisión como exacerbación de lo banal.
Hacia el final de “La cinta blanca”, la baronesa le anuncia a su marido que lo va a dejar por un sofisticado y brioso banquero italiano. El antiguo orden se desmorona así, vencido por la irresistible burguesía capitalista. Pero ella ignora que antes de que triunfe la sofisticación liberal de su banquero, Europa tendrá que padecer la guerra, el totalitarismo y otra vez la guerra.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
La cinta blanca
Washington, DC—No sé si ganará el Oscar a la Mejor Película Extranjera —y el que una pariente extraordinariamente talentosa de este servidor sea directora de un film que compite en la misma categoría me desgarra la conciencia—, pero “La cinta blanca” del austriaco Michael Haneke es una de las mejores candidatas de que yo tenga memoria.
La película narra la historia de cómo el tejido de un mundo perfecto—un pueblo ficticio del norte de Alemania dominado por un terrateniente, un pastor y un médico en vísperas de la Primera Guerra Mundial—se deshilacha por completo.
Unos acontecimientos misteriosos—el alambre que provoca un accidente al médico que monta a caballo, el secuestro y golpiza al hijo del barón, el incendio del granero, la paliza que casi ciega al retoño de la comadrona— amojonan el descenso de esta comunidad en la sospecha y la culpa. Diversos episodios privados de debilidad y crueldad—el pastor puritano que impide que su hijo se toque de manera impura amarrándolo a una cama, el médico que tiene un encuentro aparentemente incestuoso con su hija, el campesino servil que rechaza vengar la muerte de su esposa ante la súplica de sus hijos— dejan abiertas muchas posibilidades con respecto a quién es responsable de los extraños acontecimientos.
Nunca nos lo revelan. Las víctimas de los abusos tienen motivos para el rencor pero sus propias acciones, en esta historia narrada años más tarde en “off” por el maestro de la escuela, también suscitan dudas. El autor o los autores de los hechos inexplicables a veces lastiman a los culpables de haber abusado de los débiles pero a veces dañan a otros habitantes inocentes del pueblo. Es como si responder al mal con el mal fuese un acto redentor aun cuando el blanco de la venganza no sea el culpable.
Haneke emplea una sobriedad de medios que es la clave genial de la película. Nada aquí resulta melodramático. La historia procede en un tono y ritmo impersonal que es a un tiempo escalofriante y subyugante. El que los culpables nunca nos sean revelados subraya esa ambigüedad de la naturaleza humana que toda la película sugiere. El pastor, un monstruo de la disciplina que hace que sus hijos luzcan una cinta blanca como símbolo de vergüenza, se conmueve de verdad por el cuidado que su hijo le dispensa a un pajarito; el médico que humilla a su propia amante también salva vidas humanas en la aldea.
Ni siquiera los niños que padecen este implacable orden luterano quedan exentos de la ambigüedad moral; ellos son tal vez los autores secretos de los misteriosos acontecimientos. Esta es la generación que algunos años más tarde llevará al poder al nazismo en Alemania. Algunos críticos han señalado que la represión del viejo orden planta las semillas del fanatismo en esos niños. Pero la lectura opuesta también es posible: que la incapacidad de la generación joven para acabar con ese orden por una vía evolutiva es la que conduce en última instancia a la violencia. El narrador lo deja entrever, diciéndonos que reconstruir la historia del pueblo puede servir para entender los acontecimientos posteriores en Alemania.
La película está en blanco y negro, lo que pone distancia entre nosotros y los acontecimientos, y empapa todas las escenas de una humedad psicológica. La técnica de Haneke debe algo a su desprecio por la forma en que la televisión de hoy entumece las emociones y la pasión moral de la gente. Y no es un intelectual aislado en una torre de marfil. Trabajó en televisión, como lo hizo su padre. Pero se fue asqueando con la forma en que la búsqueda del mínimo denominador común ha convertido a cierta televisión en un mundillo complaciente y autorreferente en el que lo convencional pasa por rebelde, los bajos fondos se disfrazan de libertad y el chisme canijo exonera a la pantalla del esfuerzo de ser creativa.
Puede que Haneke exagere un poco: “60 Minutes” sigue entre los programas más vistos en los Estados Unidos, los programas culturales de Bernard Pivot fueron una sensación en Francia hasta hace poco, las repeticiones de “Yes, Minister” siguen siendo un éxito y hay animadores que ponen un humor inteligente al servicio de la crítica política. Pero al director austriaco no le falta mucha razón. La técnica cinematográfica de Haneke es el polo opuesto de la televisión como exacerbación de lo banal.
Hacia el final de “La cinta blanca”, la baronesa le anuncia a su marido que lo va a dejar por un sofisticado y brioso banquero italiano. El antiguo orden se desmorona así, vencido por la irresistible burguesía capitalista. Pero ella ignora que antes de que triunfe la sofisticación liberal de su banquero, Europa tendrá que padecer la guerra, el totalitarismo y otra vez la guerra.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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