Washington, DC—J. D. Salinger, el autor de “El guardián entre el centeno”, la gran novela sobre la enajenación adolescente, murió el mismo día en que Steve Jobs lanzó el iPad, todo un manifiesto sobre los tesoros que Estados Unidos ofrece a sus jóvenes.
El encuentro de Holden con su hermana Phoebe de diez años, la única persona viva por quien Caulfield siente profundo afecto y cuyo deseo de huir junto a él éste rechaza, transmitía con fuerza conmovedora su naturaleza protectora de seres inocentes.
Releí el libro años más tarde, en un avión rumbo a Hong Kong. Me impresionó otra vez, pero Caulfield me pareció un onanista obsesionado consigo mismo. El encuentro con Phoebe ya no revelaba un alma protectora sino lo contrario: un rechazo cobarde de toda responsabilidad. Refutaba la afirmación de que el protagonista quería ser un “guardián entre el centeno” para rescatar a los niños antes de que cayesen por el precipicio. Lamenté que no tuviera el coraje de suicidarse —a diferencia de Seymor Glass en “Un día perfecto para el pez banana”, un subyugante cuento del mismo autor.
La última vez que lo leí, viajaba a dar conferencias en Europa. Todavía me pareció una obra maestra pero tuve dificultades para sentir alguna reacción, ya fuese admiración o enemistad, ante Caulfield. Se me antojó la clase de espíritu disfuncional que los países libres producen de vez en cuando por razones que tienen poco que ver con los males de la sociedad y mucho con los demonios de un individuo. Los años 50, cuyo sentido de enajenación “El guardián entre el centeno” se supone que simboliza, fue una época de logros extraordinarios en los Estados Unidos. La economía de la posguerra despegó, diez millones de hogares tuvieron acceso a la televisión, la primera tarjeta de crédito (Diners Club) apareció en las billeteras de la gente, la vida se hizo tan atareada que las cadenas de comida rápida entraron en acción y las familias se mudaron a los suburbios acomodados, y las parejas eran tan optimistas que concibieron a la generación del “baby boom”.
Sí, la rebelión estaba en el ambiente. El rock-and-roll y los antihéroes y antiheroínas del celuloide—James Dean, Marlon Brando, Ava Gardner, Kim Novak—fueron tempranos precursores del inconformismo que los años 60 convertirían luego en religión. Pero todo ese rechazo de lo convencional fue creador; en cambio, el personaje de ficción de Salinger, aunque perspicaz, es estéril. Los jóvenes inconformes que empezaron a surgir en la década de 1950 sustituyeron los valores tradicionales por otros nuevos, legítimos o no. Caulfield no está interesado en la sustitución de la sociedad “falsa” por ninguna otra.
Lo cual me lleva a Steve Jobs. También fue un paria: un alumno que abandonó la universidad. Pero convirtió su desapego a las convenciones de la adultez en una epopeya que se inició cuando él y Steve Wozniak inventaron, o poco menos, la computadora personal en un garaje. Lanzaron la saga de Apple con apenas 1.300 dólares; el año pasado la compañía obtuvo 43 mil millones dólares en ventas. En el camino, Jobs revolucionó los ordenadores personales, las comunicaciones móviles, la música y el video portátiles, y ahora ha integrado esas funciones en una fantástica herramienta de libertad personal.
La trayectoria de Jobs es la de un joven que destronó a los adultos “falsos”. Y hay muchas más historias de desafío emprendedor e innovador contra los mayores malvados. Miles de pequeñas empresas continuamente desplazan a otras más grandes en los Estados Unidos. En la década de 1960, se necesitaban 20 años para que un tercio de la lista de Fortune 500 –el ránking de las mayores compañías— cambiase. Ahora, ocurre cada cuatro años. Algunos de los nombres más importantes del capitalismo estadounidense —Microsoft, Gap, Hewlett Packard, Polaroid, Burger King— fueron iniciados por jóvenes inconformes en medio de una recesión.
La enajenación no es en absoluto un monopolio de las sociedades libres: el alcoholismo alcanzó proporciones astronómicas en la Unión Soviética. Pero las sociedades libres ponen a nuestra disposición todo tipo de posibilidades para convertir lo que se sentimos ajeno en algo más íntimo y cargado de significado. Qué irónico que ahora un joven pueda leer obras maestras sobre la enajenación adolescente como “El guardián entre el centeno” en una tablilla iPad, monumento a la liberación juvenil.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Holden Caulfield versus Steve Jobs
Washington, DC—J. D. Salinger, el autor de “El guardián entre el centeno”, la gran novela sobre la enajenación adolescente, murió el mismo día en que Steve Jobs lanzó el iPad, todo un manifiesto sobre los tesoros que Estados Unidos ofrece a sus jóvenes.
El encuentro de Holden con su hermana Phoebe de diez años, la única persona viva por quien Caulfield siente profundo afecto y cuyo deseo de huir junto a él éste rechaza, transmitía con fuerza conmovedora su naturaleza protectora de seres inocentes.
Releí el libro años más tarde, en un avión rumbo a Hong Kong. Me impresionó otra vez, pero Caulfield me pareció un onanista obsesionado consigo mismo. El encuentro con Phoebe ya no revelaba un alma protectora sino lo contrario: un rechazo cobarde de toda responsabilidad. Refutaba la afirmación de que el protagonista quería ser un “guardián entre el centeno” para rescatar a los niños antes de que cayesen por el precipicio. Lamenté que no tuviera el coraje de suicidarse —a diferencia de Seymor Glass en “Un día perfecto para el pez banana”, un subyugante cuento del mismo autor.
La última vez que lo leí, viajaba a dar conferencias en Europa. Todavía me pareció una obra maestra pero tuve dificultades para sentir alguna reacción, ya fuese admiración o enemistad, ante Caulfield. Se me antojó la clase de espíritu disfuncional que los países libres producen de vez en cuando por razones que tienen poco que ver con los males de la sociedad y mucho con los demonios de un individuo. Los años 50, cuyo sentido de enajenación “El guardián entre el centeno” se supone que simboliza, fue una época de logros extraordinarios en los Estados Unidos. La economía de la posguerra despegó, diez millones de hogares tuvieron acceso a la televisión, la primera tarjeta de crédito (Diners Club) apareció en las billeteras de la gente, la vida se hizo tan atareada que las cadenas de comida rápida entraron en acción y las familias se mudaron a los suburbios acomodados, y las parejas eran tan optimistas que concibieron a la generación del “baby boom”.
Sí, la rebelión estaba en el ambiente. El rock-and-roll y los antihéroes y antiheroínas del celuloide—James Dean, Marlon Brando, Ava Gardner, Kim Novak—fueron tempranos precursores del inconformismo que los años 60 convertirían luego en religión. Pero todo ese rechazo de lo convencional fue creador; en cambio, el personaje de ficción de Salinger, aunque perspicaz, es estéril. Los jóvenes inconformes que empezaron a surgir en la década de 1950 sustituyeron los valores tradicionales por otros nuevos, legítimos o no. Caulfield no está interesado en la sustitución de la sociedad “falsa” por ninguna otra.
Lo cual me lleva a Steve Jobs. También fue un paria: un alumno que abandonó la universidad. Pero convirtió su desapego a las convenciones de la adultez en una epopeya que se inició cuando él y Steve Wozniak inventaron, o poco menos, la computadora personal en un garaje. Lanzaron la saga de Apple con apenas 1.300 dólares; el año pasado la compañía obtuvo 43 mil millones dólares en ventas. En el camino, Jobs revolucionó los ordenadores personales, las comunicaciones móviles, la música y el video portátiles, y ahora ha integrado esas funciones en una fantástica herramienta de libertad personal.
La trayectoria de Jobs es la de un joven que destronó a los adultos “falsos”. Y hay muchas más historias de desafío emprendedor e innovador contra los mayores malvados. Miles de pequeñas empresas continuamente desplazan a otras más grandes en los Estados Unidos. En la década de 1960, se necesitaban 20 años para que un tercio de la lista de Fortune 500 –el ránking de las mayores compañías— cambiase. Ahora, ocurre cada cuatro años. Algunos de los nombres más importantes del capitalismo estadounidense —Microsoft, Gap, Hewlett Packard, Polaroid, Burger King— fueron iniciados por jóvenes inconformes en medio de una recesión.
La enajenación no es en absoluto un monopolio de las sociedades libres: el alcoholismo alcanzó proporciones astronómicas en la Unión Soviética. Pero las sociedades libres ponen a nuestra disposición todo tipo de posibilidades para convertir lo que se sentimos ajeno en algo más íntimo y cargado de significado. Qué irónico que ahora un joven pueda leer obras maestras sobre la enajenación adolescente como “El guardián entre el centeno” en una tablilla iPad, monumento a la liberación juvenil.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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