El 9 de enero pasado el presidente Obama declaró que “no hay desacuerdo en que necesitamos acción por parte del Gobierno: (por ejemplo) un plan de recuperación que ayude a relanzar la economía”.
Se equivocaba: pocos días después, consultados por el Cato Institute, unos 200 economistas de las mejores universidades del país le respondían por medio de una página publicada en The New York Times y en Wall Street Journal: “Con todo respeto, Señor Presidente, eso no es verdad”. Y luego expresaban brevemente sus razones: el aumento del gasto público en los años treinta no liquidó la Gran Depresión ni contribuyó a solucionar la crisis de Japón en los noventa. Retomar esa estrategia era el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. ¿Cuál era el camino correcto para salir de la crisis? Sin duda, opinaban, la mejor política fiscal para revitalizar el crecimiento de la economía consistía en reducir los impuestos y el peso del gobierno e iniciar reformas que eliminen los impedimentos al trabajo, al ahorro, a la inversión y a la producción.
Entre los firmantes había tres Premio Nobel: James Buchanan (1986), el viejo sabio que puso en marcha la teoría de la elección pública (Public Choice) y demostró con ella cómo las decisiones de los burócratas y de los políticos se toman por las mismas egoístas razones que mueven a los empresarios, lo que excluye la fantasía de que actúan en procura del bien común, desmintiendo de paso la superstición de que el Estado asigna los recursos con más eficacia o justicia que el mercado; Vernon L. Smith (2002), experto en la formulación de experimentos que comprueban los fallos del mercado; y Edward C. Prescott (2004), especialista precisamente en ciclos económicos, el que más nos interesa de los tres a los efectos de este artículo: uno de los críticos más certeros del keynesianismo y de su hipótesis de que la inflación y el desempleo funcionaban de manera inversa. La década de los setenta había demostrado que era posible padecer altas tasas de inflación y desempleo simultáneamente. Además, se había confirmado en Japón que el copioso aumento de la masa de dinero circulante y la bajada dramática de los tipos de interés tampoco revitalizaban la economía.
¿En qué se había equivocado John Maynard Keynes, el más prestigioso economista del siglo XX? Eso lo explicó otro gigante, Robert Lucas, también Premio Nobel (1995), quien descubrió que el simple manejo de la información cambiaba las “expectativas racionales” de las personas y la conducta de cada una de ellas, obstaculizando los objetivos que el Estado quería alcanzar. No era cierto que la política monetaria podía solucionar las crisis: probablemente las acentuaba. Tan pronto los ciudadanos tenían noticia de lo que se proponía hacer el gobierno, cambiaban su estrategia para adaptarse a la nueva circunstancia.
Un magnífico ejemplo de lo que llaman la “crítica de Lucas” es lo que está sucediendo en el mercado de bienes raíces de Estados Unidos. Ante la ola de hipotecas impagadas, el Gobierno federal decidió inyectarles dinero a los bancos y prometió formas de ayuda a los morosos para que no perdieran sus casas y se mantuviera el valor de la propiedad. ¿Resultado? Al margen de que entre las funciones del Estado no está mantener alto el costo de las viviendas, los consumidores se paralizaron hasta conocer el alcance de esas medidas, provocando un descenso más acelerado del precio de la propiedad por falta de compradores, multiplicando el número de personas a las que les resulta mucho más rentable perder una propiedad subvaluada y trasladarse a una vivienda alquilada que hacerle frente a una hipoteca ruinosa. Es el Estado, con su intervención de ogro filantrópico, el que no deja que los precios se estabilicen e impide que oferta y demanda se encuentren de manera natural.
Quienes hoy reivindican a Keynes con un celo ideológico absurdo, olvidan que las recetas de este economista inglés (un hombre, dicho sea de paso, empeñado en salvar al capitalismo de los horrores del colectivismo marxista) no fueron desacreditadas por académicos o políticos intelectualmente hostiles, como pudo ser Friedrich von Hayek, a quien no le hicieron mucho caso, sino por la terca realidad. Durante cuatro décadas el mundo experimentó con sus teorías, y el resultado fue el de estados sobredimensionados y castigados por la inflación, en los que la falta de eficacia y el dispendio crecían en la medida en que lo hacían el excesivo gasto público y la burocracia, hasta que comenzó la tarea de devolverle a la sociedad civil el vigor y el papel robados por los gobiernos.
¿Cuándo terminará la crisis? Los economistas más pesimistas comienzan a pensar en 10 ó 15 años. Hablan de un “largo plazo”. Sólo que, como dijo el propio Keynes en un tono entre macabro y humorístico, “a largo plazo todos estaremos muertos”. O no tan largo.
Obama y el camino equivocado
El 9 de enero pasado el presidente Obama declaró que “no hay desacuerdo en que necesitamos acción por parte del Gobierno: (por ejemplo) un plan de recuperación que ayude a relanzar la economía”.
Se equivocaba: pocos días después, consultados por el Cato Institute, unos 200 economistas de las mejores universidades del país le respondían por medio de una página publicada en The New York Times y en Wall Street Journal: “Con todo respeto, Señor Presidente, eso no es verdad”. Y luego expresaban brevemente sus razones: el aumento del gasto público en los años treinta no liquidó la Gran Depresión ni contribuyó a solucionar la crisis de Japón en los noventa. Retomar esa estrategia era el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. ¿Cuál era el camino correcto para salir de la crisis? Sin duda, opinaban, la mejor política fiscal para revitalizar el crecimiento de la economía consistía en reducir los impuestos y el peso del gobierno e iniciar reformas que eliminen los impedimentos al trabajo, al ahorro, a la inversión y a la producción.
Entre los firmantes había tres Premio Nobel: James Buchanan (1986), el viejo sabio que puso en marcha la teoría de la elección pública (Public Choice) y demostró con ella cómo las decisiones de los burócratas y de los políticos se toman por las mismas egoístas razones que mueven a los empresarios, lo que excluye la fantasía de que actúan en procura del bien común, desmintiendo de paso la superstición de que el Estado asigna los recursos con más eficacia o justicia que el mercado; Vernon L. Smith (2002), experto en la formulación de experimentos que comprueban los fallos del mercado; y Edward C. Prescott (2004), especialista precisamente en ciclos económicos, el que más nos interesa de los tres a los efectos de este artículo: uno de los críticos más certeros del keynesianismo y de su hipótesis de que la inflación y el desempleo funcionaban de manera inversa. La década de los setenta había demostrado que era posible padecer altas tasas de inflación y desempleo simultáneamente. Además, se había confirmado en Japón que el copioso aumento de la masa de dinero circulante y la bajada dramática de los tipos de interés tampoco revitalizaban la economía.
¿En qué se había equivocado John Maynard Keynes, el más prestigioso economista del siglo XX? Eso lo explicó otro gigante, Robert Lucas, también Premio Nobel (1995), quien descubrió que el simple manejo de la información cambiaba las “expectativas racionales” de las personas y la conducta de cada una de ellas, obstaculizando los objetivos que el Estado quería alcanzar. No era cierto que la política monetaria podía solucionar las crisis: probablemente las acentuaba. Tan pronto los ciudadanos tenían noticia de lo que se proponía hacer el gobierno, cambiaban su estrategia para adaptarse a la nueva circunstancia.
Un magnífico ejemplo de lo que llaman la “crítica de Lucas” es lo que está sucediendo en el mercado de bienes raíces de Estados Unidos. Ante la ola de hipotecas impagadas, el Gobierno federal decidió inyectarles dinero a los bancos y prometió formas de ayuda a los morosos para que no perdieran sus casas y se mantuviera el valor de la propiedad. ¿Resultado? Al margen de que entre las funciones del Estado no está mantener alto el costo de las viviendas, los consumidores se paralizaron hasta conocer el alcance de esas medidas, provocando un descenso más acelerado del precio de la propiedad por falta de compradores, multiplicando el número de personas a las que les resulta mucho más rentable perder una propiedad subvaluada y trasladarse a una vivienda alquilada que hacerle frente a una hipoteca ruinosa. Es el Estado, con su intervención de ogro filantrópico, el que no deja que los precios se estabilicen e impide que oferta y demanda se encuentren de manera natural.
Quienes hoy reivindican a Keynes con un celo ideológico absurdo, olvidan que las recetas de este economista inglés (un hombre, dicho sea de paso, empeñado en salvar al capitalismo de los horrores del colectivismo marxista) no fueron desacreditadas por académicos o políticos intelectualmente hostiles, como pudo ser Friedrich von Hayek, a quien no le hicieron mucho caso, sino por la terca realidad. Durante cuatro décadas el mundo experimentó con sus teorías, y el resultado fue el de estados sobredimensionados y castigados por la inflación, en los que la falta de eficacia y el dispendio crecían en la medida en que lo hacían el excesivo gasto público y la burocracia, hasta que comenzó la tarea de devolverle a la sociedad civil el vigor y el papel robados por los gobiernos.
¿Cuándo terminará la crisis? Los economistas más pesimistas comienzan a pensar en 10 ó 15 años. Hablan de un “largo plazo”. Sólo que, como dijo el propio Keynes en un tono entre macabro y humorístico, “a largo plazo todos estaremos muertos”. O no tan largo.
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