Escribiendo en el Wall Street Journal el 24 de diciembre de 2008, Martin Feldstein nos ofrece un artículo intitulado “Defense Spending Would Be Great Stimulus” (“El gasto en defensa sería un gran estímulo”) El título le dice todo lo que usted precisa saber: el keynesianismo militar es la medicina que está siendo recetada por una relevante figura del “establishment” político y económico—profesor de Harvard, ex director del Consejo de Asesores Económicos, ex presidente de la American Economic Association, presidente emérito del National Bureau of Economic Research y miembro de la Junta Asesora de Inteligencia Exterior del Presidente. Que un hombre tan empapado en honores y logros profesionales estuviese pregonando una charlatanería tan largamente desacreditada dice mucho acerca del estado del pensamiento mayoritario en economía. Cuando usted cree que no puede hundirse aún más, lo hace.
Feldstein opina que “contrarrestar un profunda recesión económica exige un incremento en el gasto gubernamental para compensar el descenso sostenido en los gastos de los consumidores y la inversión empresarial que actualmente se encuentra deprimida. Sin ese aumento del gasto gubernamental, la depresión económica será más profunda y más prolongada”. Esta declaración encapsula la esencia del keynesianismo más vulgar. Parecería que Feldstein, como prácticamente todo otro león de la profesión económica de la corriente mayoritaria, no se percató de que ante la misma prueba empírica estándar, a la que la profesión considera sacrosanta, esta teoría fue refutada de manera decisiva por los acontecimientos de 1945–47 —o tal vez los mayoritarios consideren que después de que su modelo había demostrado, tal como lo observan, tan bellamente su temple en el repunte de 1940 a 1945, su fracaso abismal para predecir desde 1945 a 1947 no debe ser tomado seriamente.
Como si esta ceguera no fuese suficiente, se torna peor, debido a que el economista ciego no solamente propone emplear vulgares medidas keynesianas para frenar a la actual recesión, sino que también propone que el ciego guíe al ciego por el peor sendero posible: no simplemente incrementar el gasto gubernamental en general; sino incrementar el gasto gubernamental militar y otros ostensibles desembolsos en la seguridad nacional en particular. “Un incremento pasajero en el gasto del Departamento de Defensa en provisiones, equipamiento y personal debería ser una parte significativa del aumento {de la administración Obama} en los gastos del gobierno en general. Los mismo se aplica al Departamento de Seguridad Interior, al FBI y a otras áreas de la comunidad de inteligencia nacional”. Feldstein pronostica la creación de unos 300.000 empleos como resultado de arrojar desordenadamente dinero para aumentos del personal militar, entrenamiento, equipamiento y la adquisición de ítems importantes tales como aviones de combate, aeronaves de transporte y navíos de combate.
Así, “un aumento sustancial en el corto plazo en el gasto en defensa e inteligencia estimularía tanto a nuestra economía como fortalecería a la seguridad de nuestra nación”. Feldstein habla como si las fuerzas armadas estadounidenses fueran actualmente algo agonizante y agotado, que desesperadamente precisa una reparación, reposición, ampliación y modernización esencial, a pesar de que ninguna nación sobre la tierra se acerca siquiera a plantear un desafío militar serio para los Estados Unidos y que las harapientas pandillas de islamistas fanáticos en las cuevas de Paquistán y en los oscuros callejones de las grandes ciudades de Europa y Asia implican, a lo sumo, un problema policial, no una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos. Parece no apreciar que el gobierno ya se encuentra gastando más de un billón de dólares (trillones en inglés) al año en proyectos relacionados con las fuerzas armadas.
El artículo de Feldstein nos recuerda que las elites que gobiernan este país tienen un elevado umbral para el bochorno. Descaradamente ofrecerán cualquier disculpa al aparato intelectual para justificar el arrebato del dinero de los contribuyentes y canalizarlo hacia los privilegiados contratistas corporativos y la horda de zánganos en la nómina salarial del gobierno. No obstante todo lo intelectualmente despreciable que el keynesianismo militar pueda ser, tiene probados antecedentes de llevar al “establishment” a donde desea ir.
Durante décadas, los secretarios de defensa ayudaron a justificar sus pedidos de gigantescos presupuestos al sostener que niveles elevados de gasto militar serían “buenos para la economía” y que el gasto militar reducido causaría recesión. Tan común se ha vuelto este argumento que los críticos marxistas le han dado el apropiado nombre de keynesianismo militar. Tanto de derechas como de izquierdas, la gente creyó que el enorme gasto militar apuntaló a una economía que, en ausencia de este apoyo, colapsaría en la depresión. Dicha creencia desempeñó un importante papel en el proceso político que direccionó alrededor de $15 billones (en dólares de hoy) hacia el gasto militar de la Guerra Fría entre 1948 y 1990. El argumento no desapareció ni siquiera después de que la Unión Soviética con poco espíritu deportivo abandonó el campo de juego.
El keynesianismo militar cuenta con una dosis suficiente de plausibilidad la cual generó un apoyo sustancial en ciertos ámbitos aún antes de que la Teoría General de Keynes le diera una aparente respetabilidad intelectual. En su libro de 1944 As We Go Marching, John T. Flynn destacaba como un hecho “esta devoción de los elementos conservadores por la pujanza militar”, y enfatizaba que “el militarismo es uno de los grandes y glamorosos proyectos de obras públicas con el cual una variedad de elementos en la comunidad puedan llegar a ponerse de acuerdo”. Entendía, sin embargo, que el gasto en obras públicas militares tenía consecuencias aún más graves que la ordinaria construcción de pirámides keynesiana. “Inevitablemente, al habernos rendido al militarismo como un mecanismo económico, haremos lo que otros países han hecho: mantendremos vivos los temores de nuestro pueblo de las ambiciones agresivas de otros países y nos embarcaremos en nuestra propias empresas imperialistas”. Flynn merece una alta calificación como profeta.
La economía keynesiana descansa en la presunción de que el gasto gubernamental, ya sea para municiones u otros bienes, crea un aditamento a la demanda agregada de la economía y de ese modo trae empleos y otros recursos que de otra forma hubiesen permanecido ociosos. La economía recibe no solamente la producción adicional ocasionada por la utilización de estos recursos, sino inclusive más resultados a través de un “efecto multiplicador”. De allí viene la afirmación keynesiana de que incluso el gasto del gobierno en contratar gente para cavar hoyos en la tierra y que los tape nuevamente tiene efectos benéficos: aún cuando los excavadores no creen nada de valor, el efecto multiplicador entra en acción a medida que gastan sus ingresos en bienes recién producidos por otros.
Dicha teorización jamás enfrentó con sinceridad a la razón subyacente para la ociosidad inicial del trabajo y otros recursos. Si los trabajadores desean trabajar pero no pueden hallar a ningún empleador deseoso de contratarlos, es debido a que no están deseando trabajar a un nivel salarial que haga que su contratación valga la pena para el empleador. El desempleo aparece cuando el nivel salarial es demasiado alto como para “limpiar el mercado”. Los keynesianos pergeñaron bizarras razones—demandas salariales inflexibles a la baja, una “trampa de liquidez”—para explicar porque el Mercado laboral no se estaba ajustando durante la Gran Depresión y luego siguieron aceptando dicho razonamiento mucho después de que la depresión se había esfumado en la historia. Pero cuando los mercados laborales no se han “limpiado”, ya sea durante la década del 30 o en otras ocasiones, las causas pueden ser encontradas por lo general en las políticas gubernamentales—tales como la Ley para la Recuperación de la Industria Nacional de 1933, la Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935 y la Ley de los Estándares Laborales Justos de 1938, entre muchas otras—que obstruyen el normal funcionamiento del mercado laboral.
Así, las políticas gubernamentales generaron un alto y sostenido desempleo, y los keynesianos culparon al mercado. Luego le concedieron el mérito a los déficits gubernamentales durante las épocas de guerra por sacar a la economía de la Gran Depresión y elogiaron al gasto militar continuo por evitar otro colapso económico. De este modo, la economía sana fue reemplazada por ideas económicas agradables a los políticos derrochadores, los contratistas militares, los sindicatos y los economistas de izquierdas—y eventualmente incluso a economistas supuestamente conservadores, tales como Martin Feldstein.
Cuanto mejor habría sido si la sapiencia de Ludwig von Mises hubiese sido tomada en serio. En Nación, Estado y Economía (1919), Mises escribió: “La prosperidad de la guerra es como la prosperidad que trae un terremoto o una plaga”. La analogía era válida en la Primera Guerra Mundial, en la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. Sigue siendo válida hoy día. Contrariamente a las aseveraciones de los economistas keynesianos, el gasto gubernamental deficitario no genera nada del aire; ciertamente tendrá costos de oportunidad. Cuando el gasto del gobierno se dirige a mantener un hinchado aparato militar-industrial-imperial, los costos de oportunidad son incluso mayores, porque incluyen a las vidas y libertades, así como también a los habituales sacrificios económicos.
Traducido por Gabriel Gasave
¿El keynesianismo militar al rescate?
Escribiendo en el Wall Street Journal el 24 de diciembre de 2008, Martin Feldstein nos ofrece un artículo intitulado “Defense Spending Would Be Great Stimulus” (“El gasto en defensa sería un gran estímulo”) El título le dice todo lo que usted precisa saber: el keynesianismo militar es la medicina que está siendo recetada por una relevante figura del “establishment” político y económico—profesor de Harvard, ex director del Consejo de Asesores Económicos, ex presidente de la American Economic Association, presidente emérito del National Bureau of Economic Research y miembro de la Junta Asesora de Inteligencia Exterior del Presidente. Que un hombre tan empapado en honores y logros profesionales estuviese pregonando una charlatanería tan largamente desacreditada dice mucho acerca del estado del pensamiento mayoritario en economía. Cuando usted cree que no puede hundirse aún más, lo hace.
Feldstein opina que “contrarrestar un profunda recesión económica exige un incremento en el gasto gubernamental para compensar el descenso sostenido en los gastos de los consumidores y la inversión empresarial que actualmente se encuentra deprimida. Sin ese aumento del gasto gubernamental, la depresión económica será más profunda y más prolongada”. Esta declaración encapsula la esencia del keynesianismo más vulgar. Parecería que Feldstein, como prácticamente todo otro león de la profesión económica de la corriente mayoritaria, no se percató de que ante la misma prueba empírica estándar, a la que la profesión considera sacrosanta, esta teoría fue refutada de manera decisiva por los acontecimientos de 1945–47 —o tal vez los mayoritarios consideren que después de que su modelo había demostrado, tal como lo observan, tan bellamente su temple en el repunte de 1940 a 1945, su fracaso abismal para predecir desde 1945 a 1947 no debe ser tomado seriamente.
Como si esta ceguera no fuese suficiente, se torna peor, debido a que el economista ciego no solamente propone emplear vulgares medidas keynesianas para frenar a la actual recesión, sino que también propone que el ciego guíe al ciego por el peor sendero posible: no simplemente incrementar el gasto gubernamental en general; sino incrementar el gasto gubernamental militar y otros ostensibles desembolsos en la seguridad nacional en particular. “Un incremento pasajero en el gasto del Departamento de Defensa en provisiones, equipamiento y personal debería ser una parte significativa del aumento {de la administración Obama} en los gastos del gobierno en general. Los mismo se aplica al Departamento de Seguridad Interior, al FBI y a otras áreas de la comunidad de inteligencia nacional”. Feldstein pronostica la creación de unos 300.000 empleos como resultado de arrojar desordenadamente dinero para aumentos del personal militar, entrenamiento, equipamiento y la adquisición de ítems importantes tales como aviones de combate, aeronaves de transporte y navíos de combate.
Así, “un aumento sustancial en el corto plazo en el gasto en defensa e inteligencia estimularía tanto a nuestra economía como fortalecería a la seguridad de nuestra nación”. Feldstein habla como si las fuerzas armadas estadounidenses fueran actualmente algo agonizante y agotado, que desesperadamente precisa una reparación, reposición, ampliación y modernización esencial, a pesar de que ninguna nación sobre la tierra se acerca siquiera a plantear un desafío militar serio para los Estados Unidos y que las harapientas pandillas de islamistas fanáticos en las cuevas de Paquistán y en los oscuros callejones de las grandes ciudades de Europa y Asia implican, a lo sumo, un problema policial, no una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos. Parece no apreciar que el gobierno ya se encuentra gastando más de un billón de dólares (trillones en inglés) al año en proyectos relacionados con las fuerzas armadas.
El artículo de Feldstein nos recuerda que las elites que gobiernan este país tienen un elevado umbral para el bochorno. Descaradamente ofrecerán cualquier disculpa al aparato intelectual para justificar el arrebato del dinero de los contribuyentes y canalizarlo hacia los privilegiados contratistas corporativos y la horda de zánganos en la nómina salarial del gobierno. No obstante todo lo intelectualmente despreciable que el keynesianismo militar pueda ser, tiene probados antecedentes de llevar al “establishment” a donde desea ir.
Durante décadas, los secretarios de defensa ayudaron a justificar sus pedidos de gigantescos presupuestos al sostener que niveles elevados de gasto militar serían “buenos para la economía” y que el gasto militar reducido causaría recesión. Tan común se ha vuelto este argumento que los críticos marxistas le han dado el apropiado nombre de keynesianismo militar. Tanto de derechas como de izquierdas, la gente creyó que el enorme gasto militar apuntaló a una economía que, en ausencia de este apoyo, colapsaría en la depresión. Dicha creencia desempeñó un importante papel en el proceso político que direccionó alrededor de $15 billones (en dólares de hoy) hacia el gasto militar de la Guerra Fría entre 1948 y 1990. El argumento no desapareció ni siquiera después de que la Unión Soviética con poco espíritu deportivo abandonó el campo de juego.
El keynesianismo militar cuenta con una dosis suficiente de plausibilidad la cual generó un apoyo sustancial en ciertos ámbitos aún antes de que la Teoría General de Keynes le diera una aparente respetabilidad intelectual. En su libro de 1944 As We Go Marching, John T. Flynn destacaba como un hecho “esta devoción de los elementos conservadores por la pujanza militar”, y enfatizaba que “el militarismo es uno de los grandes y glamorosos proyectos de obras públicas con el cual una variedad de elementos en la comunidad puedan llegar a ponerse de acuerdo”. Entendía, sin embargo, que el gasto en obras públicas militares tenía consecuencias aún más graves que la ordinaria construcción de pirámides keynesiana. “Inevitablemente, al habernos rendido al militarismo como un mecanismo económico, haremos lo que otros países han hecho: mantendremos vivos los temores de nuestro pueblo de las ambiciones agresivas de otros países y nos embarcaremos en nuestra propias empresas imperialistas”. Flynn merece una alta calificación como profeta.
La economía keynesiana descansa en la presunción de que el gasto gubernamental, ya sea para municiones u otros bienes, crea un aditamento a la demanda agregada de la economía y de ese modo trae empleos y otros recursos que de otra forma hubiesen permanecido ociosos. La economía recibe no solamente la producción adicional ocasionada por la utilización de estos recursos, sino inclusive más resultados a través de un “efecto multiplicador”. De allí viene la afirmación keynesiana de que incluso el gasto del gobierno en contratar gente para cavar hoyos en la tierra y que los tape nuevamente tiene efectos benéficos: aún cuando los excavadores no creen nada de valor, el efecto multiplicador entra en acción a medida que gastan sus ingresos en bienes recién producidos por otros.
Dicha teorización jamás enfrentó con sinceridad a la razón subyacente para la ociosidad inicial del trabajo y otros recursos. Si los trabajadores desean trabajar pero no pueden hallar a ningún empleador deseoso de contratarlos, es debido a que no están deseando trabajar a un nivel salarial que haga que su contratación valga la pena para el empleador. El desempleo aparece cuando el nivel salarial es demasiado alto como para “limpiar el mercado”. Los keynesianos pergeñaron bizarras razones—demandas salariales inflexibles a la baja, una “trampa de liquidez”—para explicar porque el Mercado laboral no se estaba ajustando durante la Gran Depresión y luego siguieron aceptando dicho razonamiento mucho después de que la depresión se había esfumado en la historia. Pero cuando los mercados laborales no se han “limpiado”, ya sea durante la década del 30 o en otras ocasiones, las causas pueden ser encontradas por lo general en las políticas gubernamentales—tales como la Ley para la Recuperación de la Industria Nacional de 1933, la Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935 y la Ley de los Estándares Laborales Justos de 1938, entre muchas otras—que obstruyen el normal funcionamiento del mercado laboral.
Así, las políticas gubernamentales generaron un alto y sostenido desempleo, y los keynesianos culparon al mercado. Luego le concedieron el mérito a los déficits gubernamentales durante las épocas de guerra por sacar a la economía de la Gran Depresión y elogiaron al gasto militar continuo por evitar otro colapso económico. De este modo, la economía sana fue reemplazada por ideas económicas agradables a los políticos derrochadores, los contratistas militares, los sindicatos y los economistas de izquierdas—y eventualmente incluso a economistas supuestamente conservadores, tales como Martin Feldstein.
Cuanto mejor habría sido si la sapiencia de Ludwig von Mises hubiese sido tomada en serio. En Nación, Estado y Economía (1919), Mises escribió: “La prosperidad de la guerra es como la prosperidad que trae un terremoto o una plaga”. La analogía era válida en la Primera Guerra Mundial, en la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. Sigue siendo válida hoy día. Contrariamente a las aseveraciones de los economistas keynesianos, el gasto gubernamental deficitario no genera nada del aire; ciertamente tendrá costos de oportunidad. Cuando el gasto del gobierno se dirige a mantener un hinchado aparato militar-industrial-imperial, los costos de oportunidad son incluso mayores, porque incluyen a las vidas y libertades, así como también a los habituales sacrificios económicos.
Traducido por Gabriel Gasave
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