Washington, DC—Cuando ambas partes tienen razón en una guerra, la cosa es complicada: ¿a quién ayudar, culpar o castigar? Ese es, exactamente, el caso del Congo, donde el grupo insurgente liderado por Laurent Nkunda y respaldado por Ruanda se enfrenta a una combinación de tropas del ejército y exiliados hutus agrupados en la milicia FDLR.
En las últimas semanas, la ofensiva expansionista de Nkunda en la provincia de Kivu del Norte, en el este del Congo, ha expulsado de sus hogares a 250.000 civiles mientras los efectivos del ejército huían, saqueando, violando y disparando contra todo lo que encontraban a su paso. La misión de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz, la mayor del mundo, ha dedicado su energía a sobrevivir en medio de la furia popular. Reducido a la impotencia, el enviado especial de la ONU, el ex presidente nigeriano Olusegun Obasanjo, ha tratado de aplacar a Nkunda con elogios públicos que deben haber escarapelado a la aterrorizada población del este del Congo……en el improbable caso de que sus palabras hallan llegado tan lejos en ese país pésimamente comunicado.
El líder rebelde, un congoleño veterano del Frente Patriótico Ruandés controlado por los tutsis que derrocaron al gobierno hutu de Ruanda tras décadas de dominación, sostiene que está protegiendo a la minoría tutsi amenazada por los hutus que ingresaron al oriente del Congo después de su derrota. Tiene algo de razón. El FDLR, responsable del genocidio de unos 800.000 tutsis ruandeses a mediados de los años 90, opera con asombrosa facilidad en la región oriental del Congo. Todo indica que el gobierno congoleño de Joseph Kabila está utilizándolos como defensa contra una potencial invasión ruandesa (Ruanda invadió el Congo dos veces en el pasado).
Kabila, por su parte, acusa a Nkunda de ser un pelele del gobierno de Ruanda y de usar a la minoría tutsi como coartada para saquear los vastos recursos naturales del este del Congo y ocupar espacios de poder. También tiene algo de razón. La influencia de Ruanda sobre Nkunda es obvia: los únicos ceses del fuego que Nkunda ha aceptado han sido los solicitados por el presidente ruandés Paul Kagame. Y el rebelde ha sido acusado de perpetrar atrocidades por los mismos grupos que denunciaron la hecatombe de los tutsis en la década del 90.
El conflicto pone en evidencia el fracaso de dos transiciones democráticas que contaron con el respaldo de Occidente en el Africa: las del Congo y Ruanda.
Después de una guerra civil que duró cinco años, el Congo adoptó una nueva constitución, celebró elecciones y convirtió a Laurent Kabila, el heredero de la victoriosa rebelión de su padre contra la dictadura de Mobutu, en el Presidente legítimo. Pero su tolerancia de los milicianos hutus en el este y su incapacidad para generar orden y frenar la corrupción han llevado al Congo al borde de otra guerra civil.
Ruanda, por su parte, parecía haberse recuperado con éxito del genocidio. La paz, un gobierno estable apoyado por todas las democracias desarrolladas con excepción de Francia y cierta mejora económica parecían ser las señales del renacimiento del país. Y sin embargo el gobierno tutsi de Ruanda no puede eludir la culpa en el descalabro del oriente del Congo. La renuencia del Presidente Kagame a permitir a los hutus participar en la vida política y civil de su nación así como el apoyo que brinda a Nkunda han contribuido a la catástrofe de las últimas semanas en el Congo.
Los tutsis tienen buenas razones para desconfiar de los extremistas hutus. Pero la población hutu —la mayoría del país— no puede ser considerada responsable colectiva de las acciones del gobierno genocida de los años 90, ni es su exclusión compatible con los objetivos de la transición política. Los propios hutus, podríamos recordar, fueron alguna vez explotados por la minoría tutsi con el apoyo de Bélgica, el amo colonial.
Estamos frente a una clásica tragedia africana. En la guerra del Congo, no hay ángeles. Ambos bandos son profundamente responsables de este gradual descenso al abismo del que hace un par de años el Congo parecía estar saliendo. Y la comunidad internacional, que hizo la vista gorda ante la cínica tolerancia por parte de Kabila de los extremistas hutus en el este del Congo y bañó al gobierno ruandés en respeto internacional mientras encendía la mecha en el vecino país, tiene poco honor en este conflicto.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
El Congo: muerte sin ángeles
Washington, DC—Cuando ambas partes tienen razón en una guerra, la cosa es complicada: ¿a quién ayudar, culpar o castigar? Ese es, exactamente, el caso del Congo, donde el grupo insurgente liderado por Laurent Nkunda y respaldado por Ruanda se enfrenta a una combinación de tropas del ejército y exiliados hutus agrupados en la milicia FDLR.
En las últimas semanas, la ofensiva expansionista de Nkunda en la provincia de Kivu del Norte, en el este del Congo, ha expulsado de sus hogares a 250.000 civiles mientras los efectivos del ejército huían, saqueando, violando y disparando contra todo lo que encontraban a su paso. La misión de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz, la mayor del mundo, ha dedicado su energía a sobrevivir en medio de la furia popular. Reducido a la impotencia, el enviado especial de la ONU, el ex presidente nigeriano Olusegun Obasanjo, ha tratado de aplacar a Nkunda con elogios públicos que deben haber escarapelado a la aterrorizada población del este del Congo……en el improbable caso de que sus palabras hallan llegado tan lejos en ese país pésimamente comunicado.
El líder rebelde, un congoleño veterano del Frente Patriótico Ruandés controlado por los tutsis que derrocaron al gobierno hutu de Ruanda tras décadas de dominación, sostiene que está protegiendo a la minoría tutsi amenazada por los hutus que ingresaron al oriente del Congo después de su derrota. Tiene algo de razón. El FDLR, responsable del genocidio de unos 800.000 tutsis ruandeses a mediados de los años 90, opera con asombrosa facilidad en la región oriental del Congo. Todo indica que el gobierno congoleño de Joseph Kabila está utilizándolos como defensa contra una potencial invasión ruandesa (Ruanda invadió el Congo dos veces en el pasado).
Kabila, por su parte, acusa a Nkunda de ser un pelele del gobierno de Ruanda y de usar a la minoría tutsi como coartada para saquear los vastos recursos naturales del este del Congo y ocupar espacios de poder. También tiene algo de razón. La influencia de Ruanda sobre Nkunda es obvia: los únicos ceses del fuego que Nkunda ha aceptado han sido los solicitados por el presidente ruandés Paul Kagame. Y el rebelde ha sido acusado de perpetrar atrocidades por los mismos grupos que denunciaron la hecatombe de los tutsis en la década del 90.
El conflicto pone en evidencia el fracaso de dos transiciones democráticas que contaron con el respaldo de Occidente en el Africa: las del Congo y Ruanda.
Después de una guerra civil que duró cinco años, el Congo adoptó una nueva constitución, celebró elecciones y convirtió a Laurent Kabila, el heredero de la victoriosa rebelión de su padre contra la dictadura de Mobutu, en el Presidente legítimo. Pero su tolerancia de los milicianos hutus en el este y su incapacidad para generar orden y frenar la corrupción han llevado al Congo al borde de otra guerra civil.
Ruanda, por su parte, parecía haberse recuperado con éxito del genocidio. La paz, un gobierno estable apoyado por todas las democracias desarrolladas con excepción de Francia y cierta mejora económica parecían ser las señales del renacimiento del país. Y sin embargo el gobierno tutsi de Ruanda no puede eludir la culpa en el descalabro del oriente del Congo. La renuencia del Presidente Kagame a permitir a los hutus participar en la vida política y civil de su nación así como el apoyo que brinda a Nkunda han contribuido a la catástrofe de las últimas semanas en el Congo.
Los tutsis tienen buenas razones para desconfiar de los extremistas hutus. Pero la población hutu —la mayoría del país— no puede ser considerada responsable colectiva de las acciones del gobierno genocida de los años 90, ni es su exclusión compatible con los objetivos de la transición política. Los propios hutus, podríamos recordar, fueron alguna vez explotados por la minoría tutsi con el apoyo de Bélgica, el amo colonial.
Estamos frente a una clásica tragedia africana. En la guerra del Congo, no hay ángeles. Ambos bandos son profundamente responsables de este gradual descenso al abismo del que hace un par de años el Congo parecía estar saliendo. Y la comunidad internacional, que hizo la vista gorda ante la cínica tolerancia por parte de Kabila de los extremistas hutus en el este del Congo y bañó al gobierno ruandés en respeto internacional mientras encendía la mecha en el vecino país, tiene poco honor en este conflicto.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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