Washington, DC—Empieza a gestarse una rebelión entre los conservadores estadounidenses, muchos de ellos influyentes comentaristas que están denunciando la usurpación del Partido Republicano por una mezcla de populistas anti-intelectuales y extremistas políticos.
El novelista Christopher Buckley, hijo del fundador del conservadurismo moderno en los Estados Unidos, ha anunciado su respaldo a Barack Obama. Las columnistas Kathleen Parker y Peggy Noonan han cuestionado el criterio de John McCain al escoger a Sarah Palin como compañera de fórmula. El escritor David Brooks ha lanzado una jeremiada contra la deriva anti-intelectual de los republicanos.
Y lo que es aun más significativo: todos ellos condenan lo que perciben como una traición a los principios conservadores. Buckley lo explicó de manera sucinta al escribir que el gobierno de George Bush ha llevado a los Estados Unidos a “la duplicación de la deuda nacional, la ruinosa expansión de los programas de asistencia social, la construcción de puentes que no llevan a ninguna parte, personajes como Jack Abramoff y una guerra injustificada y librada, conducida por políticos de asombrosa arrogancia”. Brooks considera que el problema no se agota en la era Bush y señala que “el conservadurismo moderno comenzó como un movimiento de disidentes intelectuales” contra la dominación izquierdista del mundo académico, pero “lo que había sido un desdén por los intelectuales de izquierda se convirtió en un desdén por la clases educadas a secas”. Parker es todavía más contundente: “La derecha bien alimentada cultiva en la actualidad la ignorancia como estrategia política…años de complacer al ala extremista… han creado un partido que ya no está atento a sus principios”.
No sabemos si estos síntomas de disenso desembocarán en una rebelión general contra el “establishment” republicano. Mucho dependerá del resultado de las elecciones presidenciales. Si McCain y Palin pierden, las probabilidades de una insurgencia dentro del propio partido no son pocas.
Seamos claros: el Partido Republicano se ha desviado del conservadurismo como lo entienden quienes consideran a Edmund Burke el fundador de la idea conservadora, a William F. Buckley el partero intelectual del conservadurismo estadounidense moderno y a Barry Goldwater el pedernal que encendió la chispa de un vasto movimiento político en favor del Estado pequeño en los Estados Unidos.
Esta desviación se expresa de distintas maneras. Primero, en la confusión entre el populismo jeffersoniano —una saludable desconfianza del poder económico aliado con el poder político— y un populismo clasista, que es el que los dirigentes republicanos promueven cuando desprecian la cultura de las elites costeras y de las grandes ciudades. Segundo, en la contradicción entre una política de bajos impuestos y bajo gasto público y una política exterior intervencionista que por definición es costosa, como todos los imperios en la historia de la humanidad descubrieron final y dolorosamente. Por último, en el puritanismo moderno, que comenzó, acaso comprensiblemente, como una reacción contra los excesos culturales de los años 60 pero derivó en lo que H.L. Mencken describió décadas antes como algo “basado en el odio del hombre inferior hacia el hombre que la está pasando mejor”.
Estas desviaciones fundamentales del conservadurismo cristalizaron en la Administración Bush. El resultado fue el mayor crecimiento del Estado desde Lyndon Jonson, una pérdida del prestigio internacional y, en términos puramente políticos, la enajenación de millones de personas que podrían haber sido atraídas por el Partido Republicano si hubiera preservado sus raíces libertarias al abordar cuestiones morales. De este modo, el partido que se define como campeón de la libertad individual ha empezado a ser visto por muchos en los Estados Unidos y alrededor del mundo como un grupo de intereses especiales conducido por una facción sin principios.
Que muchos conservadores finalmente hayan decidido expresarse es alentador. Que estén siendo vilipendiados es incluso más alentador: por algo será. Después de los comicios, los conservadores tendrán que hacer un serio análisis de conciencia y formularse algunas preguntas sencillas: ¿por qué dejaron que su movimiento y su partido fuesen secuestrados por gente empecinada en desfigurar el rostro del conservadurismo estadounidense? ¿Cómo fue posible que el autoproclamado partido de la libertad individual se convirtiese, a ojos de muchos, en el partido del estatismo, la intolerancia y el chauvinismo?
Los recientes enfrentamientos entre las distintas corrientes del conservadurismo norteamericano son el presagio de una lucha fascinante por el alma del movimiento. No sabemos aún quiénes serán los líderes y mucho menos quién saldrá victorioso. La búsqueda de un nuevo Partido Republicano podría, como en 1964 y 1980, producir un retorno a las raíces. Pero el trayecto no será bonito. Si los partidarios de volver a las “raíces” conservadoras quieren desplazar a la facción que actualmente controla el movimiento, tendrán que derrotar a gente muy desagradable.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
La rebelión conservadora
Washington, DC—Empieza a gestarse una rebelión entre los conservadores estadounidenses, muchos de ellos influyentes comentaristas que están denunciando la usurpación del Partido Republicano por una mezcla de populistas anti-intelectuales y extremistas políticos.
El novelista Christopher Buckley, hijo del fundador del conservadurismo moderno en los Estados Unidos, ha anunciado su respaldo a Barack Obama. Las columnistas Kathleen Parker y Peggy Noonan han cuestionado el criterio de John McCain al escoger a Sarah Palin como compañera de fórmula. El escritor David Brooks ha lanzado una jeremiada contra la deriva anti-intelectual de los republicanos.
Y lo que es aun más significativo: todos ellos condenan lo que perciben como una traición a los principios conservadores. Buckley lo explicó de manera sucinta al escribir que el gobierno de George Bush ha llevado a los Estados Unidos a “la duplicación de la deuda nacional, la ruinosa expansión de los programas de asistencia social, la construcción de puentes que no llevan a ninguna parte, personajes como Jack Abramoff y una guerra injustificada y librada, conducida por políticos de asombrosa arrogancia”. Brooks considera que el problema no se agota en la era Bush y señala que “el conservadurismo moderno comenzó como un movimiento de disidentes intelectuales” contra la dominación izquierdista del mundo académico, pero “lo que había sido un desdén por los intelectuales de izquierda se convirtió en un desdén por la clases educadas a secas”. Parker es todavía más contundente: “La derecha bien alimentada cultiva en la actualidad la ignorancia como estrategia política…años de complacer al ala extremista… han creado un partido que ya no está atento a sus principios”.
No sabemos si estos síntomas de disenso desembocarán en una rebelión general contra el “establishment” republicano. Mucho dependerá del resultado de las elecciones presidenciales. Si McCain y Palin pierden, las probabilidades de una insurgencia dentro del propio partido no son pocas.
Seamos claros: el Partido Republicano se ha desviado del conservadurismo como lo entienden quienes consideran a Edmund Burke el fundador de la idea conservadora, a William F. Buckley el partero intelectual del conservadurismo estadounidense moderno y a Barry Goldwater el pedernal que encendió la chispa de un vasto movimiento político en favor del Estado pequeño en los Estados Unidos.
Esta desviación se expresa de distintas maneras. Primero, en la confusión entre el populismo jeffersoniano —una saludable desconfianza del poder económico aliado con el poder político— y un populismo clasista, que es el que los dirigentes republicanos promueven cuando desprecian la cultura de las elites costeras y de las grandes ciudades. Segundo, en la contradicción entre una política de bajos impuestos y bajo gasto público y una política exterior intervencionista que por definición es costosa, como todos los imperios en la historia de la humanidad descubrieron final y dolorosamente. Por último, en el puritanismo moderno, que comenzó, acaso comprensiblemente, como una reacción contra los excesos culturales de los años 60 pero derivó en lo que H.L. Mencken describió décadas antes como algo “basado en el odio del hombre inferior hacia el hombre que la está pasando mejor”.
Estas desviaciones fundamentales del conservadurismo cristalizaron en la Administración Bush. El resultado fue el mayor crecimiento del Estado desde Lyndon Jonson, una pérdida del prestigio internacional y, en términos puramente políticos, la enajenación de millones de personas que podrían haber sido atraídas por el Partido Republicano si hubiera preservado sus raíces libertarias al abordar cuestiones morales. De este modo, el partido que se define como campeón de la libertad individual ha empezado a ser visto por muchos en los Estados Unidos y alrededor del mundo como un grupo de intereses especiales conducido por una facción sin principios.
Que muchos conservadores finalmente hayan decidido expresarse es alentador. Que estén siendo vilipendiados es incluso más alentador: por algo será. Después de los comicios, los conservadores tendrán que hacer un serio análisis de conciencia y formularse algunas preguntas sencillas: ¿por qué dejaron que su movimiento y su partido fuesen secuestrados por gente empecinada en desfigurar el rostro del conservadurismo estadounidense? ¿Cómo fue posible que el autoproclamado partido de la libertad individual se convirtiese, a ojos de muchos, en el partido del estatismo, la intolerancia y el chauvinismo?
Los recientes enfrentamientos entre las distintas corrientes del conservadurismo norteamericano son el presagio de una lucha fascinante por el alma del movimiento. No sabemos aún quiénes serán los líderes y mucho menos quién saldrá victorioso. La búsqueda de un nuevo Partido Republicano podría, como en 1964 y 1980, producir un retorno a las raíces. Pero el trayecto no será bonito. Si los partidarios de volver a las “raíces” conservadoras quieren desplazar a la facción que actualmente controla el movimiento, tendrán que derrotar a gente muy desagradable.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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