En política, decir la verdad puede ser peligroso. ¿Recuerda cuando Jimmy Carter no fue reelegido, en parte, por decirle al pueblo estadounidense, en una época de alta inflación y desempleo, lo que no deseaba oír—que fue desaforado y consumió demasiado? ¿Recuerda cuando Larry Lindsey, un alto consejero del presidente George W. Bush, fue despedido por estimar el costo de la Guerra en Irak en 200 mil millones de dólares? (A finales del año fiscal 2008, la guerra había costado 600 mil millones de dólares y el contador sigue corriendo). Esta aparentemente estimación de buena fe contrastaba con la absurda afirmación de la administración de que la guerra costaría tan solo 50 mil millones de dólares y que los ingresos petroleros iraquíes solventarían la reconstrucción tras el conflicto. ¿Recuerda cuando Eric Shinseki, el jefe del estado mayor del ejército, fue forzado a pasar a retiro por testificar con veracidad que la ocupación de Irak resultaría ser un desafío desalentador y podría requerir varios cientos de miles de efectivos de combate estadounidenses?
Recientemente, un par de prominentes figuras han dicho la verdad, pero no arriesgaron tanto como estos chivos expiatorios. El saliente primer ministro de Israel, Ehud Olmert, que ha renunciado para enfrentar acusaciones de corrupción, dijo lo que ningún primer ministro israelí ha dicho jamás. Reconoció que Israel debe retirarse de casi la totalidad de la Ribera Occidental y ceder Jerusalén oriental. Cualquier tierra remanente que Israel conserve en la Ribera Occidental debería ser compensada concediéndole a los palestinos algo del territorio israelí. Este pensamiento sensible resulta radical para un primer ministro israelí y esencialmente defiende el reemplazo de la vieja doctrina de defensa israelí. Olmert también se opuso a la idea de que Israel debería bombardear Irán por su supuesto programa de armas nucleares por considerarla una “megalomanía” y sostuvo que ese era el problema de la comunidad internacional.
El hecho es que Olmert es actualmente un pato rengo, lo cual lleva a algún escepticismo válido acerca de su nueva posición. ¿Por qué no asumió esta corajuda posición cuando realmente podía hacer algo al respecto? Su nueva franqueza sobre el problema israelí-palestino puede ser un cínico intento de ser recordado como honesto acerca de algo, dadas las acusaciones personales de corrupción que enfrenta actualmente en los tribunales israelíes. No obstante, probablemente ayude tener un primer ministro israelí—pato rengo o no —que diga la verdad respecto de la situación.
De manera similar, un Secretario de Defensa de los EE.UU. también está hablando. Tras las mentiras que su predecesor, Donald Rumsfeld, dijo reiteradamente para justificar arrastrar a los Estados Unidos a una invasión de Irak y encubrir el consiguiente fracaso, el candor de Bob Gates resulta refrescante—al menos a primera vista. El mismo día que Olmert cometió su acto de honestidad, mientras pasaba revista a las tropas, Gates criticó al establishment militar estadounidense por desatender la guerra de contrainsurgencia a expensas de adquirir nuevas generaciones de artefactos tecnológicos belicistas. Como evidencia, destacó que incluso con dos guerras en curso, las fuerzas armadas habían sido obligadas a producir sistemas para detectar bombas a la vera de los caminos y transportes blindados de efectivos.
Al igual que Olmert, Gates está casi al final de su cargo y no tiene mucho que perder siendo honesto. En verdad, si el demócrata Barack Obama o el “inconformista” republicano John McCain triunfan, podrían pedirle que continúe como Secretario de Defensa debido a dicha claridad acerca de los problemas del Pentágono. Después de todo, Gates ha estado a cargo de las fuerzas armadas de EE.UU. durante el “cambio completo de la situación” en Irak. Pero si le pidiesen a Gates que permanezca a bordo en cualquier nueva administración, sería inteligente en declinar la oferta.
Si bien los comentarios de Gates fueron ciertos, su honestidad tiene limites. De hecho, Gates no ha modificado mucho la situación en Irak, sino que mantiene la tapa en su lugar hasta que Bush pueda retirarse del cargo con seguridad. El movimiento Despertar dentro de las milicias sunnitas, a las que el gobierno estadounidense entrenó, armó y les pagó para que dejen de combatir a los militares de los EE.UU., probablemente exacerbará la eventual guerra civil que es factible que ocurra en un Irak socialmente fracturado. Estas fuerzas están procurando en la actualidad voltear a un gobierno hostil dominado por los chiítas, que ya ha intentado arrestar a algunos de los líderes sunnitas y no les otorgaría los empleos prometidos. Estos descontentos combatientes sunnitas fácilmente podrían reiniciar la guerra civil.
Si Gates continuase sirviendo en la próxima administración, perfectamente podría tener que lidiar con los efectos de su propio acto de magia. La veracidad de Gates se encuentra también limitada al hecho de que se concentró estrechamente en las adquisiciones militares y la ausencia de una doctrina de contrainsurgencia. Lo que Gates debería haber dicho es que los antecedentes históricos indican que la invasión militar por parte de una potencia extranjera rara vez cambia las arraigadas normas políticas, económicas, sociales y culturales en el objetivo en el cual se intenta la “edificación de una nación”—resultando por lo general tales aventuras armadas en un absurdo total.
Traducido por Gabriel Gasave
En política, si tiene que ser honesto, espere hasta el final de su mandato
En política, decir la verdad puede ser peligroso. ¿Recuerda cuando Jimmy Carter no fue reelegido, en parte, por decirle al pueblo estadounidense, en una época de alta inflación y desempleo, lo que no deseaba oír—que fue desaforado y consumió demasiado? ¿Recuerda cuando Larry Lindsey, un alto consejero del presidente George W. Bush, fue despedido por estimar el costo de la Guerra en Irak en 200 mil millones de dólares? (A finales del año fiscal 2008, la guerra había costado 600 mil millones de dólares y el contador sigue corriendo). Esta aparentemente estimación de buena fe contrastaba con la absurda afirmación de la administración de que la guerra costaría tan solo 50 mil millones de dólares y que los ingresos petroleros iraquíes solventarían la reconstrucción tras el conflicto. ¿Recuerda cuando Eric Shinseki, el jefe del estado mayor del ejército, fue forzado a pasar a retiro por testificar con veracidad que la ocupación de Irak resultaría ser un desafío desalentador y podría requerir varios cientos de miles de efectivos de combate estadounidenses?
Recientemente, un par de prominentes figuras han dicho la verdad, pero no arriesgaron tanto como estos chivos expiatorios. El saliente primer ministro de Israel, Ehud Olmert, que ha renunciado para enfrentar acusaciones de corrupción, dijo lo que ningún primer ministro israelí ha dicho jamás. Reconoció que Israel debe retirarse de casi la totalidad de la Ribera Occidental y ceder Jerusalén oriental. Cualquier tierra remanente que Israel conserve en la Ribera Occidental debería ser compensada concediéndole a los palestinos algo del territorio israelí. Este pensamiento sensible resulta radical para un primer ministro israelí y esencialmente defiende el reemplazo de la vieja doctrina de defensa israelí. Olmert también se opuso a la idea de que Israel debería bombardear Irán por su supuesto programa de armas nucleares por considerarla una “megalomanía” y sostuvo que ese era el problema de la comunidad internacional.
El hecho es que Olmert es actualmente un pato rengo, lo cual lleva a algún escepticismo válido acerca de su nueva posición. ¿Por qué no asumió esta corajuda posición cuando realmente podía hacer algo al respecto? Su nueva franqueza sobre el problema israelí-palestino puede ser un cínico intento de ser recordado como honesto acerca de algo, dadas las acusaciones personales de corrupción que enfrenta actualmente en los tribunales israelíes. No obstante, probablemente ayude tener un primer ministro israelí—pato rengo o no —que diga la verdad respecto de la situación.
De manera similar, un Secretario de Defensa de los EE.UU. también está hablando. Tras las mentiras que su predecesor, Donald Rumsfeld, dijo reiteradamente para justificar arrastrar a los Estados Unidos a una invasión de Irak y encubrir el consiguiente fracaso, el candor de Bob Gates resulta refrescante—al menos a primera vista. El mismo día que Olmert cometió su acto de honestidad, mientras pasaba revista a las tropas, Gates criticó al establishment militar estadounidense por desatender la guerra de contrainsurgencia a expensas de adquirir nuevas generaciones de artefactos tecnológicos belicistas. Como evidencia, destacó que incluso con dos guerras en curso, las fuerzas armadas habían sido obligadas a producir sistemas para detectar bombas a la vera de los caminos y transportes blindados de efectivos.
Al igual que Olmert, Gates está casi al final de su cargo y no tiene mucho que perder siendo honesto. En verdad, si el demócrata Barack Obama o el “inconformista” republicano John McCain triunfan, podrían pedirle que continúe como Secretario de Defensa debido a dicha claridad acerca de los problemas del Pentágono. Después de todo, Gates ha estado a cargo de las fuerzas armadas de EE.UU. durante el “cambio completo de la situación” en Irak. Pero si le pidiesen a Gates que permanezca a bordo en cualquier nueva administración, sería inteligente en declinar la oferta.
Si bien los comentarios de Gates fueron ciertos, su honestidad tiene limites. De hecho, Gates no ha modificado mucho la situación en Irak, sino que mantiene la tapa en su lugar hasta que Bush pueda retirarse del cargo con seguridad. El movimiento Despertar dentro de las milicias sunnitas, a las que el gobierno estadounidense entrenó, armó y les pagó para que dejen de combatir a los militares de los EE.UU., probablemente exacerbará la eventual guerra civil que es factible que ocurra en un Irak socialmente fracturado. Estas fuerzas están procurando en la actualidad voltear a un gobierno hostil dominado por los chiítas, que ya ha intentado arrestar a algunos de los líderes sunnitas y no les otorgaría los empleos prometidos. Estos descontentos combatientes sunnitas fácilmente podrían reiniciar la guerra civil.
Si Gates continuase sirviendo en la próxima administración, perfectamente podría tener que lidiar con los efectos de su propio acto de magia. La veracidad de Gates se encuentra también limitada al hecho de que se concentró estrechamente en las adquisiciones militares y la ausencia de una doctrina de contrainsurgencia. Lo que Gates debería haber dicho es que los antecedentes históricos indican que la invasión militar por parte de una potencia extranjera rara vez cambia las arraigadas normas políticas, económicas, sociales y culturales en el objetivo en el cual se intenta la “edificación de una nación”—resultando por lo general tales aventuras armadas en un absurdo total.
Traducido por Gabriel Gasave
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