Washington, DC—Tendemos a juzgar la crisis alimenticia de este año, signada por precios desbocados, desde el punto de vista de quienes la sufren. No es ocioso verla también desde el punto de vista de quienes la provocan: allí están encerradas las claves de lo que sucede.
Tomemos el caso de Argentina, uno de los grandes productores mundiales de granos, particularmente soja y derivados. La agricultura y la agroindustria emplean a la tercera parte de los argentinos en condiciones de trabajar y representan la mitad de las exportaciones. Hace tres meses, la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner declaró una guerra al campo al aumentar los impuestos a la exportación de granos. La decisión llevó a extremos delirantes una tendencia que ya era alarmante: tanto el gobierno anterior, el de su esposo, como el suyo llevan tiempo disparando cañonazos tributarios contra este sector, al que le exprimen recursos para sostener una maquinaria clientelista y un Estado populista.
Esta vez, Buenos Aires decretó que el impuesto a la exportación fluctuase con los precios internacionales, elevándolos en la práctica a 45 por ciento. Si a esto le sumamos los otros impuestos que pagan los productores junto con el resto de los argentinos, estamos hablando de expropiarles a los agricultores hasta 75 por ciento de sus ganancias.
El gobierno cree que, limitando la exportación, crea una abundancia interna, bajando los precios de la comida en casa. Es la misma justificación que han utilizado otros gobiernos, desde la India hasta Egipto y Marruecos, para frenar determinadas exportaciones agrícolas en años recientes. Con su asalto a los agricultores, el gobierno mata el incentivo para seguir produciendo o producir más, en un contexto, para colmo, de precios controlados y una inflación que llega al 30 por ciento según todos los economistas que no reciben un salario del Estado. Consecuencia: la oferta internacional decae en un momento de demanda insaciable. Las vacas chinas, y por tanto los consumidores de leche y carne, pagan los platos rotos de la guerra contra la soja.
El úcase gubernamental y las consiguientes cuatro huelgas agrarias ocurridas en tres meses han costado $2.000 millones a los agricultores argentinos. El desincentivo que esto representa para futuras inversiones es obvio. Aun antes de la ruptura pública entre Kirchner y el campo, la política expropiatoria del gobierno había empezado, calladamente, a inhibir las inversiones. A ello se debe que el crecimiento económico del primer trimestre de este año haya sido sólo 0.6 por ciento superior al registrado en el último trimestre del año pasado.
El argentino es sólo uno de casi dos decenas de gobiernos que han limitado la oferta de granos y otros bienes agrícolas cuando más los quería la gente. Ni tontos que fueran, los agentes de “commodities” anticipan que todo esto tenderá a agravar la disparidad entre quienes piden y quienes ofrecen productos agrícolas en el mercado mundial. Los precios, pues, suben…y suben. La histeria universal en torno al precio de la comida se justifica.
El fondo del problema, en el caso argentino, es la cultura populista. En comparación con el ciudadano promedio, Néstor y Cristina Kirchner, ambos abogados, son muy ricos y educados, y tienen acceso a un océano de información. Pero su mente se congeló en los años 70, su etapa formativa: época en la que la izquierda revolucionaria argentina llevó el populismo incubado en los años de Juan Domingo Perón a su lógica más extrema, desatando una lucha armada contra el “sistema” que acarreó, a la larga, el establecimiento de una brutal dictadura militar. Los Kirchner, añado, pertenecieron a la izquierda del “ármemonos y vayan”: la de quienes preferían que el esfuerzo físico de la revolución lo hicieran otros mientras ellos los alentaban desde su sala de estar.
La Presidenta, cuya debilidad por el buen vestir y las alhajas es materia de leyenda, ha llamado “oligarquía” a los productores del campo, la inmensa mayoría de los cuales son pequeños y medianos empresarios que, a diferencia de los grandes agroexportadores no fueron objeto, bajo el gobierno de su marido y ahora el suyo, de cuantiosas dádivas estatales (excepto, claro, una moneda devaluada).
En un mundo más parroquial, los Kirchner habrían hecho un daño más local. En la aldea global, la consecuencia es mundial. Junto con otros populistas, los Kirchner nos enseñan que los errores ya no son parroquiales y que, en el siglo 21, el hambre es esencialmente una política, no una condición.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
Matar a la gallina de los huevos de oro
Washington, DC—Tendemos a juzgar la crisis alimenticia de este año, signada por precios desbocados, desde el punto de vista de quienes la sufren. No es ocioso verla también desde el punto de vista de quienes la provocan: allí están encerradas las claves de lo que sucede.
Tomemos el caso de Argentina, uno de los grandes productores mundiales de granos, particularmente soja y derivados. La agricultura y la agroindustria emplean a la tercera parte de los argentinos en condiciones de trabajar y representan la mitad de las exportaciones. Hace tres meses, la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner declaró una guerra al campo al aumentar los impuestos a la exportación de granos. La decisión llevó a extremos delirantes una tendencia que ya era alarmante: tanto el gobierno anterior, el de su esposo, como el suyo llevan tiempo disparando cañonazos tributarios contra este sector, al que le exprimen recursos para sostener una maquinaria clientelista y un Estado populista.
Esta vez, Buenos Aires decretó que el impuesto a la exportación fluctuase con los precios internacionales, elevándolos en la práctica a 45 por ciento. Si a esto le sumamos los otros impuestos que pagan los productores junto con el resto de los argentinos, estamos hablando de expropiarles a los agricultores hasta 75 por ciento de sus ganancias.
El gobierno cree que, limitando la exportación, crea una abundancia interna, bajando los precios de la comida en casa. Es la misma justificación que han utilizado otros gobiernos, desde la India hasta Egipto y Marruecos, para frenar determinadas exportaciones agrícolas en años recientes. Con su asalto a los agricultores, el gobierno mata el incentivo para seguir produciendo o producir más, en un contexto, para colmo, de precios controlados y una inflación que llega al 30 por ciento según todos los economistas que no reciben un salario del Estado. Consecuencia: la oferta internacional decae en un momento de demanda insaciable. Las vacas chinas, y por tanto los consumidores de leche y carne, pagan los platos rotos de la guerra contra la soja.
El úcase gubernamental y las consiguientes cuatro huelgas agrarias ocurridas en tres meses han costado $2.000 millones a los agricultores argentinos. El desincentivo que esto representa para futuras inversiones es obvio. Aun antes de la ruptura pública entre Kirchner y el campo, la política expropiatoria del gobierno había empezado, calladamente, a inhibir las inversiones. A ello se debe que el crecimiento económico del primer trimestre de este año haya sido sólo 0.6 por ciento superior al registrado en el último trimestre del año pasado.
El argentino es sólo uno de casi dos decenas de gobiernos que han limitado la oferta de granos y otros bienes agrícolas cuando más los quería la gente. Ni tontos que fueran, los agentes de “commodities” anticipan que todo esto tenderá a agravar la disparidad entre quienes piden y quienes ofrecen productos agrícolas en el mercado mundial. Los precios, pues, suben…y suben. La histeria universal en torno al precio de la comida se justifica.
El fondo del problema, en el caso argentino, es la cultura populista. En comparación con el ciudadano promedio, Néstor y Cristina Kirchner, ambos abogados, son muy ricos y educados, y tienen acceso a un océano de información. Pero su mente se congeló en los años 70, su etapa formativa: época en la que la izquierda revolucionaria argentina llevó el populismo incubado en los años de Juan Domingo Perón a su lógica más extrema, desatando una lucha armada contra el “sistema” que acarreó, a la larga, el establecimiento de una brutal dictadura militar. Los Kirchner, añado, pertenecieron a la izquierda del “ármemonos y vayan”: la de quienes preferían que el esfuerzo físico de la revolución lo hicieran otros mientras ellos los alentaban desde su sala de estar.
La Presidenta, cuya debilidad por el buen vestir y las alhajas es materia de leyenda, ha llamado “oligarquía” a los productores del campo, la inmensa mayoría de los cuales son pequeños y medianos empresarios que, a diferencia de los grandes agroexportadores no fueron objeto, bajo el gobierno de su marido y ahora el suyo, de cuantiosas dádivas estatales (excepto, claro, una moneda devaluada).
En un mundo más parroquial, los Kirchner habrían hecho un daño más local. En la aldea global, la consecuencia es mundial. Junto con otros populistas, los Kirchner nos enseñan que los errores ya no son parroquiales y que, en el siglo 21, el hambre es esencialmente una política, no una condición.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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