Washington, DC—Algunos activos suben porque la gente siente que su buena estrella es eterna. Ese tipo de “exuberancia irracional” explica parcialmente la burbuja bursátil relacionada con la tecnología informática de los años 90 y la burbuja inmobiliaria del nuevo milenio (si puedo utilizar la feliz expresión acuñada por Alan Greenspan, el hombre cuyo manejo infeliz de la moneda estadounidense alimentó ambas). Y luego están aquellos activos que suben por la razón opuesta: el temor al futuro. El oro es de lejos el ejemplo más interesante.
El precio del oro “spot” (es decir: el destinado a la entrega inmediata en lugar del que figura en contratos a futuro) osciló alrededor de los 800 dólares la onza en diciembre y ahora no está lejos de los 900 dólares. Pero sería un error concluir que, al estilo de diversos activos especulativos en los últimos tiempos, el oro se ha disparado súbitamente. Ha venido elevándose gradual y sostenidamente desde 1999; sólo en 2007, cuando la crisis hipotecaria azotó a los Estados Unidos, experimentó un brusco incremento del 30 por ciento.
Hay que resaltar, en relación con el estrellato del oro en estos tiempos, que su precio está siendo impulsado por inversores que administran el dinero de gente temerosa de que la inflación y el debilitamiento del dólar causen un perjuicio permanente a la economía estadounidense. La creciente demanda de joyas en países como India y China y la producción declinante de lingotes en Sudáfrica, primer productor del mundo, han jugado un rol en el aumento del precio. Pero Peter Munk, presidente de Barrick Gold, y muchos expertos han señalado reiteradamente que el precio actual del oro es hijo de los inversores antes que de la demanda de los usuarios.
Debido a los complicados nombres que reciben los fondos de inversión en estos tiempos, es fácil perder de vista que muchas de estas instituciones representan no a un puñado de ricos especuladores sino a millones de personas comunes que procuran proteger su dinero y hacer buen uso de él. El dinero del pueblo está volcándose en fondos de inversión gestionados por entidades financieras y negociados en Bolsa (conocidos cono ETF por sus siglas en inglés) que son, sencillamente, mecanismos mediante los cuales la gente compra y vende lingotes, entre otros “commodities”. Estos mecanismos poseen hoy en día más oro que la mayor parte de los bancos centrales del mundo, en lo que representa una privatización del oro. A diferencia del petróleo, cuya demanda creciente guarda una conexión directa con el incremento de la producción industrial en lugares como China, la demanda de oro no está ligada a las necesidades productivas tanto como al factor psicológico que tendemos a llamar inseguridad.
¿Qué nos dice esto respecto del mundo actual? Esencialmente, que la confianza en el dinero fiduciario, es decir en el sistema mediante el cual el gobierno administra la moneda a través de la manipulación arbitraria de las tasas de interés y la compra y venta de deuda, está por los suelos. Cada nuevo dato que parece anunciar una recesión —por ejemplo, las recientes cifras relacionadas con una contracción en el sector manufacturero en los Estados Unidos— aumenta la sospecha de que la mala administración estatal del dinero ha perjudicado a la economía como un todo. Por lo tanto la gente se refugia en el oro.
A primera vista, el oro es una inversión absurda: no genera interés alguno. La compra de oro se vuelve sensata una vez que nos percatamos de que el valor del oro es inversamente proporcional a la devaluación de la moneda: cuanto menos vale el papel moneda, más vale el oro. Desde la creación de la Reserva Federal (Banco Central estadounidense) a comienzos del siglo 20, el dólar ha perdido más del 90 por ciento de su valor. A eso se debe que con un dólar uno adquiera menos de un octingentésimo (1/800º) de una onza de oro hoy día.
El oro, que solía ser un símbolo de la codicia de los imperios, se ha convertido, vaya ironía, en la rebelión del pueblo contra el manejo imperial de la moneda por parte del Estado. Los conquistadores españoles deben estar retorciéndose en sus tumbas —y el Perú, sexto productor mundial, se está cobrando su revancha siglos después de que cantidades masivas de oro pasaran de manos de incario dictatorial a manos de los jefes coloniales españoles.
Por supuesto, hay una diferencia: en tiempos coloniales, el oro era generador de inflación antes que un refugio seguro frente a ella: al inundar el mercado europeo con el oro de las Américas, el imperio español provocó una distorsión general de los precios. Hoy día, la distorsión general de los precios —reflejada en la crisis crediticia e hipotecaria— es la que ha llevado a la gente, a través de sus inversores, a precipitarse hacia el oro en busca de protección.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
El oro del pueblo
Washington, DC—Algunos activos suben porque la gente siente que su buena estrella es eterna. Ese tipo de “exuberancia irracional” explica parcialmente la burbuja bursátil relacionada con la tecnología informática de los años 90 y la burbuja inmobiliaria del nuevo milenio (si puedo utilizar la feliz expresión acuñada por Alan Greenspan, el hombre cuyo manejo infeliz de la moneda estadounidense alimentó ambas). Y luego están aquellos activos que suben por la razón opuesta: el temor al futuro. El oro es de lejos el ejemplo más interesante.
El precio del oro “spot” (es decir: el destinado a la entrega inmediata en lugar del que figura en contratos a futuro) osciló alrededor de los 800 dólares la onza en diciembre y ahora no está lejos de los 900 dólares. Pero sería un error concluir que, al estilo de diversos activos especulativos en los últimos tiempos, el oro se ha disparado súbitamente. Ha venido elevándose gradual y sostenidamente desde 1999; sólo en 2007, cuando la crisis hipotecaria azotó a los Estados Unidos, experimentó un brusco incremento del 30 por ciento.
Hay que resaltar, en relación con el estrellato del oro en estos tiempos, que su precio está siendo impulsado por inversores que administran el dinero de gente temerosa de que la inflación y el debilitamiento del dólar causen un perjuicio permanente a la economía estadounidense. La creciente demanda de joyas en países como India y China y la producción declinante de lingotes en Sudáfrica, primer productor del mundo, han jugado un rol en el aumento del precio. Pero Peter Munk, presidente de Barrick Gold, y muchos expertos han señalado reiteradamente que el precio actual del oro es hijo de los inversores antes que de la demanda de los usuarios.
Debido a los complicados nombres que reciben los fondos de inversión en estos tiempos, es fácil perder de vista que muchas de estas instituciones representan no a un puñado de ricos especuladores sino a millones de personas comunes que procuran proteger su dinero y hacer buen uso de él. El dinero del pueblo está volcándose en fondos de inversión gestionados por entidades financieras y negociados en Bolsa (conocidos cono ETF por sus siglas en inglés) que son, sencillamente, mecanismos mediante los cuales la gente compra y vende lingotes, entre otros “commodities”. Estos mecanismos poseen hoy en día más oro que la mayor parte de los bancos centrales del mundo, en lo que representa una privatización del oro. A diferencia del petróleo, cuya demanda creciente guarda una conexión directa con el incremento de la producción industrial en lugares como China, la demanda de oro no está ligada a las necesidades productivas tanto como al factor psicológico que tendemos a llamar inseguridad.
¿Qué nos dice esto respecto del mundo actual? Esencialmente, que la confianza en el dinero fiduciario, es decir en el sistema mediante el cual el gobierno administra la moneda a través de la manipulación arbitraria de las tasas de interés y la compra y venta de deuda, está por los suelos. Cada nuevo dato que parece anunciar una recesión —por ejemplo, las recientes cifras relacionadas con una contracción en el sector manufacturero en los Estados Unidos— aumenta la sospecha de que la mala administración estatal del dinero ha perjudicado a la economía como un todo. Por lo tanto la gente se refugia en el oro.
A primera vista, el oro es una inversión absurda: no genera interés alguno. La compra de oro se vuelve sensata una vez que nos percatamos de que el valor del oro es inversamente proporcional a la devaluación de la moneda: cuanto menos vale el papel moneda, más vale el oro. Desde la creación de la Reserva Federal (Banco Central estadounidense) a comienzos del siglo 20, el dólar ha perdido más del 90 por ciento de su valor. A eso se debe que con un dólar uno adquiera menos de un octingentésimo (1/800º) de una onza de oro hoy día.
El oro, que solía ser un símbolo de la codicia de los imperios, se ha convertido, vaya ironía, en la rebelión del pueblo contra el manejo imperial de la moneda por parte del Estado. Los conquistadores españoles deben estar retorciéndose en sus tumbas —y el Perú, sexto productor mundial, se está cobrando su revancha siglos después de que cantidades masivas de oro pasaran de manos de incario dictatorial a manos de los jefes coloniales españoles.
Por supuesto, hay una diferencia: en tiempos coloniales, el oro era generador de inflación antes que un refugio seguro frente a ella: al inundar el mercado europeo con el oro de las Américas, el imperio español provocó una distorsión general de los precios. Hoy día, la distorsión general de los precios —reflejada en la crisis crediticia e hipotecaria— es la que ha llevado a la gente, a través de sus inversores, a precipitarse hacia el oro en busca de protección.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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