Washington, DC—La reciente extradición del ex gobernante peruano Alberto Fujimori por cargos relacionados con la violación de los derechos humanos y la corrupción es una buena noticia. También es un reto monumental para las instituciones de un país que no ha sido todavía capaz de consolidar su Estado de Derecho con el mismo éxito con el que ha logrado disparar el crecimiento económico en el nuevo milenio.
Extraditado a Lima por las autoridades chilenas, Fujimori será juzgado, entre otras cosas, por dos masacres civiles perpetradas por un escuadrón de la muerte de origen militar que estuvo activo durante su régimen. Su organización política —mayormente una colección de familiares y amigotes— procura, mediante sus 13 parlamentarios, presionar al gobierno y a los magistrados para que lo dejen en libertad.
Algunos peruanos relativizan la violación de los derechos humanos y la corrupción de los años de Fujimori con el argumento de que el país se encontraba en guerra contra la organización terrorista de origen maoísta “Sendero Luminoso” y de que las reformas de su gobierno abrieron las puertas a la recuperación económica de la década pasada.
El mayor desafío en los juicios venideros no es la presión que recaerá sobre los jueces o la publicidad de un caso con fuerte carga política, cuando las instituciones financieras globales que ponderan el riesgo crediticio están a punto de concederle al Perú la categoría de “investment grade”. El mayor desafío es el que pondrá a prueba la capacidad del pueblo peruano para separar su opinión personal del gobierno de Fujimori de las implicancias morales y jurídicas de los crímenes por los que será juzgado.
La capacidad o incapacidad de los peruanos para hacer esa distinción nos dirá si el Perú ha pasado de ser una sociedad que pone a las instituciones y los principios morales a merced de la necesidad política —síntoma inequívoco de subdesarrollo— a ser una sociedad que abraza el principio de que el derecho es un conjunto de reglas impersonales que están por encima de las preferencias personales, la conveniencia política o los sentimientos viscerales.
Porque muchos peruanos no estuvieron dispuestos a hacer esa distinción en la década del 90, el gobierno de Alberto Fujimori pudo concentrar un poder colosal con apoyo popular; de allí la corrupción y los crímenes por los que decenas de sus ex colaboradores han ido a prisión. Hubo un momento, poco después de que Fujimori escapó a Japón y renunció a su cargo mediante un fax en el año 2000, en que muchos peruanos, conmovidos por las espectaculares revelaciones acerca de los hechos de corrupción ocurridos al más alto nivel, parecieron comprender que los límites a la autoridad, la rendición de cuentas y la separación de poderes son extremadamente importantes. Sin embargo, mi impresión es que con el transcurso del tiempo un número sustancial de personas ha comenzado a olvidar los hechos trágicos del pasado reciente. Incluso si se distancian personalmente de Fujimori, defienden, por ejemplo con respecto al orden público o a la incómoda presencia de activistas de ONGs en ciertas partes del país, algunas de las tácticas dictatoriales que degeneraron en la violación de los derechos humanos y la corrupción de los años 90.
Hacer el tránsito de la idea de que los caudillos son la solución a los problemas de la nación a la idea de que las instituciones impersonales deben ser más poderosas que los gobernantes resulta capital para el progreso auténtico. Gran parte del avance que ha tenido lugar en el mundo en los últimos siglos deriva precisamente de esa transición. Los países que no han sido capaces de deshacerse de la tradición caudillista deben aprender a no sujetar los derechos humanos a los caprichos de los actores políticos que cabalgan sobre el potro del temor popular.
El Perú está experimentando tasas de crecimiento “asiáticas” mientras que su clase empresarial está adoptando rápidamente nuevas tecnologías y volviéndose competitiva. Pero la otra parte de la ecuación del desarrollo —escindir a las instituciones del proceso político a fin de proteger los derechos individuales de manera permanente— todavía no está plenamente instalada. Ese es un añejo rasgo cultural que tendrá que ser superado mediante el liderazgo y las reformas.
Una manera de comenzar es demostrarle a la población que los juicios a Fujimori no son parte de ninguna revancha política y que el trato que recibe es más justo del que él aplicaba a sus enemigos. Pero la aún precaria judicatura peruana deberá también demostrar que está preparada para hacer un trabajo imparcial sin importar la presión política de los simpatizantes de Fujimori.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
La sombra de Fujimori
Washington, DC—La reciente extradición del ex gobernante peruano Alberto Fujimori por cargos relacionados con la violación de los derechos humanos y la corrupción es una buena noticia. También es un reto monumental para las instituciones de un país que no ha sido todavía capaz de consolidar su Estado de Derecho con el mismo éxito con el que ha logrado disparar el crecimiento económico en el nuevo milenio.
Extraditado a Lima por las autoridades chilenas, Fujimori será juzgado, entre otras cosas, por dos masacres civiles perpetradas por un escuadrón de la muerte de origen militar que estuvo activo durante su régimen. Su organización política —mayormente una colección de familiares y amigotes— procura, mediante sus 13 parlamentarios, presionar al gobierno y a los magistrados para que lo dejen en libertad.
Algunos peruanos relativizan la violación de los derechos humanos y la corrupción de los años de Fujimori con el argumento de que el país se encontraba en guerra contra la organización terrorista de origen maoísta “Sendero Luminoso” y de que las reformas de su gobierno abrieron las puertas a la recuperación económica de la década pasada.
El mayor desafío en los juicios venideros no es la presión que recaerá sobre los jueces o la publicidad de un caso con fuerte carga política, cuando las instituciones financieras globales que ponderan el riesgo crediticio están a punto de concederle al Perú la categoría de “investment grade”. El mayor desafío es el que pondrá a prueba la capacidad del pueblo peruano para separar su opinión personal del gobierno de Fujimori de las implicancias morales y jurídicas de los crímenes por los que será juzgado.
La capacidad o incapacidad de los peruanos para hacer esa distinción nos dirá si el Perú ha pasado de ser una sociedad que pone a las instituciones y los principios morales a merced de la necesidad política —síntoma inequívoco de subdesarrollo— a ser una sociedad que abraza el principio de que el derecho es un conjunto de reglas impersonales que están por encima de las preferencias personales, la conveniencia política o los sentimientos viscerales.
Porque muchos peruanos no estuvieron dispuestos a hacer esa distinción en la década del 90, el gobierno de Alberto Fujimori pudo concentrar un poder colosal con apoyo popular; de allí la corrupción y los crímenes por los que decenas de sus ex colaboradores han ido a prisión. Hubo un momento, poco después de que Fujimori escapó a Japón y renunció a su cargo mediante un fax en el año 2000, en que muchos peruanos, conmovidos por las espectaculares revelaciones acerca de los hechos de corrupción ocurridos al más alto nivel, parecieron comprender que los límites a la autoridad, la rendición de cuentas y la separación de poderes son extremadamente importantes. Sin embargo, mi impresión es que con el transcurso del tiempo un número sustancial de personas ha comenzado a olvidar los hechos trágicos del pasado reciente. Incluso si se distancian personalmente de Fujimori, defienden, por ejemplo con respecto al orden público o a la incómoda presencia de activistas de ONGs en ciertas partes del país, algunas de las tácticas dictatoriales que degeneraron en la violación de los derechos humanos y la corrupción de los años 90.
Hacer el tránsito de la idea de que los caudillos son la solución a los problemas de la nación a la idea de que las instituciones impersonales deben ser más poderosas que los gobernantes resulta capital para el progreso auténtico. Gran parte del avance que ha tenido lugar en el mundo en los últimos siglos deriva precisamente de esa transición. Los países que no han sido capaces de deshacerse de la tradición caudillista deben aprender a no sujetar los derechos humanos a los caprichos de los actores políticos que cabalgan sobre el potro del temor popular.
El Perú está experimentando tasas de crecimiento “asiáticas” mientras que su clase empresarial está adoptando rápidamente nuevas tecnologías y volviéndose competitiva. Pero la otra parte de la ecuación del desarrollo —escindir a las instituciones del proceso político a fin de proteger los derechos individuales de manera permanente— todavía no está plenamente instalada. Ese es un añejo rasgo cultural que tendrá que ser superado mediante el liderazgo y las reformas.
Una manera de comenzar es demostrarle a la población que los juicios a Fujimori no son parte de ninguna revancha política y que el trato que recibe es más justo del que él aplicaba a sus enemigos. Pero la aún precaria judicatura peruana deberá también demostrar que está preparada para hacer un trabajo imparcial sin importar la presión política de los simpatizantes de Fujimori.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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