Washington, DC—Una reciente experiencia personal ha reafirmado mi convicción de que el Estado, que a menudo es el mecanismo mediante el cual mi vecino me expropia el libre albedrío, no debería prolongar el padecimiento de una persona en contra de sus propios deseos.
Hace un par de meses, me practicaron una intervención quirúrgica. La operación causó complicaciones traumáticas que solamente ahora, después de someterme a una segunda intervención quirúrgica, han cedido el lugar a un proceso de recuperación. Durante cinco semanas, estuve reducido a un estado de cuasi invalidez. Pasé el tiempo forcejeando con un dolor muy intenso y el temor de que, si mi condición resultaba irreversible, pocas de mis acciones serían en el futuro actos auténticamente libres.
Algunas cosas me revivieron el ánimo de tanto en tanto. Mi esposa, que presenció, afligida pero entera, escenas muy poco dignas, fue una de ellas. También cierta literatura, por razones que son un misterio para mí, me devolvió el aliento cuando pude concentrarme. “El psiquiatra”, un relato de Machado de Assis, el escritor brasileño del siglo 19, tuvo un extraño efecto terapéutico (narra la historia de un médico que en nombre de la ciencia encierra a todo un pueblo en un manicomio). Lo mismo sucedió con la biografía de Thomas Jefferson escrita por Albert J. Nock, que refiere la desconfianza del gran estadounidense hacia la profesión medica (“el médico juicioso… debería …[simplemente asistir] el saludable esfuerzo que la naturaleza realiza para reestablecer las funciones alteradas”.)
Pero hay algo más que me animó en los peores momentos: la idea de la muerte como alivio. Recuerdo haber pensado el buen efecto psicológico que tendría la legalización de la eutanasia en los pacientes que sufren si éstos supiesen que tienen la opción de, en última instancia, poner fin a su quebranto con un mínimo de sufrimiento y con ayuda profesional.
No me sorprendió enterarme la semana pasada de que en Oregon, el único estado que ha despenalizado el suicidio asistido en los Estados Unidos, apenas 300 pacientes han tomado ese camino en los últimos diez años. En Suiza, que junto con Holanda y Bélgica es el único país en el que el suicidio asistido es legal, las cifras son proporcionalmente más altas pero sólo debido a que esta elegante solución está disponible también para los extranjeros de todas partes.
Otras naciones —por ejemplo Uruguay, donde un juez puede perdonar a un asesino si el homicidio es “piadoso” y ha sido cometido con el consentimiento de la víctima— han permitido suficientes resquicios en el sistema legal como para dejar la cuestión en manos de interpretaciones distintas. Pero, para la gran mayoría de la humanidad, la eutanasia sigue siendo un tabú.
Dos razones explican ese tabú. Una es la tradición iniciada por Hipócrates, cuyo juramento original rechazaba expresamente la eutanasia. En la actualidad, la profesión médica continúa honrando algo similar al juramento hipocrático. La segunda razón, más decisiva, es religiosa. El legado judío-cristiano gravita onerosamente en contra de la eutanasia, a pesar de que hay defensores del suicidio asistido entre ciertas ramas del protestantismo, incluidos los metodistas y los episcopales. Entre los cultos politeístas, el hinduismo también estigmatiza la eutanasia, aunque existen circunstancias en las que ayuda al desahuciado a morir si se piensa que los avatares están listos para llevárselo.
El argumento religioso contra la eutanasia –que ésta viola la santidad de la vida— ofende la gran premisa de la tradición judeo-cristiana, según la cual Dios confiere a cada persona el libre albedrío. Bajo un disfraz espiritual, equivale a decir que el fin –la preservación de un cuerpo ya inútil— justifica los medios, es decir la prolongación del tormento que el cuerpo inflige al espíritu del paciente. Por último, socava la creencia de que el espíritu sobrevive al cuerpo, confiriendo santidad al cuerpo inservible antes que al espíritu ansioso por liberarse del padecimiento.
Jack Kevorkian, el médico que ayudó a pacientes en estado terminal a suicidarse y pasó los últimos ocho años en la cárcel por esos “crímenes”, fue condenado bajo una legislación que nunca debió serle aplicada.
No le haríamos ningún bien a nuestra civilización si reaccionásemos ante el regreso del Dr. Kevorkian a la vida civil espantándolo como a una mosca —como a un chiflado del pasado— o aliviando nuestras conciencias con el recuerdo del disgusto que quizá sentimos ante la cinta de video que en 1998 envió al programa “60 Minutes” dando con ella pie a su procesamiento. Kevorkian se convirtió en una celebridad y en un delincuente sólo porque la ley hizo de él eso mismo. Su resurrección civil nos recuerda que su turbadora causa sigue siendo justa. Cuanto más rápido se mueva la ley en dirección de la justicia en este tema profundamente moral, más pronto evitaremos futuros Kevorkians, tanto los célebres como los que practican la eutanasia clandestina en numerosos países.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
El regreso de Jack Kevorkian
Washington, DC—Una reciente experiencia personal ha reafirmado mi convicción de que el Estado, que a menudo es el mecanismo mediante el cual mi vecino me expropia el libre albedrío, no debería prolongar el padecimiento de una persona en contra de sus propios deseos.
Hace un par de meses, me practicaron una intervención quirúrgica. La operación causó complicaciones traumáticas que solamente ahora, después de someterme a una segunda intervención quirúrgica, han cedido el lugar a un proceso de recuperación. Durante cinco semanas, estuve reducido a un estado de cuasi invalidez. Pasé el tiempo forcejeando con un dolor muy intenso y el temor de que, si mi condición resultaba irreversible, pocas de mis acciones serían en el futuro actos auténticamente libres.
Algunas cosas me revivieron el ánimo de tanto en tanto. Mi esposa, que presenció, afligida pero entera, escenas muy poco dignas, fue una de ellas. También cierta literatura, por razones que son un misterio para mí, me devolvió el aliento cuando pude concentrarme. “El psiquiatra”, un relato de Machado de Assis, el escritor brasileño del siglo 19, tuvo un extraño efecto terapéutico (narra la historia de un médico que en nombre de la ciencia encierra a todo un pueblo en un manicomio). Lo mismo sucedió con la biografía de Thomas Jefferson escrita por Albert J. Nock, que refiere la desconfianza del gran estadounidense hacia la profesión medica (“el médico juicioso… debería …[simplemente asistir] el saludable esfuerzo que la naturaleza realiza para reestablecer las funciones alteradas”.)
Pero hay algo más que me animó en los peores momentos: la idea de la muerte como alivio. Recuerdo haber pensado el buen efecto psicológico que tendría la legalización de la eutanasia en los pacientes que sufren si éstos supiesen que tienen la opción de, en última instancia, poner fin a su quebranto con un mínimo de sufrimiento y con ayuda profesional.
No me sorprendió enterarme la semana pasada de que en Oregon, el único estado que ha despenalizado el suicidio asistido en los Estados Unidos, apenas 300 pacientes han tomado ese camino en los últimos diez años. En Suiza, que junto con Holanda y Bélgica es el único país en el que el suicidio asistido es legal, las cifras son proporcionalmente más altas pero sólo debido a que esta elegante solución está disponible también para los extranjeros de todas partes.
Otras naciones —por ejemplo Uruguay, donde un juez puede perdonar a un asesino si el homicidio es “piadoso” y ha sido cometido con el consentimiento de la víctima— han permitido suficientes resquicios en el sistema legal como para dejar la cuestión en manos de interpretaciones distintas. Pero, para la gran mayoría de la humanidad, la eutanasia sigue siendo un tabú.
Dos razones explican ese tabú. Una es la tradición iniciada por Hipócrates, cuyo juramento original rechazaba expresamente la eutanasia. En la actualidad, la profesión médica continúa honrando algo similar al juramento hipocrático. La segunda razón, más decisiva, es religiosa. El legado judío-cristiano gravita onerosamente en contra de la eutanasia, a pesar de que hay defensores del suicidio asistido entre ciertas ramas del protestantismo, incluidos los metodistas y los episcopales. Entre los cultos politeístas, el hinduismo también estigmatiza la eutanasia, aunque existen circunstancias en las que ayuda al desahuciado a morir si se piensa que los avatares están listos para llevárselo.
El argumento religioso contra la eutanasia –que ésta viola la santidad de la vida— ofende la gran premisa de la tradición judeo-cristiana, según la cual Dios confiere a cada persona el libre albedrío. Bajo un disfraz espiritual, equivale a decir que el fin –la preservación de un cuerpo ya inútil— justifica los medios, es decir la prolongación del tormento que el cuerpo inflige al espíritu del paciente. Por último, socava la creencia de que el espíritu sobrevive al cuerpo, confiriendo santidad al cuerpo inservible antes que al espíritu ansioso por liberarse del padecimiento.
Jack Kevorkian, el médico que ayudó a pacientes en estado terminal a suicidarse y pasó los últimos ocho años en la cárcel por esos “crímenes”, fue condenado bajo una legislación que nunca debió serle aplicada.
No le haríamos ningún bien a nuestra civilización si reaccionásemos ante el regreso del Dr. Kevorkian a la vida civil espantándolo como a una mosca —como a un chiflado del pasado— o aliviando nuestras conciencias con el recuerdo del disgusto que quizá sentimos ante la cinta de video que en 1998 envió al programa “60 Minutes” dando con ella pie a su procesamiento. Kevorkian se convirtió en una celebridad y en un delincuente sólo porque la ley hizo de él eso mismo. Su resurrección civil nos recuerda que su turbadora causa sigue siendo justa. Cuanto más rápido se mueva la ley en dirección de la justicia en este tema profundamente moral, más pronto evitaremos futuros Kevorkians, tanto los célebres como los que practican la eutanasia clandestina en numerosos países.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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