WASHINGTON, DC—No pasa una semana sin que, de pura casualidad, me tope con algún inmigrante ilegal aquí en Washington; y eso que la capital no es en modo alguno el área que más indocumentados concentra en los Estados Unidos. Las historias que me cuentan son siempre conmovedoras.
Hace algunas semanas, Rosita, una boliviana cuarentona, me contaba cómo, en el trayecto hacia los Estados Unidos, fue violada en Guatemala y timada en México, antes de atravesar el desierto de este país, donde perdió a un hermano que rehusó pagar al “coyote” una retribución mayor que la previamente acordada. Luego pasó por una muy dura experiencia que la obligó a realizarse una histerectomía en una clínica de bajo costo que ayuda a los inmigrantes. La operación salió horriblemente mal y estuvo luchando por su vida durante seis meses. Sus dos hijos se encuentran en Bolivia, a donde quisiera regresar cuando ahorre el dinero suficiente para saldar sus deudas. Trabaja doce horas por día, los siete días de la semana, limpiando casas, haciendo mandados y cuidando niños. “¿En qué sentido soy una criminal?”, me preguntó al despedirnos.
No lo es, por supuesto. Pero sí es, al igual que otros doce millones de inmigrantes ilegales, víctima de una fantástica ilusión: la ilusión de que las leyes de la oferta y la demanda pueden ser eliminadas por un acto de voluntad política. “La raza humana no tolera demasiada realidad”, escribió T. S. Eliot en uno de sus cuartetos. Podría haber estado refiriéndose a la inmigración en el siglo 21. No obstante el reciente acuerdo entre la Casa Blanca y un grupo de legisladores de ambos partidos, la ofuscación emocional que ha reemplazado a todo pensamiento sereno en este tema sigue haciendo improbable la promulgación de una ley razonable en materia de inmigración en el medio de la campaña presidencial.
Ni siquiera las sociedades totalitarias han sido capaces de erradicar las conductas sociales consideradas indeseables; de allí, por ejemplo, el alcoholismo generalizado en Rusia en tiempos de la Unión Soviética. Dondequiera que existe una desconexión entre la ley y la realidad, la realidad encuentra la forma de hacer que la ley se vuelva inservible. Durante gran parte de los trescientos años de vida colonial, España procuró imponer draconianas condiciones monopólicas sobre el comercio en la América española. El resultado fue que el contrabando llegó a representar dos tercios del comercio de las colonias. Hoy día, varias constituciones latinoamericanas nombran al catolicismo como iglesia oficial y sin embargo, en las últimas décadas, como mencioné en una columna reciente, la realidad ha sido otra pues una pluralidad de religiones ha logrado penetrar el alma de los latinoamericanos.
Siempre resulta difícil oponer a una reacción emocional argumentos lógicos y pruebas estadísticas. Si no fuera ese el caso, hace mucho que habría triunfado el argumento a favor de la despenalización de la inmigración y de una política que ayude a empatar a la futura demanda de trabajadores inmigrantes con la futura oferta. En un país con una tasa de desocupación de apenas 4,5 por ciento, ¿quién puede sostener seriamente que los inmigrantes quitan empleos a los nativos? En un país donde varios de los estados con el mayor número de inmigrantes, como Nueva York y Florida, tienen índices de paro por debajo del promedio nacional, ¿quién puede acusar seriamente a los inmigrantes de desplazar a los estadounidenses? En un país donde medio millón de inmigrantes ingresan de manera ilegal cada año debido a que el millón que lo hace legalmente no resulta suficiente para satisfacer la alta demanda de trabajadores extranjeros por parte de las empresas estadounidenses, ¿quién puede afirmar seriamente que el debate sobre la inmigración es primordialmente un debate entre estadounidenses que obedecen las leyes y extranjeros que las quebrantan?
Y no obstante ello, estos argumentos jamás persuadirán a un político como el representante Tom Tancredo, el republicano de Colorado, porque teme que sus electores no se lo perdonen. El resultado es una inconsistencia ideológica colosal. El conservadurismo —y el Sr. Tancredo se considera la quintaesencia del conservador— ha estado siempre a favor de la inmigración. Desde Edmund Burke, el filósofo y político anglo-irlandés considerado el padre del pensamiento conservador, hasta Ronald Reagan, quien no tuvo reparos con la palabra “amnistía” cuando millones de inmigrantes fueron legalizados bajo su mandato en 1986, los conservadores han comprendido que la interacción humana espontánea y las instituciones que de ella resultan son las que vuelven saludables, prósperas y pacíficas a las naciones. Son esas costumbres sociales —y no las burocracias desconectadas de la realidad— las que hacen la ley. Para los conservadores, un verdadero legislador es alguien que presta atención a las normas sociales y trata de adaptarse a ellas.
“¿En qué sentido soy una criminal?”, pregunta Rosita, quien no tiene el menor problema en encontrar a un estadounidense interesado en contratarla cada vez que necesita cambiar de empleo y cree en el trabajo duro, el ahorro, la familia y las leyes realistas.
La respuesta es melancólica: Rosita no es una criminal, sólo una heroína civil antes de tiempo.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
El crimen de Rosita
WASHINGTON, DC—No pasa una semana sin que, de pura casualidad, me tope con algún inmigrante ilegal aquí en Washington; y eso que la capital no es en modo alguno el área que más indocumentados concentra en los Estados Unidos. Las historias que me cuentan son siempre conmovedoras.
Hace algunas semanas, Rosita, una boliviana cuarentona, me contaba cómo, en el trayecto hacia los Estados Unidos, fue violada en Guatemala y timada en México, antes de atravesar el desierto de este país, donde perdió a un hermano que rehusó pagar al “coyote” una retribución mayor que la previamente acordada. Luego pasó por una muy dura experiencia que la obligó a realizarse una histerectomía en una clínica de bajo costo que ayuda a los inmigrantes. La operación salió horriblemente mal y estuvo luchando por su vida durante seis meses. Sus dos hijos se encuentran en Bolivia, a donde quisiera regresar cuando ahorre el dinero suficiente para saldar sus deudas. Trabaja doce horas por día, los siete días de la semana, limpiando casas, haciendo mandados y cuidando niños. “¿En qué sentido soy una criminal?”, me preguntó al despedirnos.
No lo es, por supuesto. Pero sí es, al igual que otros doce millones de inmigrantes ilegales, víctima de una fantástica ilusión: la ilusión de que las leyes de la oferta y la demanda pueden ser eliminadas por un acto de voluntad política. “La raza humana no tolera demasiada realidad”, escribió T. S. Eliot en uno de sus cuartetos. Podría haber estado refiriéndose a la inmigración en el siglo 21. No obstante el reciente acuerdo entre la Casa Blanca y un grupo de legisladores de ambos partidos, la ofuscación emocional que ha reemplazado a todo pensamiento sereno en este tema sigue haciendo improbable la promulgación de una ley razonable en materia de inmigración en el medio de la campaña presidencial.
Ni siquiera las sociedades totalitarias han sido capaces de erradicar las conductas sociales consideradas indeseables; de allí, por ejemplo, el alcoholismo generalizado en Rusia en tiempos de la Unión Soviética. Dondequiera que existe una desconexión entre la ley y la realidad, la realidad encuentra la forma de hacer que la ley se vuelva inservible. Durante gran parte de los trescientos años de vida colonial, España procuró imponer draconianas condiciones monopólicas sobre el comercio en la América española. El resultado fue que el contrabando llegó a representar dos tercios del comercio de las colonias. Hoy día, varias constituciones latinoamericanas nombran al catolicismo como iglesia oficial y sin embargo, en las últimas décadas, como mencioné en una columna reciente, la realidad ha sido otra pues una pluralidad de religiones ha logrado penetrar el alma de los latinoamericanos.
Siempre resulta difícil oponer a una reacción emocional argumentos lógicos y pruebas estadísticas. Si no fuera ese el caso, hace mucho que habría triunfado el argumento a favor de la despenalización de la inmigración y de una política que ayude a empatar a la futura demanda de trabajadores inmigrantes con la futura oferta. En un país con una tasa de desocupación de apenas 4,5 por ciento, ¿quién puede sostener seriamente que los inmigrantes quitan empleos a los nativos? En un país donde varios de los estados con el mayor número de inmigrantes, como Nueva York y Florida, tienen índices de paro por debajo del promedio nacional, ¿quién puede acusar seriamente a los inmigrantes de desplazar a los estadounidenses? En un país donde medio millón de inmigrantes ingresan de manera ilegal cada año debido a que el millón que lo hace legalmente no resulta suficiente para satisfacer la alta demanda de trabajadores extranjeros por parte de las empresas estadounidenses, ¿quién puede afirmar seriamente que el debate sobre la inmigración es primordialmente un debate entre estadounidenses que obedecen las leyes y extranjeros que las quebrantan?
Y no obstante ello, estos argumentos jamás persuadirán a un político como el representante Tom Tancredo, el republicano de Colorado, porque teme que sus electores no se lo perdonen. El resultado es una inconsistencia ideológica colosal. El conservadurismo —y el Sr. Tancredo se considera la quintaesencia del conservador— ha estado siempre a favor de la inmigración. Desde Edmund Burke, el filósofo y político anglo-irlandés considerado el padre del pensamiento conservador, hasta Ronald Reagan, quien no tuvo reparos con la palabra “amnistía” cuando millones de inmigrantes fueron legalizados bajo su mandato en 1986, los conservadores han comprendido que la interacción humana espontánea y las instituciones que de ella resultan son las que vuelven saludables, prósperas y pacíficas a las naciones. Son esas costumbres sociales —y no las burocracias desconectadas de la realidad— las que hacen la ley. Para los conservadores, un verdadero legislador es alguien que presta atención a las normas sociales y trata de adaptarse a ellas.
“¿En qué sentido soy una criminal?”, pregunta Rosita, quien no tiene el menor problema en encontrar a un estadounidense interesado en contratarla cada vez que necesita cambiar de empleo y cree en el trabajo duro, el ahorro, la familia y las leyes realistas.
La respuesta es melancólica: Rosita no es una criminal, sólo una heroína civil antes de tiempo.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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