Washington, DC—Hubo una época en la que Washington pretendía obligar a los latinoamericanos a abrir sus puertas al capitalismo estadounidense. La United Fruit Co., que figuraba de forma prominente —y chirriante— en la poesía antiimperialista latinoamericana, era el símbolo de aquellos tiempos. Que ironía colosal que, a comienzos del siglo 21, uno de los problemas de América Latina sea persuadir a los políticos estadounidenses para que ratifiquen Tratados de Libre Comercio (TLC) que alentarían aun más las exportaciones norteamericanas a la región.
La forma más sencilla de liberar el comercio es permitir que la gente compre y venda. Dado el mundo retorcido en que vivimos, preferimos suscribir interminables Tratados de Libre Comercio que los funcionarios negocian del mismo modo que las naciones en guerra diseñan tratados de paz. Y luego debemos convencer a los politicastros de que los ratifiquen. Perú, Colombia, y Panamá llevan meses suplicando al Congreso norteamericano que apruebe sus respectivos TLC con los Estados Unidos. Dos demócratas en particular, el representante Charles Rangel, presidente del Comité de Medios y Arbitrios, y el representante Sander Levin, titular del Subcomité de Comercio, se frotan las manos saboreando el poder que ahora tienen en esta materia. Max Baucus, que preside el Comité de Finanzas del Senado, refrendará cualquier cosa que Rangel y Levin maquinen.
Los politicastros en cuestión pretenden que se incluya en los tratados patrones laborales y medio ambientales más exigentes. Pero lo que piden es un absurdo. Quisieran que los tratados garanticen la aplicación de estándares establecidos por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que están en abierta colisión con las normas laborales estadounidenses. Hay sólo dos posibilidades: o bien los demócratas están solicitando a su gobierno que obligue a los latinoamericanos a aplicar leyes que los Estados Unidos consideran despreciables, o están haciendo a los latinoamericanos pagar por leyes estadounidenses que les revuelven el estómago y quisieran cambiar.
Si desean modificar su propia legislación laboral, los congresistas norteamericanos pueden fácilmente presentar propuestas de ley para que sus propias reglas se correspondan con los patrones de la OIT, prohibiendo, por ejemplo, el uso de sustitutos cuando los trabajadores hacen huelga. ¿Por qué no lo hacen? Porque saben que, aún con mayoría demócrata en ambas Cámaras del Congreso y en muchas legislaturas estatales, nunca podrán cumplir su tentación mortal. Es precisamente gracias a su legislación laboral flexible y liberal que la tasa de desempleo de los Estados Unidos no llega, desde hace muchos años, ni a la mitad de la tasa de paro de la Unión Europea.
Pero el entuerto no acaba ahí. Actualmente, la mayoría de los países que aguardan la ratificación de sus respectivos TLC exportan la mayor parte de sus productos a los Estados Unidos sin arancel gracias a sistemas de comercio preferencial que funcionan en una sola dirección. Eso significa que las exportaciones estadounidenses al Perú sufren un arancel promedio del 12 por ciento mientras que las exportaciones peruanas a los Estados Unidos no soportan arancel alguno. Por lo tanto, lo que los demócratas están diciéndoles a los exportadores de su país es esto: seguiremos castigándolos a ustedes porque consideramos que los latinoamericanos deberían tener normas laborales que casi nadie quiere ver aplicados en los Estados Unidos.
Según un reciente informe de la Business Roundtable, uno de cada cinco empleos estadounidenses está relacionado con las exportaciones y las importaciones. Si Rangel y compañía piensan que sus mañas retardarán la globalización, se engañan tontamente. En los años 70, las naciones en desarrollo eran la fuente del 15 por ciento del total de las importaciones de las naciones ricas. Hoy día, la proporción es del 40 por ciento y sigue creciendo. Ante esto, se pueden hacer dos cosas: adaptarse, como han hecho los estadounidenses del montón —razón por la cual esta economía sigue siendo fuerte y el desempleo bajo— o mudarse a otro planeta.
Una atingencia final. Los legisladores que sueñan despiertos con la aplicación de patrones laborales internacionales en América Latina ignoran que gran parte de la economía es “informal”, lo que significa que la gente sobrevive evadiendo reglas estatales. Un modo de ayudar a los latinoamericanos a transitar de la economía informal a la formal es crear incentivos para la legalización a través del libre comercio. Numerosas empresas peruanas se han vuelto formales en los últimos años debido a que las oportunidades de exportar a los Estados Unidos han hecho rentable la legalización de sus actividades a pesar del costo. La apertura del comercio es una de las formas de contribuir a que la aplicación de las reglas se haga realidad. Haciendo de la aplicación universal una condición previa para permitir que América Latina acceda al libre comercio implica poner la carreta delante del buey.
El penoso espectáculo de los latinoamericanos que llevan tanto tiempo suplicando al Congreso norteamericano la ratificación de sus TLC es una prueba más de que ese tipo de pactos comerciales, gárrulos y burocráticos, son la forma menos conveniente de liberar el comercio. La receta estonia de 1992 —la eliminación unilateral de las barreras comerciales— es un camino mucho más rápido. Y también más digno, porque no exige suplicar nada a nadie.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
Súplicas de libre comercio
Washington, DC—Hubo una época en la que Washington pretendía obligar a los latinoamericanos a abrir sus puertas al capitalismo estadounidense. La United Fruit Co., que figuraba de forma prominente —y chirriante— en la poesía antiimperialista latinoamericana, era el símbolo de aquellos tiempos. Que ironía colosal que, a comienzos del siglo 21, uno de los problemas de América Latina sea persuadir a los políticos estadounidenses para que ratifiquen Tratados de Libre Comercio (TLC) que alentarían aun más las exportaciones norteamericanas a la región.
La forma más sencilla de liberar el comercio es permitir que la gente compre y venda. Dado el mundo retorcido en que vivimos, preferimos suscribir interminables Tratados de Libre Comercio que los funcionarios negocian del mismo modo que las naciones en guerra diseñan tratados de paz. Y luego debemos convencer a los politicastros de que los ratifiquen. Perú, Colombia, y Panamá llevan meses suplicando al Congreso norteamericano que apruebe sus respectivos TLC con los Estados Unidos. Dos demócratas en particular, el representante Charles Rangel, presidente del Comité de Medios y Arbitrios, y el representante Sander Levin, titular del Subcomité de Comercio, se frotan las manos saboreando el poder que ahora tienen en esta materia. Max Baucus, que preside el Comité de Finanzas del Senado, refrendará cualquier cosa que Rangel y Levin maquinen.
Los politicastros en cuestión pretenden que se incluya en los tratados patrones laborales y medio ambientales más exigentes. Pero lo que piden es un absurdo. Quisieran que los tratados garanticen la aplicación de estándares establecidos por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que están en abierta colisión con las normas laborales estadounidenses. Hay sólo dos posibilidades: o bien los demócratas están solicitando a su gobierno que obligue a los latinoamericanos a aplicar leyes que los Estados Unidos consideran despreciables, o están haciendo a los latinoamericanos pagar por leyes estadounidenses que les revuelven el estómago y quisieran cambiar.
Si desean modificar su propia legislación laboral, los congresistas norteamericanos pueden fácilmente presentar propuestas de ley para que sus propias reglas se correspondan con los patrones de la OIT, prohibiendo, por ejemplo, el uso de sustitutos cuando los trabajadores hacen huelga. ¿Por qué no lo hacen? Porque saben que, aún con mayoría demócrata en ambas Cámaras del Congreso y en muchas legislaturas estatales, nunca podrán cumplir su tentación mortal. Es precisamente gracias a su legislación laboral flexible y liberal que la tasa de desempleo de los Estados Unidos no llega, desde hace muchos años, ni a la mitad de la tasa de paro de la Unión Europea.
Pero el entuerto no acaba ahí. Actualmente, la mayoría de los países que aguardan la ratificación de sus respectivos TLC exportan la mayor parte de sus productos a los Estados Unidos sin arancel gracias a sistemas de comercio preferencial que funcionan en una sola dirección. Eso significa que las exportaciones estadounidenses al Perú sufren un arancel promedio del 12 por ciento mientras que las exportaciones peruanas a los Estados Unidos no soportan arancel alguno. Por lo tanto, lo que los demócratas están diciéndoles a los exportadores de su país es esto: seguiremos castigándolos a ustedes porque consideramos que los latinoamericanos deberían tener normas laborales que casi nadie quiere ver aplicados en los Estados Unidos.
Según un reciente informe de la Business Roundtable, uno de cada cinco empleos estadounidenses está relacionado con las exportaciones y las importaciones. Si Rangel y compañía piensan que sus mañas retardarán la globalización, se engañan tontamente. En los años 70, las naciones en desarrollo eran la fuente del 15 por ciento del total de las importaciones de las naciones ricas. Hoy día, la proporción es del 40 por ciento y sigue creciendo. Ante esto, se pueden hacer dos cosas: adaptarse, como han hecho los estadounidenses del montón —razón por la cual esta economía sigue siendo fuerte y el desempleo bajo— o mudarse a otro planeta.
Una atingencia final. Los legisladores que sueñan despiertos con la aplicación de patrones laborales internacionales en América Latina ignoran que gran parte de la economía es “informal”, lo que significa que la gente sobrevive evadiendo reglas estatales. Un modo de ayudar a los latinoamericanos a transitar de la economía informal a la formal es crear incentivos para la legalización a través del libre comercio. Numerosas empresas peruanas se han vuelto formales en los últimos años debido a que las oportunidades de exportar a los Estados Unidos han hecho rentable la legalización de sus actividades a pesar del costo. La apertura del comercio es una de las formas de contribuir a que la aplicación de las reglas se haga realidad. Haciendo de la aplicación universal una condición previa para permitir que América Latina acceda al libre comercio implica poner la carreta delante del buey.
El penoso espectáculo de los latinoamericanos que llevan tanto tiempo suplicando al Congreso norteamericano la ratificación de sus TLC es una prueba más de que ese tipo de pactos comerciales, gárrulos y burocráticos, son la forma menos conveniente de liberar el comercio. La receta estonia de 1992 —la eliminación unilateral de las barreras comerciales— es un camino mucho más rápido. Y también más digno, porque no exige suplicar nada a nadie.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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