Lima—Si no fuera por una vertiginosa sucesión de escándalos de corrupción, el Presidente Lula da Silva habría sido fácilmente reelecto el domingo pasado. Como ocurre con frecuencia cuando un dirigente de “izquierda” gobierna con un programa de “derecha”, antes del descalabro ético el espacio quedaba chico tanto para quienes lo atacaban desde la izquierda nostálgica como para quienes lo hacían desde la derecha frustrada. Pero la corrupción, síntoma de un problema institucional que Lula no abordó en estos años, ha provocado una segunda vuelta en la que el mandatario deberá enfrentarse al ex gobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, hombre de centro-derecha.
Lula sigue siendo el favorito. Ha preservado el grueso de su propio espacio porque las opciones de izquierda más radicales –encabezadas por Heloisa Helena, disidente del Partido de los Trabajadores- dan mucho miedo y ha ocupado parte del espacio ajeno porque ciertos sectores de clase media ven en su gobierno una garantía de “contención” social que la alianza de centroderecha del Partido de la Social Democracia Brasileña y el Partido del Frente Liberal no puede ofrecer. Como los votantes de Helena probablemente se inclinarán por Lula antes que por Alckmin, el mandatario lo tendrá más fácil que Alckmin.
El Partido de los Trabajadores ha ganado apenas cuatro gobernaciones, de un total de 27. Sao Paulo, el estado-gigante y el pulmón industrial del país, está sólidamente en manos de la oposición, con José Serra a la cabeza. Si antes Lula y sus aliados tenían diez votos menos de los necesarios para obtener mayoría en la Cámara de Diputados –causa de buena parte de la reciente corrupción-, hoy su fuerza legislativa es más raquítica. En el laberíntico sistema político brasileño, en el que las gobernaciones tienen mucho poder sobre los legisladores porque controlan la recaudación local y en el que el Congreso está endémicamente atomizado, esto garantiza un período de inmovilismo y acritud en los próximos años.
Mala noticia para quien gane la segunda vuelta. Urge hacer cambios en Brasil: la economía va a un ritmo lento en comparación con muchos otros países “emergentes” y la pobreza sólo ha caído un 1 por ciento desde 2002. También son necesarias las reformas porque el sofocante sistema estatal tiende a la corrupción.
El año pasado la economía creció 2,6 por ciento y este año el crecimiento no superará el 3 por ciento. Según el Instituto de Pesquisa Económica y Aplicada, casi 54 millones de brasileños son pobres, de los cuales algo menos de la mitad son miserables. El programa “Bolsa Familia” de Lula –parte del esquema asistencialista “Hambre Cero”- otorga 24 dólares al mes a más de 11 millones de familias a cambio de que envíen a los hijos a la escuela y los vacunen. Si no fuera por esta ayuda no productiva, el gobierno no podría ufanarse de haber sacado a 6 millones de brasileños de la pobreza. A todas luces, esto es muy poca cosa en comparación con China, India y Sudáfrica, los referentes internacionales de Lula.
Precisamente porque el sistema político brasileño hace endemoniadamente difícil la toma de decisiones y el Estado limita la creación de riqueza (ciertas empresas llegan a pagar 61 impuestos diferentes), la corrupción ha proliferado. Como se recuerda, un diputado aliado de Lula denunció en 2005 que había recibido sobornos por su voto en el Congreso, lo mismo que otros legisladores. Fue la punta de una madeja interminable. El país descubrió un esquema sistemático de compra de votos legislativos, financiamiento ilegal de partidos y coimas empresariales que abarcaba a buena parte de la clase política. Lula parecía políticamente acabado, pero levantó cabeza en parte porque el Congreso le perdonó la vida y sus compatriotas también. El origen del problema sigue allí, carcomiendo la confianza de la población en sus instituciones.
Para la región iberoamericana, Lula debió representar un impulso a la modernización de la izquierda pero, en vista de que su gobierno mantiene una política exterior disonante con la sensatez de su conducción interna, ha ocurrido lo contrario. El ex Presidente Fernando Henrique Cardoso me dice que el liderazgo “retórico y contradictorio” de Lula ha permitido a los cabezacalientes ganar espacios. La alianza laxa que su gobierno, en buena parte bajo orientación de Marco Aurelio García, “canciller” paralelo desde el Palacio de Planalto, ha forjado con Hugo Chávez refuerza la posición del venezolano. Brasil ha comprometido su voto por Venezuela para que este país consiga un asiento en el Consejo de Seguridad y respaldo brasileño el delirante proyecto venezolano relacionado con la construcción de un gasoducto de 8 mil kilómetros a través de la Amazonia.
La apuesta de Lula por mantener al Mercosur alejado de cualquier acuerdo comercial con Estados Unidos u otras zonas prósperas indica hasta qué punto su política exterior padece los viejos tics latinoamericanos, aun si Lula evita las estridencias demagógicas de su vecino bolivariano. La reelección de Lula garantizará que América Latina continúe a media máquina durante los próximos años.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Lula en el laberinto
Lima—Si no fuera por una vertiginosa sucesión de escándalos de corrupción, el Presidente Lula da Silva habría sido fácilmente reelecto el domingo pasado. Como ocurre con frecuencia cuando un dirigente de “izquierda” gobierna con un programa de “derecha”, antes del descalabro ético el espacio quedaba chico tanto para quienes lo atacaban desde la izquierda nostálgica como para quienes lo hacían desde la derecha frustrada. Pero la corrupción, síntoma de un problema institucional que Lula no abordó en estos años, ha provocado una segunda vuelta en la que el mandatario deberá enfrentarse al ex gobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, hombre de centro-derecha.
Lula sigue siendo el favorito. Ha preservado el grueso de su propio espacio porque las opciones de izquierda más radicales –encabezadas por Heloisa Helena, disidente del Partido de los Trabajadores- dan mucho miedo y ha ocupado parte del espacio ajeno porque ciertos sectores de clase media ven en su gobierno una garantía de “contención” social que la alianza de centroderecha del Partido de la Social Democracia Brasileña y el Partido del Frente Liberal no puede ofrecer. Como los votantes de Helena probablemente se inclinarán por Lula antes que por Alckmin, el mandatario lo tendrá más fácil que Alckmin.
El Partido de los Trabajadores ha ganado apenas cuatro gobernaciones, de un total de 27. Sao Paulo, el estado-gigante y el pulmón industrial del país, está sólidamente en manos de la oposición, con José Serra a la cabeza. Si antes Lula y sus aliados tenían diez votos menos de los necesarios para obtener mayoría en la Cámara de Diputados –causa de buena parte de la reciente corrupción-, hoy su fuerza legislativa es más raquítica. En el laberíntico sistema político brasileño, en el que las gobernaciones tienen mucho poder sobre los legisladores porque controlan la recaudación local y en el que el Congreso está endémicamente atomizado, esto garantiza un período de inmovilismo y acritud en los próximos años.
Mala noticia para quien gane la segunda vuelta. Urge hacer cambios en Brasil: la economía va a un ritmo lento en comparación con muchos otros países “emergentes” y la pobreza sólo ha caído un 1 por ciento desde 2002. También son necesarias las reformas porque el sofocante sistema estatal tiende a la corrupción.
El año pasado la economía creció 2,6 por ciento y este año el crecimiento no superará el 3 por ciento. Según el Instituto de Pesquisa Económica y Aplicada, casi 54 millones de brasileños son pobres, de los cuales algo menos de la mitad son miserables. El programa “Bolsa Familia” de Lula –parte del esquema asistencialista “Hambre Cero”- otorga 24 dólares al mes a más de 11 millones de familias a cambio de que envíen a los hijos a la escuela y los vacunen. Si no fuera por esta ayuda no productiva, el gobierno no podría ufanarse de haber sacado a 6 millones de brasileños de la pobreza. A todas luces, esto es muy poca cosa en comparación con China, India y Sudáfrica, los referentes internacionales de Lula.
Precisamente porque el sistema político brasileño hace endemoniadamente difícil la toma de decisiones y el Estado limita la creación de riqueza (ciertas empresas llegan a pagar 61 impuestos diferentes), la corrupción ha proliferado. Como se recuerda, un diputado aliado de Lula denunció en 2005 que había recibido sobornos por su voto en el Congreso, lo mismo que otros legisladores. Fue la punta de una madeja interminable. El país descubrió un esquema sistemático de compra de votos legislativos, financiamiento ilegal de partidos y coimas empresariales que abarcaba a buena parte de la clase política. Lula parecía políticamente acabado, pero levantó cabeza en parte porque el Congreso le perdonó la vida y sus compatriotas también. El origen del problema sigue allí, carcomiendo la confianza de la población en sus instituciones.
Para la región iberoamericana, Lula debió representar un impulso a la modernización de la izquierda pero, en vista de que su gobierno mantiene una política exterior disonante con la sensatez de su conducción interna, ha ocurrido lo contrario. El ex Presidente Fernando Henrique Cardoso me dice que el liderazgo “retórico y contradictorio” de Lula ha permitido a los cabezacalientes ganar espacios. La alianza laxa que su gobierno, en buena parte bajo orientación de Marco Aurelio García, “canciller” paralelo desde el Palacio de Planalto, ha forjado con Hugo Chávez refuerza la posición del venezolano. Brasil ha comprometido su voto por Venezuela para que este país consiga un asiento en el Consejo de Seguridad y respaldo brasileño el delirante proyecto venezolano relacionado con la construcción de un gasoducto de 8 mil kilómetros a través de la Amazonia.
La apuesta de Lula por mantener al Mercosur alejado de cualquier acuerdo comercial con Estados Unidos u otras zonas prósperas indica hasta qué punto su política exterior padece los viejos tics latinoamericanos, aun si Lula evita las estridencias demagógicas de su vecino bolivariano. La reelección de Lula garantizará que América Latina continúe a media máquina durante los próximos años.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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