WASHINGTON, DC—La cadena HBO transmite en estos días un cautivante documental sobre Barry Goldwater, el padre del conservadurismo estadounidense moderno. Es un recordatorio punzante del desafío que los Estados Unidos de hoy plantean a una mente conservadora.
El cinco veces senador republicano, derrotado en 1964 –en una célebre campaña presidencial— por la despiadada maquinaria de Lyndon Johnson, tenía convicciones y estaba más interesado en ser consistente que en persuadir o agradar. De allí su impopularidad, excepto entre los tres millones de jóvenes que mantuvieron viva su causa, haciendo posible el fenómeno de Ronald Reagan y, más tarde, George W. Bush.
El documental, producido por su nieta, nos recuerda que Goldwater estaba a favor de un Estado pequeño no sólo en materia económica sino también en cuestiones morales. Por tanto, su figura pone al descubierto la inconsistencia tanto de algunos conservadores que defienden el Estado pequeño sólo de palabra como de quienes adhieren al liberalismo económico pero consideran que el Estado debe imponer sus valores morales sobre los demás. Goldwater iba en serio cuando denunciaba la intromisión estatal en la vida de la gente. “Mi objetivo no es promulgar leyes, sino derogarlas”, escribió en “The Conscience of a Conservative”. Eso significaba la reducción de los impuestos y el gasto, pero también el fin de la dictadura moral.
Sus muchos críticos en el Partido Republicano lo llamaron “deshonesto” y “heterodoxo” por apoyar el derecho de una mujer al aborto y oponerse a la discriminación contra los homosexuales. No había nada de “heterodoxo” en esto. Podemos estar o no de acuerdo con sus puntos de vista, pero es lógico que un convencido de que el Estado no debe invadir la esfera individual piense que los altos impuestos y las imposiciones morales son dos formas del mismo mal.
No muchos conservadores, ni siquiera quienes hoy se declaran “los conservadores de Goldwater”, se percatan de ello. Pero algunos sí lo hacen. George F. Will reflexiona con agudeza en el documental sobre cómo la visión de Goldwater se aparta del conservadurismo que hoy pretende aprisionar el orden social en la horma sus valores.
Por donde se lo mire, el tamaño del Estado norteamericano ha crecido bajo el gobierno de George W. Bush y el Congreso republicano. Desde 2001, los desembolsos federales han aumentado 45 por ciento. También ha crecido el poder del gobierno federal: el que una Casa Blanca republicana respalde una enmienda constitucional que prohibiría el matrimonio entre personas del mismo sexo da una idea de la autoridad moral que los actuales conservadores asignan al gobierno federal. Para ellos, la premisa de la Constitución—limitar el poder del gobierno—es menos importante que el imperativo moral.
Esta contradicción representa, me parece, uno de los dos grandes desafíos que Estados Unidos plantea hoy a un joven conservador. El otro es la tensión entre la vocación por el Estado pequeño y la fe en la intervención militar en el exterior—el Estado beligerante. Es una contradicción a la que el propio Goldwater sucumbió. Defendía la movilización de la mole estatal contra los enemigos ideológicos en el exterior —de allí su apoyo a la intervención de EE.UU. en Vietnam— al tiempo que propugnaba acotar el Estado en todos los demás aspectos. A diferencia de muchos críticos de Goldwater, no veo en esto deshonestidad. Era una genuina contradicción en el alma conservadora.
Cuando la Guerra Fría pasó, muchos liberales y conservadores hicieron causa común porque pareció que el Estado beligerante se había quedado sin razón de ser. Pero los acontecimientos, en especial el “11 de septiembre”, desmintieron esa esperanza. Así, pues, los conservadores están hoy en una trampa ideológica: en casa, defienden a los contribuyentes contra el Estado excesivo; en el exterior, quieren salvar a la civilización expandiendo el Estado, con lo cual acaban engordando el Estado que quieren adelgazar. Muchos problemas actuales se originan en esa ambivalencia intelectual, en especial la tensión entre seguridad y libertades civiles en la lucha contra el terrorismo. Si añadimos a ello la contradicción existente entre el Estado pequeño en economía y el gendarme moral, entendemos por qué los conservadores están ante un conjunto de dilemas desgarradores.
No fue siempre así. Una asombrosa generación de escritores estadounidenses que se alzaron intelectualmente contra F. D. Roosevelt en los años 30 y 40 fueron capaces de “mancomunar” los tres elementos que desgarran al conservadurismo de hoy. Creían que los ciudadanos eran los principales responsables de su propio bienestar, de sus valores morales y de su relación con el extranjero. Algunos los apodaron la “Vieja Derecha” para diferenciarla de la nueva, pero ellos nunca emplearon ese témino. Se desvanecieron con la Guerra Fría y los reemplazó una nueva clase de conservadores, hasta llegar a los “neocons”.
La cuestión no es académica. Se traduce en políticas que tienen consecuencias para los stadounidenses y para millones de personas alrededor del mundo. Mientras tanto, el Estado sigue creciendo en los tres frentes: gasto público, intervencionismo moral y afirmación exterior. ¿En que momento surgirá una nueva corriente conservadora dispuesta a despejar la confusión?
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Mister conservador
WASHINGTON, DC—La cadena HBO transmite en estos días un cautivante documental sobre Barry Goldwater, el padre del conservadurismo estadounidense moderno. Es un recordatorio punzante del desafío que los Estados Unidos de hoy plantean a una mente conservadora.
El cinco veces senador republicano, derrotado en 1964 –en una célebre campaña presidencial— por la despiadada maquinaria de Lyndon Johnson, tenía convicciones y estaba más interesado en ser consistente que en persuadir o agradar. De allí su impopularidad, excepto entre los tres millones de jóvenes que mantuvieron viva su causa, haciendo posible el fenómeno de Ronald Reagan y, más tarde, George W. Bush.
El documental, producido por su nieta, nos recuerda que Goldwater estaba a favor de un Estado pequeño no sólo en materia económica sino también en cuestiones morales. Por tanto, su figura pone al descubierto la inconsistencia tanto de algunos conservadores que defienden el Estado pequeño sólo de palabra como de quienes adhieren al liberalismo económico pero consideran que el Estado debe imponer sus valores morales sobre los demás. Goldwater iba en serio cuando denunciaba la intromisión estatal en la vida de la gente. “Mi objetivo no es promulgar leyes, sino derogarlas”, escribió en “The Conscience of a Conservative”. Eso significaba la reducción de los impuestos y el gasto, pero también el fin de la dictadura moral.
Sus muchos críticos en el Partido Republicano lo llamaron “deshonesto” y “heterodoxo” por apoyar el derecho de una mujer al aborto y oponerse a la discriminación contra los homosexuales. No había nada de “heterodoxo” en esto. Podemos estar o no de acuerdo con sus puntos de vista, pero es lógico que un convencido de que el Estado no debe invadir la esfera individual piense que los altos impuestos y las imposiciones morales son dos formas del mismo mal.
No muchos conservadores, ni siquiera quienes hoy se declaran “los conservadores de Goldwater”, se percatan de ello. Pero algunos sí lo hacen. George F. Will reflexiona con agudeza en el documental sobre cómo la visión de Goldwater se aparta del conservadurismo que hoy pretende aprisionar el orden social en la horma sus valores.
Por donde se lo mire, el tamaño del Estado norteamericano ha crecido bajo el gobierno de George W. Bush y el Congreso republicano. Desde 2001, los desembolsos federales han aumentado 45 por ciento. También ha crecido el poder del gobierno federal: el que una Casa Blanca republicana respalde una enmienda constitucional que prohibiría el matrimonio entre personas del mismo sexo da una idea de la autoridad moral que los actuales conservadores asignan al gobierno federal. Para ellos, la premisa de la Constitución—limitar el poder del gobierno—es menos importante que el imperativo moral.
Esta contradicción representa, me parece, uno de los dos grandes desafíos que Estados Unidos plantea hoy a un joven conservador. El otro es la tensión entre la vocación por el Estado pequeño y la fe en la intervención militar en el exterior—el Estado beligerante. Es una contradicción a la que el propio Goldwater sucumbió. Defendía la movilización de la mole estatal contra los enemigos ideológicos en el exterior —de allí su apoyo a la intervención de EE.UU. en Vietnam— al tiempo que propugnaba acotar el Estado en todos los demás aspectos. A diferencia de muchos críticos de Goldwater, no veo en esto deshonestidad. Era una genuina contradicción en el alma conservadora.
Cuando la Guerra Fría pasó, muchos liberales y conservadores hicieron causa común porque pareció que el Estado beligerante se había quedado sin razón de ser. Pero los acontecimientos, en especial el “11 de septiembre”, desmintieron esa esperanza. Así, pues, los conservadores están hoy en una trampa ideológica: en casa, defienden a los contribuyentes contra el Estado excesivo; en el exterior, quieren salvar a la civilización expandiendo el Estado, con lo cual acaban engordando el Estado que quieren adelgazar. Muchos problemas actuales se originan en esa ambivalencia intelectual, en especial la tensión entre seguridad y libertades civiles en la lucha contra el terrorismo. Si añadimos a ello la contradicción existente entre el Estado pequeño en economía y el gendarme moral, entendemos por qué los conservadores están ante un conjunto de dilemas desgarradores.
No fue siempre así. Una asombrosa generación de escritores estadounidenses que se alzaron intelectualmente contra F. D. Roosevelt en los años 30 y 40 fueron capaces de “mancomunar” los tres elementos que desgarran al conservadurismo de hoy. Creían que los ciudadanos eran los principales responsables de su propio bienestar, de sus valores morales y de su relación con el extranjero. Algunos los apodaron la “Vieja Derecha” para diferenciarla de la nueva, pero ellos nunca emplearon ese témino. Se desvanecieron con la Guerra Fría y los reemplazó una nueva clase de conservadores, hasta llegar a los “neocons”.La cuestión no es académica. Se traduce en políticas que tienen consecuencias para los stadounidenses y para millones de personas alrededor del mundo. Mientras tanto, el Estado sigue creciendo en los tres frentes: gasto público, intervencionismo moral y afirmación exterior. ¿En que momento surgirá una nueva corriente conservadora dispuesta a despejar la confusión?
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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