Damasco—Las ligeras reformas ocurridas en Siria recientemente parece haber provocado una reacción de parte de muchos sirios que se han volcado con el islamismo. El hecho de que el Presidente Bashar al-Assad haya permitido alguna apertura en áreas como las telecomunicaciones está fortaleciendo a los islamistas porque la modernización de algunos sirios enganchados a la televisión satelital y el Internet pone nerviosos a sectores tradicionales.
Tras un extenso recorrido por Siria esta semana, noté que las calles están repletas de mujeres veladas y las mezquitas hierven de gente. Los líderes religiosos reciben consultas sobre temas políticos y hace unos meses el régimen incitó a clérigos musulmanes a organizar una protesta contra las caricaturas danesas de Mahoma. La manifestación se fue de las manos y la embajada chilena fue incendiada por error.
Puede palpar este renacer del islamismo cuando conocí a Mahdi, un fabricante de muebles, y a su familia en Aleppo, hito de la antigua Ruta de la Seda. Hace algunos años amenazó con desheredar a su hijo, que convivía con una ex prostituta en Europa, obligándolo a casarse con una siria. La familia de ella, estricta observadora de la ley islámica, convirtió al hijo de Mahdi en un cuasi fundamentalista. Cuando los conocí, la esposa del joven, cubierta de la cabeza a los pies, mantuvo sus ojos hechiceramente hermosos apartados de nosotros durante toda la tarde mientras él nos observaba taciturno desde un rincón, en contraste con su padre, jovial anfitrión. “Siento remordimiento por mi hijo”, le confió Mahdi a un amigo árabe que nos acompañaba. “Lo he perdido; sabe Dios dónde terminará”.
Desde que aplastó una revuelta sunnita en Hama, a comienzos de los 80´, causando la muerte de 25 mil personas, el régimen de Baaz, controlado por la minoría alauí, ha reprimido de forma efectiva el islamismo, especialmente a la Hermandad Musulmana (hay incidentes de vez en cuando: la semana pasada, tres activistas que escondían armas fueron arrestados.) El partido Baaz se hizo cargo de todos los estamentos del poder en 1970 bajo el gobierno de Hafez al-Assad, saqueando la riqueza. El hijo de Assad, Bashar, ha preservado el régimen, aunque ha reemplazado a ciertos acólitos de su padre e iniciado una reforma superficial.
En Siria, tal como lo expresa un diplomático europeo, “uno de cada seis individuos puede ser un informante.” La corrupción es la única manera de subsistir. Karim, un agricultor de olivos en Siria occidental, confiesa: “Tengo que pagarle al ministerio, al gobierno local y a la oficina de aduanas para hacer cualquier cosa.” Los críticos pasan por la cárcel a menudo. Hace pocos días, docenas de intelectuales que suscribieron un documento pidiendo a las autoridades abrir una embajada en el Líbano, país al que Damasco considera parte de la Gran Siria, terminaron en prisión acusados de ser agentes de los Estados Unidos (en verdad son críticos de Washington).
El gobierno juega distintas cartas en aras de su autopreservación. Ha establecido lazos con los chiítas iraquíes y Teherán. En el Líbano, Siria se ha aliado con el Presidente Emile Lahoud, quien controla el aparato de seguridad, en contra del jefe de la mayoría parlamentaria Saad Hariri, adversario de Damasco. Y apoya al radical Frente Popular Para la Liberación de Palestina aún cuando al medio millón de refugiados palestinos no se les ha otorgado la ciudadanía siria. Todas estas son las prendas de cambio que Damasco planea utilizar en futuras negociaciones en la región para lograr la supervivencia del régimen.
En este ambiente, el islamismo está proveyendo una ominosa válvula de escape para algunos. Aún así, se ven signos de una sociedad civil esperando surgir. Los vi en la activista de derechos humanos que al final de un evento cultural al que asistía el ministro de Información se puso de pie para calificar al gobierno de “dictatorial”. Y en el zocco de al-Hamidiyya, donde se comercia frenéticamente. Y en los jóvenes sirios que, tras una victoria de Brasil en la Copa del Mundo, marchaban por la zigzageante Recta Vía portando banderas brasileñas y gritando “¡hemos ganado!” aún cuando tendrían dificultad para señalar al país en un mapa. Y en el beduino que conocí en el desierto de al-Sham en Siria central, para quien no hay contradicción entre la antena parabólica que ha colocado en el exterior de su tienda y su devoción a la tribu. Y en los inmigrantes libaneses, mauritanos y jordanos que traducen y crean literatura porque creen en el poder de la imaginación por sobre la censura.
El primer día, alguien le dijo a mi hermana que la palabra Vargas es árabe porque proviene de Barhas. “Es posible”, comenté, “dado que los árabes dominaron el sur de España durante ocho siglos antes de que los españoles conquistaran el Nuevo Mundo.” Y pensé: “Si esto es cierto, mi familia ha hecho las paces entre Israel y los árabes sin darse cuenta”. No le había mencionado que junto a mi hermana estaba mi cuñado, un judío.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Entre los sirios
Damasco—Las ligeras reformas ocurridas en Siria recientemente parece haber provocado una reacción de parte de muchos sirios que se han volcado con el islamismo. El hecho de que el Presidente Bashar al-Assad haya permitido alguna apertura en áreas como las telecomunicaciones está fortaleciendo a los islamistas porque la modernización de algunos sirios enganchados a la televisión satelital y el Internet pone nerviosos a sectores tradicionales.
Tras un extenso recorrido por Siria esta semana, noté que las calles están repletas de mujeres veladas y las mezquitas hierven de gente. Los líderes religiosos reciben consultas sobre temas políticos y hace unos meses el régimen incitó a clérigos musulmanes a organizar una protesta contra las caricaturas danesas de Mahoma. La manifestación se fue de las manos y la embajada chilena fue incendiada por error.
Puede palpar este renacer del islamismo cuando conocí a Mahdi, un fabricante de muebles, y a su familia en Aleppo, hito de la antigua Ruta de la Seda. Hace algunos años amenazó con desheredar a su hijo, que convivía con una ex prostituta en Europa, obligándolo a casarse con una siria. La familia de ella, estricta observadora de la ley islámica, convirtió al hijo de Mahdi en un cuasi fundamentalista. Cuando los conocí, la esposa del joven, cubierta de la cabeza a los pies, mantuvo sus ojos hechiceramente hermosos apartados de nosotros durante toda la tarde mientras él nos observaba taciturno desde un rincón, en contraste con su padre, jovial anfitrión. “Siento remordimiento por mi hijo”, le confió Mahdi a un amigo árabe que nos acompañaba. “Lo he perdido; sabe Dios dónde terminará”.
Desde que aplastó una revuelta sunnita en Hama, a comienzos de los 80´, causando la muerte de 25 mil personas, el régimen de Baaz, controlado por la minoría alauí, ha reprimido de forma efectiva el islamismo, especialmente a la Hermandad Musulmana (hay incidentes de vez en cuando: la semana pasada, tres activistas que escondían armas fueron arrestados.) El partido Baaz se hizo cargo de todos los estamentos del poder en 1970 bajo el gobierno de Hafez al-Assad, saqueando la riqueza. El hijo de Assad, Bashar, ha preservado el régimen, aunque ha reemplazado a ciertos acólitos de su padre e iniciado una reforma superficial.
En Siria, tal como lo expresa un diplomático europeo, “uno de cada seis individuos puede ser un informante.” La corrupción es la única manera de subsistir. Karim, un agricultor de olivos en Siria occidental, confiesa: “Tengo que pagarle al ministerio, al gobierno local y a la oficina de aduanas para hacer cualquier cosa.” Los críticos pasan por la cárcel a menudo. Hace pocos días, docenas de intelectuales que suscribieron un documento pidiendo a las autoridades abrir una embajada en el Líbano, país al que Damasco considera parte de la Gran Siria, terminaron en prisión acusados de ser agentes de los Estados Unidos (en verdad son críticos de Washington).
El gobierno juega distintas cartas en aras de su autopreservación. Ha establecido lazos con los chiítas iraquíes y Teherán. En el Líbano, Siria se ha aliado con el Presidente Emile Lahoud, quien controla el aparato de seguridad, en contra del jefe de la mayoría parlamentaria Saad Hariri, adversario de Damasco. Y apoya al radical Frente Popular Para la Liberación de Palestina aún cuando al medio millón de refugiados palestinos no se les ha otorgado la ciudadanía siria. Todas estas son las prendas de cambio que Damasco planea utilizar en futuras negociaciones en la región para lograr la supervivencia del régimen.
En este ambiente, el islamismo está proveyendo una ominosa válvula de escape para algunos. Aún así, se ven signos de una sociedad civil esperando surgir. Los vi en la activista de derechos humanos que al final de un evento cultural al que asistía el ministro de Información se puso de pie para calificar al gobierno de “dictatorial”. Y en el zocco de al-Hamidiyya, donde se comercia frenéticamente. Y en los jóvenes sirios que, tras una victoria de Brasil en la Copa del Mundo, marchaban por la zigzageante Recta Vía portando banderas brasileñas y gritando “¡hemos ganado!” aún cuando tendrían dificultad para señalar al país en un mapa. Y en el beduino que conocí en el desierto de al-Sham en Siria central, para quien no hay contradicción entre la antena parabólica que ha colocado en el exterior de su tienda y su devoción a la tribu. Y en los inmigrantes libaneses, mauritanos y jordanos que traducen y crean literatura porque creen en el poder de la imaginación por sobre la censura.
El primer día, alguien le dijo a mi hermana que la palabra Vargas es árabe porque proviene de Barhas. “Es posible”, comenté, “dado que los árabes dominaron el sur de España durante ocho siglos antes de que los españoles conquistaran el Nuevo Mundo.” Y pensé: “Si esto es cierto, mi familia ha hecho las paces entre Israel y los árabes sin darse cuenta”. No le había mencionado que junto a mi hermana estaba mi cuñado, un judío.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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