El presidente de Bolivia, Evo Morales, anunció hace poco que su gobierno habrá de aumentar el salario mínimo vigente en el país, “al menos en un 50 %”, agregando que se está estudiando la forma en que tal incremento pueda llegar nada menos que al 100%. Actualmente el salario mínimo que rige en ese país es de 440 bolivianos, unos 55 dólares, una cifra bastante baja en comparación con la de otros países sudamericanos. La posibilidad de duplicar los salarios actuales depende, según Evo Morales, de un fallo judicial que obligaría a pagar a las empresas petroleras privadas unos 40 millones de dólares por deudas tributarias, dándole así al gobierno los fondos necesarios para cubrir los compromisos que la medida implica.
A pesar de que aumentos del 100% en los salarios no son nada frecuentes en el mundo, el incremento no le ha parecido suficiente al principal vocero de los sindicatos bolivianos. El secretario ejecutivo de la Confederación Obrera Boliviana, Jaime Solares, se ha manifestado insatisfecho con la medida anunciada: ha insistido en que el presidente debe cumplir la promesa hecha durante la campaña electoral que llevaría los salarios hasta 1.500 bolivianos, un incremento del 241% con respecto a los valores actuales.
Todo esto, naturalmente, ha despertado la inquietud del sector privado y las críticas de varios analistas independientes, pues son muchas las objeciones que se pueden hacer a estos aumentos salariales por decreto. En primer lugar porque deciden por la economía como un todo, sin prestar la menor atención a las diferencias de productividad que existen entre las diferentes regiones y áreas de actividad. Si bien en la gran mayoría de las empresas modernas bolivianas, por ejemplo, los trabajadores suelen ganar cifras mucho más altas que las que fija el salario mínimo, no ocurre lo mismo en muchas empresas medianas y pequeñas y en las regiones rurales, ni en el sector del servicio doméstico, que según la ley boliviana también queda afectado por el decreto. Un aumento compulsivo e indiscriminado de los salarios, por lo tanto, sólo puede producir dos consecuencias sociales: o una reducción del empleo total, pues las empresas menos productivas no podrán seguir contratando la misma cantidad de personal que tenían y se verán obligadas a despedir a algunos trabajadores (o a cerrar, en el peor de los casos), o una ampliación del llamado sector informal, es decir, de aquel constituido por quienes no pueden cumplir con las reglamentaciones laborales y tributarias existentes y se ven obligados a trabajar fuera del ámbito regulado por la ley. Ambas posibilidades, que en la práctica suelen combinarse de diferente manera, son socialmente muy negativas, pues llevan al estancamiento de la economía y a su fragmentación en dos sectores diferenciados.
En segundo lugar existe el peligro, como ya lo han señalado economistas de todas las tendencias, que el gobierno no pueda cumplir a cabalidad con lo que promete ni aún en el caso de que el fallo respecto a las compañías petroleras lo favorezca. Ese dinero que espera para cubrir los mayores gastos salariales futuros sólo llegará a las arcas fiscales una vez, dejando en el limbo de la incertidumbre lo que pueda suceder de allí en adelante. Lo más probable es que, apremiado por sus nuevos compromisos, el gobierno se vea obligado a emitir más moneda y a provocar un regreso de la temida inflación, que ya causó estragos en Bolivia durante la década de los ochenta.
Pero la objeción principal no radica tanto en la arbitrariedad de la medida ni en sus posibles consecuencias inflacionarias, problemas que de suyo son bastante serios, sino en el error fundamental que se esconde detrás de esta visión voluntarista de la economía. Si los salarios pueden fijarse por decreto en el valor que se desee ¿por qué entonces no elevarlos de una vez al valor que propone la Central Obrera o, mejor aún, por qué no emparejarlos con los que ganan los trabajadores de Argentina o de Brasil, o hasta de Alemania y los Estados Unidos? Si se quiere mejorar de una vez el nivel de vida de las masas laboriosas ¿por qué entonces detenerse a mitad de camino?
Llevadas las cosas hasta este punto se nos dirá, de un modo u otro, que eso resulta imposible, que la economía no da para tanto, que se crearían de inmediato problemas irresolubles que desembocarían en una crisis profunda, con una enorme inflación y una recesión que echaría por tierra todas las buenas intenciones del gobernante. Lo que resulta obvio para el caso de aumentos de gran magnitud es también cierto, aunque menos visible, cuando se piensa en incrementos menores: los salarios no crecen por decreto sino que responden al nivel real de productividad de una economía y nada pueden hacer los decretos para cambiar esta circunstancia. El gobernante que, como Evo Morales, cae en la tentación populista de subirlos, sólo está incubando mayores dificultades económicas para todos y, en definitiva, mayor pobreza para las masas trabajadoras.
Las Tentaciones de Evo
El presidente de Bolivia, Evo Morales, anunció hace poco que su gobierno habrá de aumentar el salario mínimo vigente en el país, “al menos en un 50 %”, agregando que se está estudiando la forma en que tal incremento pueda llegar nada menos que al 100%. Actualmente el salario mínimo que rige en ese país es de 440 bolivianos, unos 55 dólares, una cifra bastante baja en comparación con la de otros países sudamericanos. La posibilidad de duplicar los salarios actuales depende, según Evo Morales, de un fallo judicial que obligaría a pagar a las empresas petroleras privadas unos 40 millones de dólares por deudas tributarias, dándole así al gobierno los fondos necesarios para cubrir los compromisos que la medida implica.
A pesar de que aumentos del 100% en los salarios no son nada frecuentes en el mundo, el incremento no le ha parecido suficiente al principal vocero de los sindicatos bolivianos. El secretario ejecutivo de la Confederación Obrera Boliviana, Jaime Solares, se ha manifestado insatisfecho con la medida anunciada: ha insistido en que el presidente debe cumplir la promesa hecha durante la campaña electoral que llevaría los salarios hasta 1.500 bolivianos, un incremento del 241% con respecto a los valores actuales.
Todo esto, naturalmente, ha despertado la inquietud del sector privado y las críticas de varios analistas independientes, pues son muchas las objeciones que se pueden hacer a estos aumentos salariales por decreto. En primer lugar porque deciden por la economía como un todo, sin prestar la menor atención a las diferencias de productividad que existen entre las diferentes regiones y áreas de actividad. Si bien en la gran mayoría de las empresas modernas bolivianas, por ejemplo, los trabajadores suelen ganar cifras mucho más altas que las que fija el salario mínimo, no ocurre lo mismo en muchas empresas medianas y pequeñas y en las regiones rurales, ni en el sector del servicio doméstico, que según la ley boliviana también queda afectado por el decreto. Un aumento compulsivo e indiscriminado de los salarios, por lo tanto, sólo puede producir dos consecuencias sociales: o una reducción del empleo total, pues las empresas menos productivas no podrán seguir contratando la misma cantidad de personal que tenían y se verán obligadas a despedir a algunos trabajadores (o a cerrar, en el peor de los casos), o una ampliación del llamado sector informal, es decir, de aquel constituido por quienes no pueden cumplir con las reglamentaciones laborales y tributarias existentes y se ven obligados a trabajar fuera del ámbito regulado por la ley. Ambas posibilidades, que en la práctica suelen combinarse de diferente manera, son socialmente muy negativas, pues llevan al estancamiento de la economía y a su fragmentación en dos sectores diferenciados.
En segundo lugar existe el peligro, como ya lo han señalado economistas de todas las tendencias, que el gobierno no pueda cumplir a cabalidad con lo que promete ni aún en el caso de que el fallo respecto a las compañías petroleras lo favorezca. Ese dinero que espera para cubrir los mayores gastos salariales futuros sólo llegará a las arcas fiscales una vez, dejando en el limbo de la incertidumbre lo que pueda suceder de allí en adelante. Lo más probable es que, apremiado por sus nuevos compromisos, el gobierno se vea obligado a emitir más moneda y a provocar un regreso de la temida inflación, que ya causó estragos en Bolivia durante la década de los ochenta.
Pero la objeción principal no radica tanto en la arbitrariedad de la medida ni en sus posibles consecuencias inflacionarias, problemas que de suyo son bastante serios, sino en el error fundamental que se esconde detrás de esta visión voluntarista de la economía. Si los salarios pueden fijarse por decreto en el valor que se desee ¿por qué entonces no elevarlos de una vez al valor que propone la Central Obrera o, mejor aún, por qué no emparejarlos con los que ganan los trabajadores de Argentina o de Brasil, o hasta de Alemania y los Estados Unidos? Si se quiere mejorar de una vez el nivel de vida de las masas laboriosas ¿por qué entonces detenerse a mitad de camino?
Llevadas las cosas hasta este punto se nos dirá, de un modo u otro, que eso resulta imposible, que la economía no da para tanto, que se crearían de inmediato problemas irresolubles que desembocarían en una crisis profunda, con una enorme inflación y una recesión que echaría por tierra todas las buenas intenciones del gobernante. Lo que resulta obvio para el caso de aumentos de gran magnitud es también cierto, aunque menos visible, cuando se piensa en incrementos menores: los salarios no crecen por decreto sino que responden al nivel real de productividad de una economía y nada pueden hacer los decretos para cambiar esta circunstancia. El gobernante que, como Evo Morales, cae en la tentación populista de subirlos, sólo está incubando mayores dificultades económicas para todos y, en definitiva, mayor pobreza para las masas trabajadoras.
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