Una política exterior estadounidense intervensionista, alimentada por el celo mesiánico de la administración Bush de volver más democrático al mundo, ha contribuido a un dramático auge en el islamismo político radical alrededor del planeta. En verdad, la actual campaña de la administración es aún más ambiciosa que la ingenua política de Woodrow Wilson de “volver seguro al mundo para la democracia.” Suponiendo que la administración Bush sea en verdad sincera respecto de su retórica (lo cual resulta cuestionable, dada su moderada crítica para con aliados despóticos, tales como los gobiernos de Egipto y de Uzbekistán, los que respectivamente han tomado recientemente medidas enérgicas contra los disidentes o simplemente los acribillaron en masa), tanto las políticas de Wilson como las de Bush derivan de un virulento estiramiento del excepcionalismo estadounidense, la idea de que los Estados Unidos son algo especial entre las naciones del mundo.
Muchos cristianos fundamentalistas (durante la época de Wilson y en la actualidad), parecieran creer que los Estados Unidos fueron fundados como una “nación cristiana” y que el mundo se encontraría en una situación mejor si tan solo más gobiernos extranjeros se pareciesen al gobierno estadounidense. Esta idea va mucho más allá de la demostrada evidencia empírica acerca de que la mayor parte de la población de los EE.UU. se describe a sí misma como cristiana. Cuestionando los puntos de vista ortodoxos de la historia estadounidense, muchos de dichos fundamentalistas consideran que los fundadores de la nación delinearon al nuevo gobierno como una teocracia con principios cristianos.
En verdad, muchos de los principales fundadores de la nación ni siquiera eran cristianos, sino que eran deístas, y la Constitución de los Estados Unidos adrede no menciona a la palabra “Dios.” Por ejemplo, Thomas Jefferson tenía discusiones encarnizadas con la iglesia organizada y era un clamoroso defensor de la separación de la iglesia y el estado. Jefferson, James Madison, y otros fundadores consideraban acertadamente que la participación del estado en la religión, corrompe tanto al gobierno como a la fe. Más importante aún, si el gobierno no avala ni apoya a ninguna religión o denominación, los ciudadanos pueden practicar libremente cualquier forma de fe sin temor a la supresión u opresión gubernamental.
Desafortunadamente, el ahínco del cristiano mesiánico por convertir a otros comenzó a ser mal encausado y a influir en la política exterior oficial de los Estados Unidos a comienzos del siglo pasado, en las postrimerías de la Guerra Española-Estadounidense. El Presidente William McKinley deseaba utilizar a las fuerzas armadas para convertir a la “cristiandad” a los filipinos—a pesar de que muchos de ellos ya eran católicos. En la actualidad, la idea de que el estadounidense es el “pueblo elegido” que precisa emplear la fuerza para lograr que los otros se vuelvan más como él, se ha transformado en la idea más atrayente y secular de propagar a la democracia al estilo estadounidense alrededor del Medio Oriente y del mundo. En vez de “salvar” a los pueblos extranjeros con el “fuego y el azufre” de la religión, el gobierno estadounidense está ahora “salvándolos” con la democracia.
Incluso muchos liberales*, que no se percatan de las raíces fundamentalistas del wilsonianismo, han abrazado la política idealista. Este consenso bipartidista sobre la difusión de la democracia a punta de pistola hubiese mortificado a los fundadores de la nación. En primer lugar, casi todos los fundadores—incluso Alexander Hamilton, un defensor del activismo gubernamental—creían que el hecho de entrometerse en los asuntos de otros países a través de las guerras y de las intervenciones militares destruiría en última instancia a nuestro propio experimento único con la libertad aquí en el país. En segundo término, los fundadores estaban más preocupados, correctamente, respecto de los derechos individuales y de la libertad y hubiesen visto a la moderna atención que se le brinda al gobierno de la mayoría como fruto de la democracia pura, como tiránica y de esa forma peligrosa para esas libertades.
La democracia no garantiza las libertades individuales. Irónicamente, cualquier elección legítima en Egipto o en Arabia Saudita—tal como es urgida por parte de la administración Bush—podría perfectamente elegir a partidos islámicos fundamentalistas y no democráticos, los cuales podrían usurpar las libertades individuales mediante la institución de la estricta ley islámica. Pero entonces quizás, ésta sería tan solo una versión islámica de la visión más última que algunos desacertados cristianos fundamentalistas tienen respecto de la religión en el gobierno estadounidense.
Y es la política exterior intervensionista de los EE.UU. la que ha contribuido en primer término al apogeo del islamismo político radical. Pese a su idealista y mesiánica retórica wilsoniana a través de los años, el gobierno de los Estados Unidos ha apuntalado rutinariamente a déspotas en el mundo islámico que eran percibidos como amistosos para con los intereses estadounidenses. El único disenso permitido por estos autócratas locales tenía lugar en las mezquitas. De esta manera, los islamistas radicales ganaban legitimidad pública en estos países como la única fuerza que se oponía a los regímenes corruptos respaldados por los EE.UU.. Así, los Estados Unidos enfrentan ahora a movimientos islámicos radicales anti-estadounidenses alrededor del mundo que engendran a los terroristas. En 1978, uno de tales movimientos anti-estadounidenses obtuvo el control de los instrumentos del poder en Irán. En los años 90, otro, el Talibán, consiguió el control del gobierno afgano y le brindó refugio a los terroristas que de manera exitosa condujeron el peor ataque terrorista en la historia de los EE.UU. el 11 de septiembre de 2001-ambos son ejemplos de las catastróficas consecuencias no deseadas de una mesiánica política exterior de los EE.UU..
Los Estados Unidos han cometido un grave error al conducir una campaña mesiánica, aunque a menudo hipócrita, tendiente a convertir al mundo al gobierno “democrático,” utilizando una política exterior intervencionista. En su lugar, quienes pergeñan las políticas en los Estados Unidos deberían pasar más tiempo defendiendo la libertad en el país de los ataques por parte de al Qaeda y de otras amenazas reales y convirtiéndolo en un pacífico refugio de los derechos humanos al cual el mundo pueda emular—la clase de excepcionalismo estadounidense que los fundadores originalmente pensaron.
*Nota del Traductor:
El término liberales es utilizado aquí con la acepción estadounidense del mismo, la que hace referencia a los partidarios del intervensionismo y del dirigismo estatal.
Traducido por Gabriel Gasave
El resultado de una política exterior mesiánica: El islamismo radical anti-estadounidense
Una política exterior estadounidense intervensionista, alimentada por el celo mesiánico de la administración Bush de volver más democrático al mundo, ha contribuido a un dramático auge en el islamismo político radical alrededor del planeta. En verdad, la actual campaña de la administración es aún más ambiciosa que la ingenua política de Woodrow Wilson de “volver seguro al mundo para la democracia.” Suponiendo que la administración Bush sea en verdad sincera respecto de su retórica (lo cual resulta cuestionable, dada su moderada crítica para con aliados despóticos, tales como los gobiernos de Egipto y de Uzbekistán, los que respectivamente han tomado recientemente medidas enérgicas contra los disidentes o simplemente los acribillaron en masa), tanto las políticas de Wilson como las de Bush derivan de un virulento estiramiento del excepcionalismo estadounidense, la idea de que los Estados Unidos son algo especial entre las naciones del mundo.
Muchos cristianos fundamentalistas (durante la época de Wilson y en la actualidad), parecieran creer que los Estados Unidos fueron fundados como una “nación cristiana” y que el mundo se encontraría en una situación mejor si tan solo más gobiernos extranjeros se pareciesen al gobierno estadounidense. Esta idea va mucho más allá de la demostrada evidencia empírica acerca de que la mayor parte de la población de los EE.UU. se describe a sí misma como cristiana. Cuestionando los puntos de vista ortodoxos de la historia estadounidense, muchos de dichos fundamentalistas consideran que los fundadores de la nación delinearon al nuevo gobierno como una teocracia con principios cristianos.
En verdad, muchos de los principales fundadores de la nación ni siquiera eran cristianos, sino que eran deístas, y la Constitución de los Estados Unidos adrede no menciona a la palabra “Dios.” Por ejemplo, Thomas Jefferson tenía discusiones encarnizadas con la iglesia organizada y era un clamoroso defensor de la separación de la iglesia y el estado. Jefferson, James Madison, y otros fundadores consideraban acertadamente que la participación del estado en la religión, corrompe tanto al gobierno como a la fe. Más importante aún, si el gobierno no avala ni apoya a ninguna religión o denominación, los ciudadanos pueden practicar libremente cualquier forma de fe sin temor a la supresión u opresión gubernamental.
Desafortunadamente, el ahínco del cristiano mesiánico por convertir a otros comenzó a ser mal encausado y a influir en la política exterior oficial de los Estados Unidos a comienzos del siglo pasado, en las postrimerías de la Guerra Española-Estadounidense. El Presidente William McKinley deseaba utilizar a las fuerzas armadas para convertir a la “cristiandad” a los filipinos—a pesar de que muchos de ellos ya eran católicos. En la actualidad, la idea de que el estadounidense es el “pueblo elegido” que precisa emplear la fuerza para lograr que los otros se vuelvan más como él, se ha transformado en la idea más atrayente y secular de propagar a la democracia al estilo estadounidense alrededor del Medio Oriente y del mundo. En vez de “salvar” a los pueblos extranjeros con el “fuego y el azufre” de la religión, el gobierno estadounidense está ahora “salvándolos” con la democracia.
Incluso muchos liberales*, que no se percatan de las raíces fundamentalistas del wilsonianismo, han abrazado la política idealista. Este consenso bipartidista sobre la difusión de la democracia a punta de pistola hubiese mortificado a los fundadores de la nación. En primer lugar, casi todos los fundadores—incluso Alexander Hamilton, un defensor del activismo gubernamental—creían que el hecho de entrometerse en los asuntos de otros países a través de las guerras y de las intervenciones militares destruiría en última instancia a nuestro propio experimento único con la libertad aquí en el país. En segundo término, los fundadores estaban más preocupados, correctamente, respecto de los derechos individuales y de la libertad y hubiesen visto a la moderna atención que se le brinda al gobierno de la mayoría como fruto de la democracia pura, como tiránica y de esa forma peligrosa para esas libertades.
La democracia no garantiza las libertades individuales. Irónicamente, cualquier elección legítima en Egipto o en Arabia Saudita—tal como es urgida por parte de la administración Bush—podría perfectamente elegir a partidos islámicos fundamentalistas y no democráticos, los cuales podrían usurpar las libertades individuales mediante la institución de la estricta ley islámica. Pero entonces quizás, ésta sería tan solo una versión islámica de la visión más última que algunos desacertados cristianos fundamentalistas tienen respecto de la religión en el gobierno estadounidense.
Y es la política exterior intervensionista de los EE.UU. la que ha contribuido en primer término al apogeo del islamismo político radical. Pese a su idealista y mesiánica retórica wilsoniana a través de los años, el gobierno de los Estados Unidos ha apuntalado rutinariamente a déspotas en el mundo islámico que eran percibidos como amistosos para con los intereses estadounidenses. El único disenso permitido por estos autócratas locales tenía lugar en las mezquitas. De esta manera, los islamistas radicales ganaban legitimidad pública en estos países como la única fuerza que se oponía a los regímenes corruptos respaldados por los EE.UU.. Así, los Estados Unidos enfrentan ahora a movimientos islámicos radicales anti-estadounidenses alrededor del mundo que engendran a los terroristas. En 1978, uno de tales movimientos anti-estadounidenses obtuvo el control de los instrumentos del poder en Irán. En los años 90, otro, el Talibán, consiguió el control del gobierno afgano y le brindó refugio a los terroristas que de manera exitosa condujeron el peor ataque terrorista en la historia de los EE.UU. el 11 de septiembre de 2001-ambos son ejemplos de las catastróficas consecuencias no deseadas de una mesiánica política exterior de los EE.UU..
Los Estados Unidos han cometido un grave error al conducir una campaña mesiánica, aunque a menudo hipócrita, tendiente a convertir al mundo al gobierno “democrático,” utilizando una política exterior intervencionista. En su lugar, quienes pergeñan las políticas en los Estados Unidos deberían pasar más tiempo defendiendo la libertad en el país de los ataques por parte de al Qaeda y de otras amenazas reales y convirtiéndolo en un pacífico refugio de los derechos humanos al cual el mundo pueda emular—la clase de excepcionalismo estadounidense que los fundadores originalmente pensaron.
*Nota del Traductor:
El término liberales es utilizado aquí con la acepción estadounidense del mismo, la que hace referencia a los partidarios del intervensionismo y del dirigismo estatal.
Traducido por Gabriel Gasave
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