Pese a las respuestas evasivas a los interrogantes acerca de su rol en la creación de un penetrante medio ambiente político, el que hizo de la tortura de prisioneros por parte del gobierno estadounidense tan sólo una pura diversión, el Consejero de la Casa Blanca Alberto Gonzáles parecería estar listo para obtener la aprobación del Senado como Procurador General. Ese estremecedor resultado reafirmaría que el políticamente dispuesto Congreso, a menudo tiene una visión distorsionada de lo que se supone que significa este país.
En el pasado, el Congreso le ha impartido sanciones a presidentes o a sus eventuales funcionarios designados por trasgresiones mucho más leves que la culpabilidad en casos de tortura. Por ejemplo, el Presidente Bill Clinton fue sometido a juicio político por el Congreso—una rareza en la historia estadounidense—por mantener relaciones sexuales con una pasante y mentir al respecto. Si bien Clinton era culpable de mal comportamiento, esta violación de la ética en ningún momento se aproximó a la severidad de permitir el brutal tratamiento de aquellos prisioneros en custodia del gobierno. De modo similar, el Congreso le negó al Juez Robert Bork un asiento en la Corte Suprema, no en virtud de que su sentencia de prisioneros fuese demasiado severa, sino meramente en virtud de veía a su política como fuera de la corriente mayoritaria.
Aunque me desagrada el termino “no-estadounidense”—dado que a lo largo de la historia de los Estados Unidos, el mismo le ha sido aplicado a individuos que por lo general no concordaban con cualquiera que fuese la guerra que por entonces estaba en boga—considero que el vocablo puede ser con seguridad aplicado a la tortura. El Congreso debería negarle el acceso a un alto cargo a cualquiera que ayudase a crear un clima burocrático que implícitamente avale tal comportamiento reprehensible. Gonzáles ha hecho exactamente eso.
En enero de 2002, preparó el borrador del memorando que le aconsejaba al Presidente Bush que las Convenciones de Ginebra, que regulan el trato que debe darse a los prisioneros, no se aplicaban a aquellos individuos capturados en Afganistán durante la guerra y que algunas cláusulas de esas convenciones eran “obsoletas” y “extrañas” (la administración está actualmente haciendo ruido respecto de negociar las convenciones.)
Independientemente de si el régimen Talibán le había brindado protección a al Qaeda y si la invasión estadounidense de esa nación se encontraba de esa forma moralmente justificada, a los combatientes capturados mientras repelían una invasión extranjera debería acordárseles la protección de las Convenciones de Ginebra.
Indudablemente para lidiar con este tema, la administración, en febrero de 2002, anunció que las convenciones se aplicarían a los prisioneros talibanes pero no a los miembros de al Qaeda. De forma similar, Gonzáles admitió durante su audiencia de confirmación que el gobierno de los Estados Unidos ha emitido una opinión legal de que los combatientes no iraquíes capturados en Irak, no se encuentran protegidos por las convenciones.
Incluso si a los “terroristas” no se les concede la protección de las convenciones—una política contra-intuitivamente dudosa—es poco claro que todos los miembros de al Qaeda en Afganistán y todos los no iraquíes que combaten a los Estados Unidos en Irak, cuadren bajo esa denominación. Por ejemplo, contrariamente a la sabiduría convencional, el grueso de los combatientes de al Qaeda son soldados de infantería comunes y no fuerzas especiales (terroristas).
Más importante, a pesar de que los terroristas que matan a inocentes no merecen ser protegidos por las convenciones, sería una inteligente política estadounidense la de concederles dicha protección. En el futuro, otras naciones podrían rotular a las fuerzas de los EE.UU. como “terroristas” para negarles la protección contra la tortura que proveen las convenciones. El senador republicano Lindsay Graham de Carolina del Sur tenía esto en mente en las audiencias de confirmación de Gonzáles cuando acusó a la administración de “hacerse la lista con la ley” al tratar a los cautivos en Irak y en otras partes. Criticó a la administración por mellar dramáticamente a la campaña contra el terrorismo al desperdiciar el alto basamento moral y poner en peligro las vidas de varios soldados estadounidenses capturados.
Aún peor, Gonzáles eludió los canales normales en el Departamento de Justicia cuando buscó consejo sobre la permisibilidad de las técnicas de interrogación coercitivas y sobre la aplicabilidad de las convenciones de Ginebra. El accionar de Gonzáles condujo a un memo del departamento del mes de agosto de 2002 en el que se definía a la tortura de manera muy acotada y en que se aseveraba que el presidente podía evadir las prohibiciones internas e internacionales (las convenciones) contra la tortura bajo el manto de la seguridad nacional de los Estados Unidos. Escandalosamente, el memo limitaba la definición de la tortura punible por la ley al dolor físico “de una intensidad semejante a aquella que acompaña al daño físico serio tal como la muerte o la falla de un órgano.” Al ser cuestionado durante la audiencia de confirmación, Gonzáles contrajo amnesia sobre su papel en la formulación de este memo.
Lo peor de todo, es que Gonzáles no rechazaría como ilegal de manera categórica al uso de la tortura por parte de los efectivos estadounidenses o de los agentes de inteligencia en todas las circunstancias. No importa que según los expertos, la tortura sea usualmente ineficaz para la obtención de información veraz y fidedigna de parte de los prisioneros. El cautivo estará simplemente de acuerdo con cualquier cosa con tal de detener la molestia que se le infringe.
Pisándole los talones a la bizarra retención por parte del presidente de Donald Rumsfeld como Secretario de Defensa (los tropiezos de Rumsfeld en Irak incluyen al escándalo de las torturas en la prisión de Abu Ghraib), la nominación de la administración de Gonzáles para el cargo de Procurador General es un ejercicio de provocación descarada que probablemente inflame adicionalmente al mundo islámico y resulte en una amenaza aún mayor para la seguridad de los EE.UU. bajo la forma de un terrorismo con consecuencias no previstas. El Senado debiera volver en sus sentidos y dar dos veces en el blanco por la seguridad y los valores estadounidenses rechazando la nominación de Gonzáles.
Traducido por Gabriel Gasave
¿Avalará la tortura el Senado de los Estados Unidos?
Pese a las respuestas evasivas a los interrogantes acerca de su rol en la creación de un penetrante medio ambiente político, el que hizo de la tortura de prisioneros por parte del gobierno estadounidense tan sólo una pura diversión, el Consejero de la Casa Blanca Alberto Gonzáles parecería estar listo para obtener la aprobación del Senado como Procurador General. Ese estremecedor resultado reafirmaría que el políticamente dispuesto Congreso, a menudo tiene una visión distorsionada de lo que se supone que significa este país.
En el pasado, el Congreso le ha impartido sanciones a presidentes o a sus eventuales funcionarios designados por trasgresiones mucho más leves que la culpabilidad en casos de tortura. Por ejemplo, el Presidente Bill Clinton fue sometido a juicio político por el Congreso—una rareza en la historia estadounidense—por mantener relaciones sexuales con una pasante y mentir al respecto. Si bien Clinton era culpable de mal comportamiento, esta violación de la ética en ningún momento se aproximó a la severidad de permitir el brutal tratamiento de aquellos prisioneros en custodia del gobierno. De modo similar, el Congreso le negó al Juez Robert Bork un asiento en la Corte Suprema, no en virtud de que su sentencia de prisioneros fuese demasiado severa, sino meramente en virtud de veía a su política como fuera de la corriente mayoritaria.
Aunque me desagrada el termino “no-estadounidense”—dado que a lo largo de la historia de los Estados Unidos, el mismo le ha sido aplicado a individuos que por lo general no concordaban con cualquiera que fuese la guerra que por entonces estaba en boga—considero que el vocablo puede ser con seguridad aplicado a la tortura. El Congreso debería negarle el acceso a un alto cargo a cualquiera que ayudase a crear un clima burocrático que implícitamente avale tal comportamiento reprehensible. Gonzáles ha hecho exactamente eso.
En enero de 2002, preparó el borrador del memorando que le aconsejaba al Presidente Bush que las Convenciones de Ginebra, que regulan el trato que debe darse a los prisioneros, no se aplicaban a aquellos individuos capturados en Afganistán durante la guerra y que algunas cláusulas de esas convenciones eran “obsoletas” y “extrañas” (la administración está actualmente haciendo ruido respecto de negociar las convenciones.)
Independientemente de si el régimen Talibán le había brindado protección a al Qaeda y si la invasión estadounidense de esa nación se encontraba de esa forma moralmente justificada, a los combatientes capturados mientras repelían una invasión extranjera debería acordárseles la protección de las Convenciones de Ginebra.
Indudablemente para lidiar con este tema, la administración, en febrero de 2002, anunció que las convenciones se aplicarían a los prisioneros talibanes pero no a los miembros de al Qaeda. De forma similar, Gonzáles admitió durante su audiencia de confirmación que el gobierno de los Estados Unidos ha emitido una opinión legal de que los combatientes no iraquíes capturados en Irak, no se encuentran protegidos por las convenciones.
Incluso si a los “terroristas” no se les concede la protección de las convenciones—una política contra-intuitivamente dudosa—es poco claro que todos los miembros de al Qaeda en Afganistán y todos los no iraquíes que combaten a los Estados Unidos en Irak, cuadren bajo esa denominación. Por ejemplo, contrariamente a la sabiduría convencional, el grueso de los combatientes de al Qaeda son soldados de infantería comunes y no fuerzas especiales (terroristas).
Más importante, a pesar de que los terroristas que matan a inocentes no merecen ser protegidos por las convenciones, sería una inteligente política estadounidense la de concederles dicha protección. En el futuro, otras naciones podrían rotular a las fuerzas de los EE.UU. como “terroristas” para negarles la protección contra la tortura que proveen las convenciones. El senador republicano Lindsay Graham de Carolina del Sur tenía esto en mente en las audiencias de confirmación de Gonzáles cuando acusó a la administración de “hacerse la lista con la ley” al tratar a los cautivos en Irak y en otras partes. Criticó a la administración por mellar dramáticamente a la campaña contra el terrorismo al desperdiciar el alto basamento moral y poner en peligro las vidas de varios soldados estadounidenses capturados.
Aún peor, Gonzáles eludió los canales normales en el Departamento de Justicia cuando buscó consejo sobre la permisibilidad de las técnicas de interrogación coercitivas y sobre la aplicabilidad de las convenciones de Ginebra. El accionar de Gonzáles condujo a un memo del departamento del mes de agosto de 2002 en el que se definía a la tortura de manera muy acotada y en que se aseveraba que el presidente podía evadir las prohibiciones internas e internacionales (las convenciones) contra la tortura bajo el manto de la seguridad nacional de los Estados Unidos. Escandalosamente, el memo limitaba la definición de la tortura punible por la ley al dolor físico “de una intensidad semejante a aquella que acompaña al daño físico serio tal como la muerte o la falla de un órgano.” Al ser cuestionado durante la audiencia de confirmación, Gonzáles contrajo amnesia sobre su papel en la formulación de este memo.
Lo peor de todo, es que Gonzáles no rechazaría como ilegal de manera categórica al uso de la tortura por parte de los efectivos estadounidenses o de los agentes de inteligencia en todas las circunstancias. No importa que según los expertos, la tortura sea usualmente ineficaz para la obtención de información veraz y fidedigna de parte de los prisioneros. El cautivo estará simplemente de acuerdo con cualquier cosa con tal de detener la molestia que se le infringe.
Pisándole los talones a la bizarra retención por parte del presidente de Donald Rumsfeld como Secretario de Defensa (los tropiezos de Rumsfeld en Irak incluyen al escándalo de las torturas en la prisión de Abu Ghraib), la nominación de la administración de Gonzáles para el cargo de Procurador General es un ejercicio de provocación descarada que probablemente inflame adicionalmente al mundo islámico y resulte en una amenaza aún mayor para la seguridad de los EE.UU. bajo la forma de un terrorismo con consecuencias no previstas. El Senado debiera volver en sus sentidos y dar dos veces en el blanco por la seguridad y los valores estadounidenses rechazando la nominación de Gonzáles.
Traducido por Gabriel Gasave
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