A los atletas estadounidenses en los largamente fortificados Juegos Olímpicos en Atenas les han sido asignados guardaespaldas por parte del Departamento de Estado de los EE.UU. y han tenido prácticamente que asumir identidades secretas en un intento por permanecer seguros. Temerosos de un ataque terrorista, los espectadores estadounidenses han permanecido en masa fuera de los juegos. Tanto los republicanos como los demócratas parecerían estar levantando sus manos y capitulando con la noción de que el mundo se ha vuelto simplemente más peligroso. Pero este mundo más peligroso es en gran medida aquel que los EE.UU. están creando.
En un evento internacional donde usualmente es alentado el orgullo por el origen, a los atletas estadounidenses se les está aparentemente diciendo que no vistan remeras que pudiesen identificarlos como tales. En un gran eufemismo, un entrenador olímpico fue citado en el San Francisco Chronicle diciendo: “Tal como el mundo se encuentra actualmente, los Estados Unidos no son el país favorito.” Uno podría preguntarse cómo el “Hogar del Libre y la Tierra del Valiente”—un modelo de libertad política y económica apartado geográficamente de la mayoría de los centros de conflicto—ha colocado a sus ciudadanos en un peligro mortal al volverlos tan generalmente desdeñados.
La respuesta es simple. A pesar de que el gobierno de los EE.UU. les adviertea sus ciudadanos, en repetidas ocasiones, acerca de inminentes ataques terroristas y toma medidas draconianas—tanto en el país como en el exterior—en nombre de la “seguridad nacional,” el mismo no posee realmente muchos incentivos para en los hechos volver más seguros a esos ciudadanos.
Según un anónimo funcionario de inteligencia en actividad, quien posee casi dos décadas de experiencia en los campos del terrorismo, el islamismo militante, y el sur de Asia y quien a su vez es autor del libro Imperial Hubris: Why the West Is Losing the War on Terror, “uno de los mayores peligros para los estadounidenses en decidir cómo confrontar a la amenaza islámica radical está dado por el hecho de continuar creyendo—como lo urgen los líderes senior de los EE.UU.—que los musulmanes nos odian y nos atacan por lo que somos y por como pensamos, en vez de por lo que hacemos.”
Incluso el Presidente Bush continúa diciéndole el público estadounidense que los terroristas “nos odian por nuestras libertades.” Los dichos del presidente se dan de bruces con las opiniones de los expertos en las motivaciones de Osama bin Laden—tales como el autor arriba mencionado y Peter Bergen, uno de los pocos reporteros occidentales que han entrevistado al jefe de al Qaeda. La retórica del Presidente Bush se contradice también con encuesta tras encuesta realizadas en los países islámicos (y en gran parte del mundo), las que indican que esas poblaciones no detestan a la cultura, las libertades, la riqueza o la tecnología estadounidenses, sino a la política exterior de los EE.UU.. Por lo tanto ¿por qué sigue el presidente formulando tales afirmaciones?
Como las equivocadas declaraciones de la administración Bush respecto de una relación de cooperación entre al Qaeda y Saddam Hussein, tal engaño esconde lo que realmente mueve a la política del gobierno estadounidense. Pero ninguna teoría conspirativa absurda precisa ser conjurada. Las investigaciones por parte de los científicos políticos y de los economistas de la elección pública indican que ante la ausencia de un adecuado escrutinio público, los intereses particulares altamente organizados y bien conectados -tanto dentro como fuera del gobierno—conducen las políticas gubernamentales. En virtud de que tales políticas concentran sus beneficios en aquellos intereses, los grupos de presión se preocupan enormemente de ellos y realizan lobby sobre el gobierno de los EE.UU. para su implementación. Desdichadamente, los costos de las políticas son menos percibidos en razón de que los mismos se encuentran ampliamente distribuidos entre los contribuyentes y el público en general. También, la cortina de humo lanzada por los políticos enmascara lo que realmente está aconteciendo. Por lo tanto, incluso si el gobierno estadounidense se encuentra interesado más a menudo en defender a los intereses especiales que en proteger al grueso de su ciudadanía, solamente en raras ocasiones hay una protesta pública.
Por ejemplo, en el caso de la invasión de Irak, los intereses especiales se beneficiaron con la destrucción de un enemigo de Israel y con la obtención de nuevas bases militares estadounidenses en un Golfo Pérsico rico en petróleo para reemplazar a aquellas que están perdiéndose en Arabia Saudita. La administración Bush retóricamente exageró la amenaza de las “armas de destrucción masiva” iraquíes e implicó una falsa conexión entre al Qaeda y Saddam Hussein para ocultar los verdaderos motivos de la invasión. Desdichadamente, al ciudadano le queda la cuenta: $200 mil millones y en aumento, las muertes innecesarias de muchos hombres de servicio estadounidenses y de iraquíes, y una opinión mundial enardecida contra los Estados Unidos, lo que probablemente llevará a más—no menos—terrorismo contra los ciudadanos estadounidenses en el país y fuera del mismo.
De una manera más general, los intereses especiales, tales como las compañías petroleras, hacen lobby sobre el gobierno de los EE.UU. para que intervenga en ultramar en su propio beneficio. Cuando esto tiene como resultado no querido al terrorismo contra los ciudadanos estadounidenses—por ejemplo, los ataques del 11 de septiembre—algo debe hacerse para ocultar la auto generación gubernamental de su provisión de “seguridad.” El intenso odio anti estadounidense de al Qaeda tiene que ser adjudicado a la libertad, a la cultura, a la prosperidad o a la tecnología estadounidenses, todo lo cual no puede ser cambiado con el mero deseo o fácilmente. En contraste, los ciudadanos estadounidenses—incluidos los atletas y los espectadores de los EE.UU. en futuros Juegos Olímpicos—podrían volverse más seguros haciendo más humilde rápidamente al entremetimiento en el exterior de la política exterior de los Estados Unidos. Pero de esa manera, este último cambio sería una nueva forma de terror—la de infligir temor en los corazones de la elite de la política exterior estadounidense y de los intereses que ellos representan.
Traducido por Gabriel Gasave
¿Tiene realmente su gobierno interés en protegerlo del terrorismo?
A los atletas estadounidenses en los largamente fortificados Juegos Olímpicos en Atenas les han sido asignados guardaespaldas por parte del Departamento de Estado de los EE.UU. y han tenido prácticamente que asumir identidades secretas en un intento por permanecer seguros. Temerosos de un ataque terrorista, los espectadores estadounidenses han permanecido en masa fuera de los juegos. Tanto los republicanos como los demócratas parecerían estar levantando sus manos y capitulando con la noción de que el mundo se ha vuelto simplemente más peligroso. Pero este mundo más peligroso es en gran medida aquel que los EE.UU. están creando.
En un evento internacional donde usualmente es alentado el orgullo por el origen, a los atletas estadounidenses se les está aparentemente diciendo que no vistan remeras que pudiesen identificarlos como tales. En un gran eufemismo, un entrenador olímpico fue citado en el San Francisco Chronicle diciendo: “Tal como el mundo se encuentra actualmente, los Estados Unidos no son el país favorito.” Uno podría preguntarse cómo el “Hogar del Libre y la Tierra del Valiente”—un modelo de libertad política y económica apartado geográficamente de la mayoría de los centros de conflicto—ha colocado a sus ciudadanos en un peligro mortal al volverlos tan generalmente desdeñados.
La respuesta es simple. A pesar de que el gobierno de los EE.UU. les adviertea sus ciudadanos, en repetidas ocasiones, acerca de inminentes ataques terroristas y toma medidas draconianas—tanto en el país como en el exterior—en nombre de la “seguridad nacional,” el mismo no posee realmente muchos incentivos para en los hechos volver más seguros a esos ciudadanos.
Según un anónimo funcionario de inteligencia en actividad, quien posee casi dos décadas de experiencia en los campos del terrorismo, el islamismo militante, y el sur de Asia y quien a su vez es autor del libro Imperial Hubris: Why the West Is Losing the War on Terror, “uno de los mayores peligros para los estadounidenses en decidir cómo confrontar a la amenaza islámica radical está dado por el hecho de continuar creyendo—como lo urgen los líderes senior de los EE.UU.—que los musulmanes nos odian y nos atacan por lo que somos y por como pensamos, en vez de por lo que hacemos.”
Incluso el Presidente Bush continúa diciéndole el público estadounidense que los terroristas “nos odian por nuestras libertades.” Los dichos del presidente se dan de bruces con las opiniones de los expertos en las motivaciones de Osama bin Laden—tales como el autor arriba mencionado y Peter Bergen, uno de los pocos reporteros occidentales que han entrevistado al jefe de al Qaeda. La retórica del Presidente Bush se contradice también con encuesta tras encuesta realizadas en los países islámicos (y en gran parte del mundo), las que indican que esas poblaciones no detestan a la cultura, las libertades, la riqueza o la tecnología estadounidenses, sino a la política exterior de los EE.UU.. Por lo tanto ¿por qué sigue el presidente formulando tales afirmaciones?
Como las equivocadas declaraciones de la administración Bush respecto de una relación de cooperación entre al Qaeda y Saddam Hussein, tal engaño esconde lo que realmente mueve a la política del gobierno estadounidense. Pero ninguna teoría conspirativa absurda precisa ser conjurada. Las investigaciones por parte de los científicos políticos y de los economistas de la elección pública indican que ante la ausencia de un adecuado escrutinio público, los intereses particulares altamente organizados y bien conectados -tanto dentro como fuera del gobierno—conducen las políticas gubernamentales. En virtud de que tales políticas concentran sus beneficios en aquellos intereses, los grupos de presión se preocupan enormemente de ellos y realizan lobby sobre el gobierno de los EE.UU. para su implementación. Desdichadamente, los costos de las políticas son menos percibidos en razón de que los mismos se encuentran ampliamente distribuidos entre los contribuyentes y el público en general. También, la cortina de humo lanzada por los políticos enmascara lo que realmente está aconteciendo. Por lo tanto, incluso si el gobierno estadounidense se encuentra interesado más a menudo en defender a los intereses especiales que en proteger al grueso de su ciudadanía, solamente en raras ocasiones hay una protesta pública.
Por ejemplo, en el caso de la invasión de Irak, los intereses especiales se beneficiaron con la destrucción de un enemigo de Israel y con la obtención de nuevas bases militares estadounidenses en un Golfo Pérsico rico en petróleo para reemplazar a aquellas que están perdiéndose en Arabia Saudita. La administración Bush retóricamente exageró la amenaza de las “armas de destrucción masiva” iraquíes e implicó una falsa conexión entre al Qaeda y Saddam Hussein para ocultar los verdaderos motivos de la invasión. Desdichadamente, al ciudadano le queda la cuenta: $200 mil millones y en aumento, las muertes innecesarias de muchos hombres de servicio estadounidenses y de iraquíes, y una opinión mundial enardecida contra los Estados Unidos, lo que probablemente llevará a más—no menos—terrorismo contra los ciudadanos estadounidenses en el país y fuera del mismo.
De una manera más general, los intereses especiales, tales como las compañías petroleras, hacen lobby sobre el gobierno de los EE.UU. para que intervenga en ultramar en su propio beneficio. Cuando esto tiene como resultado no querido al terrorismo contra los ciudadanos estadounidenses—por ejemplo, los ataques del 11 de septiembre—algo debe hacerse para ocultar la auto generación gubernamental de su provisión de “seguridad.” El intenso odio anti estadounidense de al Qaeda tiene que ser adjudicado a la libertad, a la cultura, a la prosperidad o a la tecnología estadounidenses, todo lo cual no puede ser cambiado con el mero deseo o fácilmente. En contraste, los ciudadanos estadounidenses—incluidos los atletas y los espectadores de los EE.UU. en futuros Juegos Olímpicos—podrían volverse más seguros haciendo más humilde rápidamente al entremetimiento en el exterior de la política exterior de los Estados Unidos. Pero de esa manera, este último cambio sería una nueva forma de terror—la de infligir temor en los corazones de la elite de la política exterior estadounidense y de los intereses que ellos representan.
Traducido por Gabriel Gasave
Defensa y política exteriorIrakTerrorismo y seguridad nacional
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