La incipiente discusión sobre qué papel, si lo hay, puede jugar rutinariamente la política exterior de EE.UU. a la hora de provocar desprecio y odio hacia la nación fue barrida del mercado en la estela del 11 de septiembre por la sensación de que cualquier crítica a la política exterior pudiese equivaler a una apología del terrorismo o una predecible expresión de “culpemos primero a EE.UU.”. Mientras se aproxima el año de la elección presidencial, sin embargo, la discusión ha emergido otra vez, tanto en el Capitolio como en las calles de Estados Unidos, y la crítica se ha vuelto nominalmente tolerada. Pero con los EE.UU. acercándose ahora a una caminata de guerra, uno está escuchando nuevamente que éste no es el momento para estar enumerando los errores del pasado o para minar nuestra resolución quejándonos del comandante-en-jefe. Simplemente no podemos darnos ese lujo, prosigue este argumento.
La advertencia de no quejarse de los errores del pasado no es aplicada, sin embargo, consistentemente. Muchos comentaristas se han sentido libres, y han dedicado tiempo en los medios, para lamentar la debilidad y la indecisión de los años de Clinton. Distraído por la acusación en el caso de Mónica, se ha dicho, Clinton disparó los mísiles aleatoria e insuficientemente, y dejó pasar varias oportunidades de tener a Osama bin Laden servido en bandeja de plata. “Si las fuerzas armadas no se hubieren debilitado, si nuestra política exterior hubiese sido más resuelta, si el FBI y la CIA no hubiesen sido tan burocráticos e ineficaces, el 11 de septiembre podría no haber ocurrido nunca.”
Pareciera que es un juego justo criticar a la política exterior de EE.UU. e insistir sobre el pasado. Muy bien. Tengamos críticas, análisis y murmuraciones desde tantos ángulos como sea posible.
Sugerir, como lo haré, que la política exterior de EE.UU., y específicamente su carácter entrometido e intervencionista, fueron un factor que contribuyó a los ataques del terror no es disculpar al terrorismo. Incluso si la causa de Al Qaeda fuese tan ‘justa y pura” como, por ejemplo, la de Woodrow Wilson, nada puede justificar esa clase de destrucción gratuita, ese ataque deliberado contra inocentes que no tenían nada que ver con crear sus enconos verdaderos o imaginados. No se de nadie que no resultase ultrajado.
Si realmente deseamos reducir nuestra vulnerabilidad al terrorismo, sin embargo, seguramente ello no puede estar fuera de los límites de intentar entender la rabia, la locura, las ideas torcidas o lo que fuere que motiva a los terroristas. Si descubrimos, como estoy convencido que lo haremos, que la política exterior de EE.UU. contribuyó a esa ira, puede ser que no la cambiemos. La vida está llena de compensaciones, y después de determinar los riesgos y las ventajas podríamos perfectamente decidir que un ataque terrorista ahora y entonces es un precio aceptable por ser la única superpotencia reconocida y la que trae la verdad y la tolerancia a los lugares del mundo en los cuales la democracia y los mercados sanos tienen todavía que ser establecidos. Pero debemos discutir los riesgos y los beneficios abiertamente, asumiendo que la perfección no debe ser encontrada en este mundo y que cualquier política tendrá tanto ventajas como desventajas.
Ya sea que el 11 de septiembre pueda o no ser clasificado estrictamente como “blowback”—término originado por la CIA para los resultados desafortunados, a veces imprevistos, a veces violentos o trágicos que acompañan a cualquier operación, incluso las exitosas, que Chalmers Johnson tomó para el título de su reciente libro pre-11/09/01, criticando a la política exterior de EE.UU.—la política exterior de EE.UU. tuvo alguna incidencia en la motivación de los ataques. Osama bin Laden, en declaraciones previas al 11/09/01, enumeró específicamente a la presencia de tropas y bases de los EE.UU. en la tierra de la Meca y de otros lugares santos Islámicos, como uno de sus reclamos. Si ese fue un motivo real o un pretexto es imposible de saber sin un análisis psicológico, pero debe ser significativo que lo mencionara. Sabemos y hemos sabido que la política de EE.UU. hacia Israel—la cual que creo que ha sido menos alineada que lo que algunos críticos reclaman pero que puede ser descrita como “apoyo-con-quejas”—enoja a muchos musulmanes.
Los Estados Unidos tienen tropas en más de 130 países e intereses e instalaciones virtualmente por todas partes. Puede que sea injusto que se resientan de ello, y es indudablemente cierto que el resentimiento contra los Estados Unidos se encuentra agitado y manipulado por ambiciosos e inescrupulosos oportunistas políticos. Pero justos o no, esos resentimientos están allí y no parecen proclives a desaparecer. Son parte del precio del imperio, la hegemonía, el éxito, el deseo de compartir los beneficios, del gran logro, o de cualquier término que usted emplea para describir el lugar de los EE.UU. en el mundo de la post-guerra-fría. Cualquier persona madura y reflexiva, cualquier líder con una pizca de comprensión histórica debería saber esto.
Pareciera—como lo señalara Ivan Eland, Asociado Senior del Independent Institute, antes del 11/09 y basado en estudios del Departamento de Defensa—que la presencia de concentraciones pesadas de tropas de EE.UU, posiciones, o actividad en alguna parte del mundo, se correlaciona muy estrechamente con la creciente actividad terrorista. No debe sorprendernos. La presencia de un poder extranjero, incluso de uno perfectamente benévolo, criará resentimiento local. El Departamento de Defensa lo sabe—lo estudiaron primero para ponerle números y valores a un fenómeno que sabían intuitivamente que estaba presente.
Si reconocemos que una política exterior de intervención, de guerra preventiva y edificadora de naciones, acarrea riesgos así como beneficios, estaremos en una mejor posición para desarrollar políticas inteligentes sobre la base de una información completa y realista, en vez de teorías y sueños.
Unos pocos años atrás, el Profesor de Ciencias Políticas James Kurtz del Swarthmore College escribió un artículo en el National Interest que caracterizaba a los imperios por la edad y las cualidades de la gente a la que veneraban. Los romanos tendían a admirar a los guerreros y a los comandantes jóvenes, mientras que los austro-húngaros admiraban a las personas avezadas, experimentadas, de 60 o aún de 70 años, y así sucesivamente.
Kurtz caracterizó a los Estados Unidos como un “Imperio Adolescente”—no sólo porque no hemos estado en este negocio del imperio por mucho tiempo o muy atentamente, sino porque somos una cultura obsesionada con la juventud y la belleza. Hacemos a Britney Spears y a N’Sync enormemente ricos, y deseamos que las envejecidas estrellas de rock suenen tal como lo hacían en su juventud. Desdichadamente, nuestra trayectoria de prestar atención a los asuntos exteriores es casi tan larga como la de alguien que está aburrido de Britney y busca en cambio algo sin rumbo fijo para la Próxima Gran Cosa.
Sin embargo, esto puede no ser algo tan terrible. Los estadounidenses son notoriamente auto-obsesivos, pero notablemente inocentes y en el conjunto benévolos y bien-intencionados. La vasta mayoría—fuera de un relativamente estrecho grupo selecto de profesionales de la política exterior y de “intelectuales de la defensa” , signifique ello lo que signifique—no tiene el más leve interés en conducir un imperio. A efectos de vivir uno a su manera, sin embargo—para que uno pueda preocuparse más acerca de la refinanciación o de la decoración de la casa, o apoyar a la sinfónica o lo que sea que suscite el entusiasmo de uno, antes que lo que algún perdedor resentido del otro lado del mundo desee hacernos—debería uno poner algún interés en las relaciones exteriores: apenas el tiempo suficiente para hacer descarrilar a esa pequeña banda de quienes pretenden ser los “reparadores del mundo”, quienes están conduciendo ahora las cosas y parecen intentar involucrarnos en más guerras.
El peligro, sin embargo, es cuando en vez de actos de autodefensa tales esfuerzos se convierten en cruzadas intervencionistas en el exterior y en el amordazamiento del debate y de la opinión interna. Los Fundadores de los Estados Unidos lucharon contra un imperio para crear una república, y se opusieron firmemente a re-crear un nuevo imperio, con indispensables aventuras al exterior, enmarañadas alianzas, y políticas tiránicas. Seríamos realmente sabios si siguiésemos su consejo al lidiar con el terrorismo y terminar el intervencionismo de EE.UU..
Traducido por Gabriel Gasave
Criticando a la política exterior de los EE.UU.
La incipiente discusión sobre qué papel, si lo hay, puede jugar rutinariamente la política exterior de EE.UU. a la hora de provocar desprecio y odio hacia la nación fue barrida del mercado en la estela del 11 de septiembre por la sensación de que cualquier crítica a la política exterior pudiese equivaler a una apología del terrorismo o una predecible expresión de “culpemos primero a EE.UU.”. Mientras se aproxima el año de la elección presidencial, sin embargo, la discusión ha emergido otra vez, tanto en el Capitolio como en las calles de Estados Unidos, y la crítica se ha vuelto nominalmente tolerada. Pero con los EE.UU. acercándose ahora a una caminata de guerra, uno está escuchando nuevamente que éste no es el momento para estar enumerando los errores del pasado o para minar nuestra resolución quejándonos del comandante-en-jefe. Simplemente no podemos darnos ese lujo, prosigue este argumento.
La advertencia de no quejarse de los errores del pasado no es aplicada, sin embargo, consistentemente. Muchos comentaristas se han sentido libres, y han dedicado tiempo en los medios, para lamentar la debilidad y la indecisión de los años de Clinton. Distraído por la acusación en el caso de Mónica, se ha dicho, Clinton disparó los mísiles aleatoria e insuficientemente, y dejó pasar varias oportunidades de tener a Osama bin Laden servido en bandeja de plata. “Si las fuerzas armadas no se hubieren debilitado, si nuestra política exterior hubiese sido más resuelta, si el FBI y la CIA no hubiesen sido tan burocráticos e ineficaces, el 11 de septiembre podría no haber ocurrido nunca.”
Pareciera que es un juego justo criticar a la política exterior de EE.UU. e insistir sobre el pasado. Muy bien. Tengamos críticas, análisis y murmuraciones desde tantos ángulos como sea posible.
Sugerir, como lo haré, que la política exterior de EE.UU., y específicamente su carácter entrometido e intervencionista, fueron un factor que contribuyó a los ataques del terror no es disculpar al terrorismo. Incluso si la causa de Al Qaeda fuese tan ‘justa y pura” como, por ejemplo, la de Woodrow Wilson, nada puede justificar esa clase de destrucción gratuita, ese ataque deliberado contra inocentes que no tenían nada que ver con crear sus enconos verdaderos o imaginados. No se de nadie que no resultase ultrajado.
Si realmente deseamos reducir nuestra vulnerabilidad al terrorismo, sin embargo, seguramente ello no puede estar fuera de los límites de intentar entender la rabia, la locura, las ideas torcidas o lo que fuere que motiva a los terroristas. Si descubrimos, como estoy convencido que lo haremos, que la política exterior de EE.UU. contribuyó a esa ira, puede ser que no la cambiemos. La vida está llena de compensaciones, y después de determinar los riesgos y las ventajas podríamos perfectamente decidir que un ataque terrorista ahora y entonces es un precio aceptable por ser la única superpotencia reconocida y la que trae la verdad y la tolerancia a los lugares del mundo en los cuales la democracia y los mercados sanos tienen todavía que ser establecidos. Pero debemos discutir los riesgos y los beneficios abiertamente, asumiendo que la perfección no debe ser encontrada en este mundo y que cualquier política tendrá tanto ventajas como desventajas.
Ya sea que el 11 de septiembre pueda o no ser clasificado estrictamente como “blowback”—término originado por la CIA para los resultados desafortunados, a veces imprevistos, a veces violentos o trágicos que acompañan a cualquier operación, incluso las exitosas, que Chalmers Johnson tomó para el título de su reciente libro pre-11/09/01, criticando a la política exterior de EE.UU.—la política exterior de EE.UU. tuvo alguna incidencia en la motivación de los ataques. Osama bin Laden, en declaraciones previas al 11/09/01, enumeró específicamente a la presencia de tropas y bases de los EE.UU. en la tierra de la Meca y de otros lugares santos Islámicos, como uno de sus reclamos. Si ese fue un motivo real o un pretexto es imposible de saber sin un análisis psicológico, pero debe ser significativo que lo mencionara. Sabemos y hemos sabido que la política de EE.UU. hacia Israel—la cual que creo que ha sido menos alineada que lo que algunos críticos reclaman pero que puede ser descrita como “apoyo-con-quejas”—enoja a muchos musulmanes.
Los Estados Unidos tienen tropas en más de 130 países e intereses e instalaciones virtualmente por todas partes. Puede que sea injusto que se resientan de ello, y es indudablemente cierto que el resentimiento contra los Estados Unidos se encuentra agitado y manipulado por ambiciosos e inescrupulosos oportunistas políticos. Pero justos o no, esos resentimientos están allí y no parecen proclives a desaparecer. Son parte del precio del imperio, la hegemonía, el éxito, el deseo de compartir los beneficios, del gran logro, o de cualquier término que usted emplea para describir el lugar de los EE.UU. en el mundo de la post-guerra-fría. Cualquier persona madura y reflexiva, cualquier líder con una pizca de comprensión histórica debería saber esto.
Pareciera—como lo señalara Ivan Eland, Asociado Senior del Independent Institute, antes del 11/09 y basado en estudios del Departamento de Defensa—que la presencia de concentraciones pesadas de tropas de EE.UU, posiciones, o actividad en alguna parte del mundo, se correlaciona muy estrechamente con la creciente actividad terrorista. No debe sorprendernos. La presencia de un poder extranjero, incluso de uno perfectamente benévolo, criará resentimiento local. El Departamento de Defensa lo sabe—lo estudiaron primero para ponerle números y valores a un fenómeno que sabían intuitivamente que estaba presente.
Si reconocemos que una política exterior de intervención, de guerra preventiva y edificadora de naciones, acarrea riesgos así como beneficios, estaremos en una mejor posición para desarrollar políticas inteligentes sobre la base de una información completa y realista, en vez de teorías y sueños.
Unos pocos años atrás, el Profesor de Ciencias Políticas James Kurtz del Swarthmore College escribió un artículo en el National Interest que caracterizaba a los imperios por la edad y las cualidades de la gente a la que veneraban. Los romanos tendían a admirar a los guerreros y a los comandantes jóvenes, mientras que los austro-húngaros admiraban a las personas avezadas, experimentadas, de 60 o aún de 70 años, y así sucesivamente.
Kurtz caracterizó a los Estados Unidos como un “Imperio Adolescente”—no sólo porque no hemos estado en este negocio del imperio por mucho tiempo o muy atentamente, sino porque somos una cultura obsesionada con la juventud y la belleza. Hacemos a Britney Spears y a N’Sync enormemente ricos, y deseamos que las envejecidas estrellas de rock suenen tal como lo hacían en su juventud. Desdichadamente, nuestra trayectoria de prestar atención a los asuntos exteriores es casi tan larga como la de alguien que está aburrido de Britney y busca en cambio algo sin rumbo fijo para la Próxima Gran Cosa.
Sin embargo, esto puede no ser algo tan terrible. Los estadounidenses son notoriamente auto-obsesivos, pero notablemente inocentes y en el conjunto benévolos y bien-intencionados. La vasta mayoría—fuera de un relativamente estrecho grupo selecto de profesionales de la política exterior y de “intelectuales de la defensa” , signifique ello lo que signifique—no tiene el más leve interés en conducir un imperio. A efectos de vivir uno a su manera, sin embargo—para que uno pueda preocuparse más acerca de la refinanciación o de la decoración de la casa, o apoyar a la sinfónica o lo que sea que suscite el entusiasmo de uno, antes que lo que algún perdedor resentido del otro lado del mundo desee hacernos—debería uno poner algún interés en las relaciones exteriores: apenas el tiempo suficiente para hacer descarrilar a esa pequeña banda de quienes pretenden ser los “reparadores del mundo”, quienes están conduciendo ahora las cosas y parecen intentar involucrarnos en más guerras.
El peligro, sin embargo, es cuando en vez de actos de autodefensa tales esfuerzos se convierten en cruzadas intervencionistas en el exterior y en el amordazamiento del debate y de la opinión interna. Los Fundadores de los Estados Unidos lucharon contra un imperio para crear una república, y se opusieron firmemente a re-crear un nuevo imperio, con indispensables aventuras al exterior, enmarañadas alianzas, y políticas tiránicas. Seríamos realmente sabios si siguiésemos su consejo al lidiar con el terrorismo y terminar el intervencionismo de EE.UU..
Traducido por Gabriel Gasave
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