Cuando los presidentes estadounidenses se preparan para las guerras en el exterior, mienten. Examinando nuestra historia, vemos un claro patrón. Desde finales del siglo diecinueve, si no antes, los presidentes han engañado al público sobre sus motivos y sus intenciones de ir a la guerra. Las enormes pérdidas de vida, de propiedad, y de libertad que los estadounidenses han sostenido en las guerras han ocurrido en gran medida debido a la injustificable confianza del público respecto de lo que les decían sus líderes antes de conducirlos a la guerra.
En 1898, el Presidente William McKinley, habiendo sido inducido por consejeros genuflexos y periodistas patrioteros para hacer la guerra contra España, buscó la guía divina en cuanto a cómo debería ocuparse de las posesiones españolas, especialmente las Filipinas, que las fuerzas de EE.UU. habían incautado en lo que el embajador John Hay célebremente describió como una “esplendida guerrita.” Evidentemente, su rezo fue contestado, porque el presidente divulgó más tarde que había oído “la voz de Dios” y “no había nada más que hacer sino tomarlas y educar a los filipinos, y enaltecerlos y cristianizarlos.”
En verdad, las motivaciones de McKinley tenían poco o nada que ver con enaltecer al pueblo al cual William H. Taft, el primer Gobernador General de las Filipinas, llamó “nuestros pequeños hermanos marrones,” sino mucho que ver con las ambiciones políticas y comerciales de expansionistas influyentes tales como el Capitán Alfred T. Mahan, Theodore Roosevelt, Henry Cabot Lodge, y su clase. En breve, la apología oficial por la brutal e innecesaria Guerra filipino-americana fue el cínico oropel.
Los filipinos católicos evidentemente no anhelaban ser “cristianizados” al estilo estadounidense, a punta de un rifle Springfield, y resistieron a los imperialistas de EE.UU. como se habían resistido previamente a los imperialistas españoles. La guerra filipino-americana, la cual terminó oficialmente el 4 de julio de 1902, pero que realmente se prolongó por muchos años en algunas islas, costó la vida de más de 4.000 miembros de las tropas de EE.UU., de más de 20.000 combatientes filipinos y de más de 220.000 civiles filipinos, muchos de los cuales perecieron en los campos de concentración misteriosamente similares a los campos de re-localización en los cuales las fuerzas de EE.UU. amontonaron a los campesinos vietnamitas unos sesenta años más tarde.
Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial en 1914, las condolencias del Presidente Woodrow Wilson estaban claramente con los británicos. Sin embargo, proclamó rápidamente la neutralidad de EE.UU. e impulsó a sus camaradas estadounidenses a ser imparciales tanto en el pensamiento como en los hechos. El propio Wilson, no obstante, se inclinó más y más hacia el lado aliado a medida que la guerra se desarrollaba. Incluso reconoció que la gran mayoría de los estadounidenses no deseaban ninguna participación en la lucha en Europa, y en 1916 buscó exitosamente la reelección con el atractivo lema, “El Nos Mantuvo Fuera de la Guerra.”
A poco de asumir su segunda presidencia, sin embargo, le pidió al Congreso una declaración de guerra, la cual fue aprobada, aunque seis senadores y cincuenta miembros de la cámara de representantes tuvieron el ingenio o la sabiduría de votar contra ella. Wilson prometió que esta guerra sería “la guerra para terminar todas las guerras,” pero las guerras han ocurrido en abundancia desde que las armas cayeron en el silencio en 1918, dejando una matanza sin precedentes—casi nueve millones murieron y más de veinte millones resultaron heridos, muchos de ellos horriblemente desfigurados o lisiados de por vida, así como quizás diez millones de civiles murieron de hambre o por enfermedades como resultado de la destrucción de recursos y de la interrupción del comercio. ¿Y qué ganaron los Estados Unidos o el mundo? Solamente un respiro de veinte años hasta que las ardorosas ascuas de la guerra estallaron otra vez en llamas.
Después de la Primera Guerra Mundial, los estadounidenses se sintieron traicionados, y resolvieron no incurrir nunca en el mismo error otra vez. Pero, apenas dos décadas más adelante, el Presidente Franklin D. Roosevelt comenzó las maniobras por las cuales él esperaba sumergir de nuevo a la nación en la caldera europea. Fracasando en sus provocaciones navales a los alemanes en el Atlántico, puso eventualmente a los japoneses contra la pared mediante una serie de medidas de guerra económica hostil, produciendo ultimátums claramente inaceptables, e induciéndolos a montar un ataque militar desesperado, lo más devastador posible sobre las fuerzas de EE.UU. que él concentró en Pearl Harbor.
Haciendo campaña para su reelección en Boston el 30 de octubre de 1940, FDR había jurado: “He dicho esto antes, pero lo diré una y otra vez: sus muchachos no van a ser enviados a ninguna de las guerras extranjeras,» Bien, Peleliu no es Peoria. Roosevelt estaba mintiendo cuando hizo su declaración, tal como había mentido en varias ocasiones antes y mentiría en varias ocasiones por el resto de su vida (el historiador David M. Kennedy de Stanford, cuidadoso de no hablar con demasiada estridencia, se refiere a las “frecuentemente malas argumentaciones cautelosas hacia el público estadounidense” de FDR). Con todo muchos, muchos estadounidenses confiaron en este mentiroso empedernido, triste es decirlo, con sus vidas, y durante la guerra más de 400.000 de ellos pagaron el último precio.
Entre los muchos acólitos políticos de FDR se encontraba un joven congresista, Lyndon Baines Johnson, quien eventualmente, y desafortunadamente para el mundo, se abrió camino hacia la presidencia. Como ejecutivo, tuvo que ocuparse de cuestiones vitales de la guerra y de la paz, y como su bienamado mentor, confió fatigosamente en mentirle al público. En octubre de 1964, buscando ganar la elección retratándose a sí mismo como el candidato de la paz (en contraste con el supuesto bombardero demente Barry Goldwater), LBJ dijo ante una multitud en la Universidad de Akron: “No estamos por enviar a los muchachos estadounidenses 9 o 10.000 millas lejos de su hogar para hacer lo que los muchachos asiáticos deberían estar haciendo por sí mismos.”
En 1965, sin embargo, poco después del comienzo de su periodo presidencial, Johnson sacó partido de la Resolución del Golfo de Tonkin, basada en sí misma en un relato ficticio de un ataque contra las fuerzas navales de EE.UU. en Vietnam, e inició un enorme refuerzo paulatino de las fuerzas de EE.UU. en el sudeste asiático, que eventualmente involucró a más de 500.000 “muchachos” estadounidenses para pelear una guerra de “muchachos asiáticos.” Unos 58.000 miembros del personal militar de EE.UU. perderían sus vidas al servicio de la vanidad y de las ambiciones políticas de LBJ, por no hablar de los millones de vietnamitas, camboyanos, y laosianos muertos y heridos en la reyerta. Tilde con tiza otra catástrofe para un presidente estadounidense mentiroso.
Ahora el Presidente George W. Bush está diciéndole al pueblo estadounidense que enfrentamos el peligro mortal del ataque inminente de los iraquíes o de sus agentes armados con armas de destrucción masiva. No habiendo presentado ninguna evidencia creíble o argumentos convincentes para su descripción de la supuesta amenaza, nos invita simplemente a que confiemos en él, y a que por lo tanto lo apoyemos mientras emprende lo que alguna vez hubiese sido llamada una agresión desnuda. Bien, David Hume largo tiempo atrás argumentó que sólo porque cada cisne al que hemos visto es blanco, no podemos estar seguros de que no exista algún cisne negro. Por lo tanto, Bush puede estar diciendo la verdad. A la luz de la historia, sin embargo, estaríamos haciendo una apuesta de enormes riesgos al creerle.
Traducido por Gabriel Gasave
Para hacer la guerra, los presidentes mienten
Cuando los presidentes estadounidenses se preparan para las guerras en el exterior, mienten. Examinando nuestra historia, vemos un claro patrón. Desde finales del siglo diecinueve, si no antes, los presidentes han engañado al público sobre sus motivos y sus intenciones de ir a la guerra. Las enormes pérdidas de vida, de propiedad, y de libertad que los estadounidenses han sostenido en las guerras han ocurrido en gran medida debido a la injustificable confianza del público respecto de lo que les decían sus líderes antes de conducirlos a la guerra.
En 1898, el Presidente William McKinley, habiendo sido inducido por consejeros genuflexos y periodistas patrioteros para hacer la guerra contra España, buscó la guía divina en cuanto a cómo debería ocuparse de las posesiones españolas, especialmente las Filipinas, que las fuerzas de EE.UU. habían incautado en lo que el embajador John Hay célebremente describió como una “esplendida guerrita.” Evidentemente, su rezo fue contestado, porque el presidente divulgó más tarde que había oído “la voz de Dios” y “no había nada más que hacer sino tomarlas y educar a los filipinos, y enaltecerlos y cristianizarlos.”
En verdad, las motivaciones de McKinley tenían poco o nada que ver con enaltecer al pueblo al cual William H. Taft, el primer Gobernador General de las Filipinas, llamó “nuestros pequeños hermanos marrones,” sino mucho que ver con las ambiciones políticas y comerciales de expansionistas influyentes tales como el Capitán Alfred T. Mahan, Theodore Roosevelt, Henry Cabot Lodge, y su clase. En breve, la apología oficial por la brutal e innecesaria Guerra filipino-americana fue el cínico oropel.
Los filipinos católicos evidentemente no anhelaban ser “cristianizados” al estilo estadounidense, a punta de un rifle Springfield, y resistieron a los imperialistas de EE.UU. como se habían resistido previamente a los imperialistas españoles. La guerra filipino-americana, la cual terminó oficialmente el 4 de julio de 1902, pero que realmente se prolongó por muchos años en algunas islas, costó la vida de más de 4.000 miembros de las tropas de EE.UU., de más de 20.000 combatientes filipinos y de más de 220.000 civiles filipinos, muchos de los cuales perecieron en los campos de concentración misteriosamente similares a los campos de re-localización en los cuales las fuerzas de EE.UU. amontonaron a los campesinos vietnamitas unos sesenta años más tarde.
Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial en 1914, las condolencias del Presidente Woodrow Wilson estaban claramente con los británicos. Sin embargo, proclamó rápidamente la neutralidad de EE.UU. e impulsó a sus camaradas estadounidenses a ser imparciales tanto en el pensamiento como en los hechos. El propio Wilson, no obstante, se inclinó más y más hacia el lado aliado a medida que la guerra se desarrollaba. Incluso reconoció que la gran mayoría de los estadounidenses no deseaban ninguna participación en la lucha en Europa, y en 1916 buscó exitosamente la reelección con el atractivo lema, “El Nos Mantuvo Fuera de la Guerra.”
A poco de asumir su segunda presidencia, sin embargo, le pidió al Congreso una declaración de guerra, la cual fue aprobada, aunque seis senadores y cincuenta miembros de la cámara de representantes tuvieron el ingenio o la sabiduría de votar contra ella. Wilson prometió que esta guerra sería “la guerra para terminar todas las guerras,” pero las guerras han ocurrido en abundancia desde que las armas cayeron en el silencio en 1918, dejando una matanza sin precedentes—casi nueve millones murieron y más de veinte millones resultaron heridos, muchos de ellos horriblemente desfigurados o lisiados de por vida, así como quizás diez millones de civiles murieron de hambre o por enfermedades como resultado de la destrucción de recursos y de la interrupción del comercio. ¿Y qué ganaron los Estados Unidos o el mundo? Solamente un respiro de veinte años hasta que las ardorosas ascuas de la guerra estallaron otra vez en llamas.
Después de la Primera Guerra Mundial, los estadounidenses se sintieron traicionados, y resolvieron no incurrir nunca en el mismo error otra vez. Pero, apenas dos décadas más adelante, el Presidente Franklin D. Roosevelt comenzó las maniobras por las cuales él esperaba sumergir de nuevo a la nación en la caldera europea. Fracasando en sus provocaciones navales a los alemanes en el Atlántico, puso eventualmente a los japoneses contra la pared mediante una serie de medidas de guerra económica hostil, produciendo ultimátums claramente inaceptables, e induciéndolos a montar un ataque militar desesperado, lo más devastador posible sobre las fuerzas de EE.UU. que él concentró en Pearl Harbor.
Haciendo campaña para su reelección en Boston el 30 de octubre de 1940, FDR había jurado: “He dicho esto antes, pero lo diré una y otra vez: sus muchachos no van a ser enviados a ninguna de las guerras extranjeras,» Bien, Peleliu no es Peoria. Roosevelt estaba mintiendo cuando hizo su declaración, tal como había mentido en varias ocasiones antes y mentiría en varias ocasiones por el resto de su vida (el historiador David M. Kennedy de Stanford, cuidadoso de no hablar con demasiada estridencia, se refiere a las “frecuentemente malas argumentaciones cautelosas hacia el público estadounidense” de FDR). Con todo muchos, muchos estadounidenses confiaron en este mentiroso empedernido, triste es decirlo, con sus vidas, y durante la guerra más de 400.000 de ellos pagaron el último precio.
Entre los muchos acólitos políticos de FDR se encontraba un joven congresista, Lyndon Baines Johnson, quien eventualmente, y desafortunadamente para el mundo, se abrió camino hacia la presidencia. Como ejecutivo, tuvo que ocuparse de cuestiones vitales de la guerra y de la paz, y como su bienamado mentor, confió fatigosamente en mentirle al público. En octubre de 1964, buscando ganar la elección retratándose a sí mismo como el candidato de la paz (en contraste con el supuesto bombardero demente Barry Goldwater), LBJ dijo ante una multitud en la Universidad de Akron: “No estamos por enviar a los muchachos estadounidenses 9 o 10.000 millas lejos de su hogar para hacer lo que los muchachos asiáticos deberían estar haciendo por sí mismos.”
En 1965, sin embargo, poco después del comienzo de su periodo presidencial, Johnson sacó partido de la Resolución del Golfo de Tonkin, basada en sí misma en un relato ficticio de un ataque contra las fuerzas navales de EE.UU. en Vietnam, e inició un enorme refuerzo paulatino de las fuerzas de EE.UU. en el sudeste asiático, que eventualmente involucró a más de 500.000 “muchachos” estadounidenses para pelear una guerra de “muchachos asiáticos.” Unos 58.000 miembros del personal militar de EE.UU. perderían sus vidas al servicio de la vanidad y de las ambiciones políticas de LBJ, por no hablar de los millones de vietnamitas, camboyanos, y laosianos muertos y heridos en la reyerta. Tilde con tiza otra catástrofe para un presidente estadounidense mentiroso.
Ahora el Presidente George W. Bush está diciéndole al pueblo estadounidense que enfrentamos el peligro mortal del ataque inminente de los iraquíes o de sus agentes armados con armas de destrucción masiva. No habiendo presentado ninguna evidencia creíble o argumentos convincentes para su descripción de la supuesta amenaza, nos invita simplemente a que confiemos en él, y a que por lo tanto lo apoyemos mientras emprende lo que alguna vez hubiese sido llamada una agresión desnuda. Bien, David Hume largo tiempo atrás argumentó que sólo porque cada cisne al que hemos visto es blanco, no podemos estar seguros de que no exista algún cisne negro. Por lo tanto, Bush puede estar diciendo la verdad. A la luz de la historia, sin embargo, estaríamos haciendo una apuesta de enormes riesgos al creerle.
Traducido por Gabriel Gasave
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