Esta semana marca los aniversarios de tres acontecimientos culminantes que pavimentaron el camino para la posterior erosión de nuestras libertades personales a la que hacemos frente hoy día. Hace nueve años, el FBI terminó un cerco que la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego había iniciado 51 días antes, provocando la muerte de 82 personas de la Rama de los Davidianos, incluyendo a 30 mujeres y 25 niños—culpables solamente de ser miembros de una comuna religiosa. Hace siete años esta semana, en el segundo aniversario de las matanzas en Waco, 168 hombres, mujeres, y niños fueron asesinados en la ciudad de Oklahoma cuando en el Edificio Federal Murrah se colocó una bomba—muchos creyeron que en protesta por aquellos acontecimientos horribles por los cuales no se había responsabilizado a ningún empleado federal. Timothy McVeigh, condenado y ejecutado por el bombardeo, no hizo ningún comentario durante su juicio hasta que fue sentenciado, cuando citó al Juez de la Suprema Corte Brandeis: “Nuestro gobierno es el potente, omnipresente profesor. Para bien o mal, enseña al pueblo entero por su ejemplo.”
Hace seis años esta semana, en respuesta al bombardeo de la ciudad de Oklahoma (el cual, si en verdad fue perpetrado por una fanático solitario armado solamente con una furgoneta alquilada y un fertilizante, exige la pregunta de por qué la nueva y amplia legislación era necesaria), el Congreso sancionó la Ley Contra el Terrorismo y la Pena de Muerte Efectiva, legislación “antiterrorista” que no solamente otorga al fiscal general la facultad de utilizar las fuerzas armadas contra la población civil, anulando prolijamente la Ley de Posse Comitatus de 1878 (que prohibía el uso de las tropas federales para la aplicación de ley civil), sino que además suspende selectivamente el habeas corpus, el corazón de la libertad anglo-americana. Al promulgarla como ley, Clinton tildó a los críticos de la nueva disposición como “antipatrióticos:” “No hay nada de patriótico en la pretensión de que usted puede amar a su país pero desdeñar a su gobierno.” Esto es impresionante puesto que incluye, en un momento u otro, a la mayoría de nosotros. Puesto de otro modo, ¿era un alemán que en 1939 afirmaba que detestaba la dictadura nazi antipatriótico?
Así comenzó el capítulo más reciente de la lucha a muerte entre la república estadounidense, de la cual soy un defensor claramente ineficaz, y el Imperio Estadounidense Global, nuestro viejo enemigo de la república. Desde el Día V-J de 1945 (“Victoria sobre Japón” y el final de la Segunda Guerra Mundial), hemos estado involucrados en lo que el historiador Charles A. Beard llamó “la guerra perpetua para la paz perpetua.” Me he referido de vez en cuando a nuestro “club del enemigo del mes”: cada mes estamos enfrentados a un nuevo enemigo horrendo a quien debemos golpear antes de que él nos destruya. La Federación de Científicos Estadounidenses ha catalogado casi doscientas de tales incursiones militares desde 1945 iniciadas por los EE.UU..
Según el Koran, fue un Martes que Alá creó la oscuridad. El pasado 11 de septiembre, cuando los pilotos suicidas estaban estrellando aeronaves comerciales contra edificios estadounidenses congestionados, no tuve que mirar el calendario para ver qué día era: el Oscuro Martes echaba su larga sombra a través de Manhattan y a lo largo del Río Potomac. Tampoco me sorprendí de que a pesar de los siete o tantos billones de dólares (trillion en inglés) que hemos gastado desde 1950 en lo que eufemísticamente se llama “Defensa,” no haya habido ninguna advertencia anticipada del FBI o de la CIA o de la Agencia de Inteligencia de la Defensa. Mientras que Bush se estaba preparando con impaciencia para la penúltima guerra—mísiles desde Corea del Norte, claramente señalizados con banderas, lloverían sobre Portland, Oregon, sólo para ser interceptados por nuestros globos del escudo anti-mísiles—el astuto de Osama bin Laden sabía que todo lo que necesitaba para su guerra santa contra el infiel eran aviadores deseosos de matarse junto con aquellos pasajeros que por azar estuvieran a bordo de los aviones secuestrados.
El daño físico impresionante que Osama y compañía nos causó el Oscuro Martes no es nada comparado con el soplo de un golpe de gracia a nuestras libertades en extinción: la Ley Anti -Terrorista de 1996 y la reciente Ley Patriota de los EE.UU (que todavía estaba siendo escrita después de que fuese sancionada, y por lo tanto no fue leída por el Congreso que la sancionó), entre otras cosas concede facultades especiales adicionales para interceptar teléfonos sin orden judicial; y para deportar a residentes legales permanentes, visitantes, y a inmigrantes indocumentados sin el debido proceso. Incluso antes de firmar la Ley Anti – Terrorista, el Presidente Clinton reveló su indiferencia por la Declaración de Derechos o Bill of Rights (1 de marzo de 1993, USA Today): “No podemos estar tan limitados en nuestro deseo de preservar los derechos de los estadounidenses comunes.” Un año más tarde (19 abril de 1994, en MTV): “Mucha gente afirma que existe demasiada libertad personal. Cuando la libertad personal está siendo abusada, usted tiene que moverse para limitarla.”
Según una encuesta de noviembre de 1995 realizada por CNN-Time, el 55 por ciento de la gente creía que “el gobierno federal se ha vuelto tan poderoso que presenta una amenaza a los derechos de los ciudadanos comunes.” Tres días después del Oscuro Martes, el 74 por ciento dijo que pensaban que “sería necesario para los estadounidenses renunciar a algunas de sus libertades personales.” El ochenta y seis por ciento apoyaba que hubiese guardias y detectores de metales en los edificios públicos y durante eventos.
El propio Bush, en una alocución en una sesión conjunta del Congreso, ofreció su interpretación de los motivos de Osama bin Laden y sus discípulos: “Ellos odian lo que ven aquí mismo en esta Cámara.” Sospecho, que un millón de estadounidenses cabecearon tristemente frente a sus televisores. “Sus líderes se autoproclaman. Odian nuestras libertades, nuestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de votar y de reunirnos y de discrepar unos con otros.” Si ésta es de hecho la motivación de los terroristas, están teniendo éxito aún más allá de sus sueños, a medida que cada día, con cada extensión de “las facultades de emergencia” nuestra Declaración de Derechos es destrozada más y más. Una vez que se encuentra enajenado, un “derecho inalienable” está apto para perderse para siempre, en cuyo caso ya no somos, ni aún remotamente, la ultima mejor esperanza de la tierra sino simplemente un sórdido estado imperial cuyos ciudadanos son mantenidos a raya por equipos SWAT y cuya forma de muerte, no de vida, se encuentra universalmente imitada.
Traducido por Gabriel Gasave
La nueva guerra contra la libertad
Esta semana marca los aniversarios de tres acontecimientos culminantes que pavimentaron el camino para la posterior erosión de nuestras libertades personales a la que hacemos frente hoy día. Hace nueve años, el FBI terminó un cerco que la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego había iniciado 51 días antes, provocando la muerte de 82 personas de la Rama de los Davidianos, incluyendo a 30 mujeres y 25 niños—culpables solamente de ser miembros de una comuna religiosa. Hace siete años esta semana, en el segundo aniversario de las matanzas en Waco, 168 hombres, mujeres, y niños fueron asesinados en la ciudad de Oklahoma cuando en el Edificio Federal Murrah se colocó una bomba—muchos creyeron que en protesta por aquellos acontecimientos horribles por los cuales no se había responsabilizado a ningún empleado federal. Timothy McVeigh, condenado y ejecutado por el bombardeo, no hizo ningún comentario durante su juicio hasta que fue sentenciado, cuando citó al Juez de la Suprema Corte Brandeis: “Nuestro gobierno es el potente, omnipresente profesor. Para bien o mal, enseña al pueblo entero por su ejemplo.”
Hace seis años esta semana, en respuesta al bombardeo de la ciudad de Oklahoma (el cual, si en verdad fue perpetrado por una fanático solitario armado solamente con una furgoneta alquilada y un fertilizante, exige la pregunta de por qué la nueva y amplia legislación era necesaria), el Congreso sancionó la Ley Contra el Terrorismo y la Pena de Muerte Efectiva, legislación “antiterrorista” que no solamente otorga al fiscal general la facultad de utilizar las fuerzas armadas contra la población civil, anulando prolijamente la Ley de Posse Comitatus de 1878 (que prohibía el uso de las tropas federales para la aplicación de ley civil), sino que además suspende selectivamente el habeas corpus, el corazón de la libertad anglo-americana. Al promulgarla como ley, Clinton tildó a los críticos de la nueva disposición como “antipatrióticos:” “No hay nada de patriótico en la pretensión de que usted puede amar a su país pero desdeñar a su gobierno.” Esto es impresionante puesto que incluye, en un momento u otro, a la mayoría de nosotros. Puesto de otro modo, ¿era un alemán que en 1939 afirmaba que detestaba la dictadura nazi antipatriótico?
Así comenzó el capítulo más reciente de la lucha a muerte entre la república estadounidense, de la cual soy un defensor claramente ineficaz, y el Imperio Estadounidense Global, nuestro viejo enemigo de la república. Desde el Día V-J de 1945 (“Victoria sobre Japón” y el final de la Segunda Guerra Mundial), hemos estado involucrados en lo que el historiador Charles A. Beard llamó “la guerra perpetua para la paz perpetua.” Me he referido de vez en cuando a nuestro “club del enemigo del mes”: cada mes estamos enfrentados a un nuevo enemigo horrendo a quien debemos golpear antes de que él nos destruya. La Federación de Científicos Estadounidenses ha catalogado casi doscientas de tales incursiones militares desde 1945 iniciadas por los EE.UU..
Según el Koran, fue un Martes que Alá creó la oscuridad. El pasado 11 de septiembre, cuando los pilotos suicidas estaban estrellando aeronaves comerciales contra edificios estadounidenses congestionados, no tuve que mirar el calendario para ver qué día era: el Oscuro Martes echaba su larga sombra a través de Manhattan y a lo largo del Río Potomac. Tampoco me sorprendí de que a pesar de los siete o tantos billones de dólares (trillion en inglés) que hemos gastado desde 1950 en lo que eufemísticamente se llama “Defensa,” no haya habido ninguna advertencia anticipada del FBI o de la CIA o de la Agencia de Inteligencia de la Defensa. Mientras que Bush se estaba preparando con impaciencia para la penúltima guerra—mísiles desde Corea del Norte, claramente señalizados con banderas, lloverían sobre Portland, Oregon, sólo para ser interceptados por nuestros globos del escudo anti-mísiles—el astuto de Osama bin Laden sabía que todo lo que necesitaba para su guerra santa contra el infiel eran aviadores deseosos de matarse junto con aquellos pasajeros que por azar estuvieran a bordo de los aviones secuestrados.
El daño físico impresionante que Osama y compañía nos causó el Oscuro Martes no es nada comparado con el soplo de un golpe de gracia a nuestras libertades en extinción: la Ley Anti -Terrorista de 1996 y la reciente Ley Patriota de los EE.UU (que todavía estaba siendo escrita después de que fuese sancionada, y por lo tanto no fue leída por el Congreso que la sancionó), entre otras cosas concede facultades especiales adicionales para interceptar teléfonos sin orden judicial; y para deportar a residentes legales permanentes, visitantes, y a inmigrantes indocumentados sin el debido proceso. Incluso antes de firmar la Ley Anti – Terrorista, el Presidente Clinton reveló su indiferencia por la Declaración de Derechos o Bill of Rights (1 de marzo de 1993, USA Today): “No podemos estar tan limitados en nuestro deseo de preservar los derechos de los estadounidenses comunes.” Un año más tarde (19 abril de 1994, en MTV): “Mucha gente afirma que existe demasiada libertad personal. Cuando la libertad personal está siendo abusada, usted tiene que moverse para limitarla.”
Según una encuesta de noviembre de 1995 realizada por CNN-Time, el 55 por ciento de la gente creía que “el gobierno federal se ha vuelto tan poderoso que presenta una amenaza a los derechos de los ciudadanos comunes.” Tres días después del Oscuro Martes, el 74 por ciento dijo que pensaban que “sería necesario para los estadounidenses renunciar a algunas de sus libertades personales.” El ochenta y seis por ciento apoyaba que hubiese guardias y detectores de metales en los edificios públicos y durante eventos.
El propio Bush, en una alocución en una sesión conjunta del Congreso, ofreció su interpretación de los motivos de Osama bin Laden y sus discípulos: “Ellos odian lo que ven aquí mismo en esta Cámara.” Sospecho, que un millón de estadounidenses cabecearon tristemente frente a sus televisores. “Sus líderes se autoproclaman. Odian nuestras libertades, nuestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de votar y de reunirnos y de discrepar unos con otros.” Si ésta es de hecho la motivación de los terroristas, están teniendo éxito aún más allá de sus sueños, a medida que cada día, con cada extensión de “las facultades de emergencia” nuestra Declaración de Derechos es destrozada más y más. Una vez que se encuentra enajenado, un “derecho inalienable” está apto para perderse para siempre, en cuyo caso ya no somos, ni aún remotamente, la ultima mejor esperanza de la tierra sino simplemente un sórdido estado imperial cuyos ciudadanos son mantenidos a raya por equipos SWAT y cuya forma de muerte, no de vida, se encuentra universalmente imitada.
Traducido por Gabriel Gasave
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