En vísperas de una reunión de la Advisory Commission on Electronic Commerce fijada para mediados de diciembre de 1999, la administración Clinton emitió su primera declaración política acerca de los impuestos en Internet.
No debiera sorprendernos que, a pesar de las confesiones del presidente de que la era del gobierno grande ha concluido, la declaración política objetara las propuestas que prohibirían el cobro del impuesto a las ventas sobre las compras realizadas en Internet.
Los consumidores que adquieren productos en la Web, disfrutan actualmente de la misma inmunidad respecto de los impuestos a las ventas locales y estaduales que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha establecido para las ventas por catálogo remitidas por correo. El fallo de la Corte, pronunciado una década atrás, estableció que exigirles a los minoristas ubicados en un estado que cobren los impuestos a las ventas a los consumidores en otro estado, interfiere inconstitucionalmente sobre el comercio interestadual.
Por lo tanto, los impuestos a las ventas solamente se deben pagar en caso de una compra por correo o a través de Internet, si el comerciante tiene una “presencia física” en el estado donde reside el consumidor. Pese a que los consumidores en la mayoría de los estados están obligados a reportar y abonar impuestos de “uso” sobre los productos adquiridos en otras partes, esa exigencia raramente es aplicada.
En 1998, el Congreso impuso una moratoria de tres años sobre nuevos impuestos en Internet a fin de permitir que se estudiase el tema, pero con ingresos tributarios en juego por miles de millones de dólares, el debate se está volviendo acalorado.
Los partidarios de una legislación sobre el particular, apuntaron a revertir el fallo de la Corte Suprema bajo el argumento de que su meta es simplemente la de restaurar la “neutralidad” del código del impuesto a las ventas, es decir, asegurar que las decisiones de compra no sean distorsionadas por las diferencias en las tasas tributarias a través de las distintas jurisdicciones. Actualmente, afirman, la existencia de un paraíso fiscal en Internet, coloca a los minoristas locales que deben cobrar los pertinentes impuestos a las ventas en una injusta desventaja competitiva con relación a los minoristas de Internet y de las órdenes por correo, y el enmendar la ausencia de un impuesto a Internet no implica el establecimiento de un nuevo gravamen sino que simplemente se trata de nivelar al terreno de juego del comercio.
Los partidarios del impuesto a las ventas en Internet apuntan también a la circunstancia de que los gobiernos estaduales y locales pierden un ingreso tributario considerable cuando los consumidores compran productos en Internet de comerciantes radicados en otras jurisdicciones—un ingreso en concepto de impuestos que es urgentemente necesario para financiar escuelas, carreteras, y otros servicios públicos esenciales.
Quienes se oponen a dicha tributación enfatizan que el comercio electrónico está en efecto generando ya un ingreso sustancial para los gobiernos locales y estaduales proveniente de una variedad de fuentes tributarias, incluidos los impuestos a las ganancias de las empresas y de las personas, y que un ingreso tributario adicional difícilmente sea necesario en un momento en el que la economía se encuentra en auge y la mayoría de los presupuestos de los gobiernos estaduales están nadando en tinta negra.
Además, dado que existen unas 30.000 jurisdicciones impositivas estaduales y locales separadas en los Estados Unidos, cada una de las cuales establece su propia tasa del impuesto a las ventas y aplica esa tasa a una combinación diferente de bienes y servicios, el calcular el impuesto que se debe abonar sobre cada transacción en Internet o por ordenes de correo sería una pesadilla administrativa para los comerciantes, la mayoría de los cuales opera sobre márgenes de ganancia muy pequeños.
Pasados por alto por virtualmente todos los que participan del debate sobre los impuestos en Internet, se encuentran los beneficios para los contribuyentes del sistema federal de gobierno de los Estados Unidos. Como ocurre en el caso de cualquier mercado, la competencia entre las 30.000 jurisdicciones impositivas estaduales y locales separadas de la nación, ayuda a mantener bajas tasas impositivas en su relación mínima de costo-eficacia.
Si un estado o una ciudad imponen un impuesto a las ventas que resulta demasiado alto con relación a la cantidad y a la calidad de los servicios públicos que esos gravámenes ayudan a financiar, su base tributaria tenderá a achicarse a medida que las empresas y los consumidores se reubiquen en otras jurisdicciones que poseen impuestos más bajos, mejores carreteras y establecimientos escolares, o ambos. Pero mudarse es oneroso. La habilidad para eludir altos impuestos locales efectuando compras a través de Internet o las órdenes por catalogo mediante el correo, ofrece un margen alternativo de competencia que obliga a los gobiernos a ser más responsables en materia fiscal.
Si bien es cierto que los comerciantes locales se encuentran de esa manera colocados en una desventaja competitiva, es también cierto que las empresas de órdenes por correo y los “minoristas electrónicos” tienen su propia desventaja competitiva bajo la forma de los costos de envío y de empaque que deben abonar sus consumidores. Los minoristas locales tienen de esa manera una oportunidad para captar aquellos negocios perdidos por las ventas por catalogo o en Internet.
Pueden hacerlo ofreciendo servicios que los consumidores valoran—y por los cuales están deseosos de pagar—o reduciendo sus precios de modo tal que, a pesar del impuesto a las ventas, los precios que cobren sean iguales o menores que aquellos cobrados por los comerciantes de Internet los que incluyen los cargos por envío y empaque. Así es como se supone que debe funcionar la competencia. Cuando en cambio, el terreno de juego es nivelado obligando a las compañías de Internet a subir sus precios al tener que cobrar el impuesto a las ventas para luego remitirlo a la tesorería del estado en donde reside el comprador, el proceso competitivo del mercado entra en corto circuito.
Las propuestas para gravar el comercio en Internet no son otra cosa que intentos finamente velados para proteger a los comerciantes locales ineficientes y a los gobiernos locales de las benéficas fuerzas de la competencia. Es una política pública poco sabia la de corregir los “efectos distorsivos” del paraíso fiscal de Internet mediante la introducción de otra distorsión. Esto es especialmente válido respecto del impuesto a las ventas, el cual es altamente regresivo, y coloca la carga tributaria más pesada sobre los estadounidenses de ingresos bajos. Mucho mejor es permitir que la floreciente competencia del comercio electrónico ayude a terminar con las distorsiones creadas por los gravámenes existentes.
Traducido por Gabriel Gasave
Intentando hacer que Internet pague impuestos
En vísperas de una reunión de la Advisory Commission on Electronic Commerce fijada para mediados de diciembre de 1999, la administración Clinton emitió su primera declaración política acerca de los impuestos en Internet.
No debiera sorprendernos que, a pesar de las confesiones del presidente de que la era del gobierno grande ha concluido, la declaración política objetara las propuestas que prohibirían el cobro del impuesto a las ventas sobre las compras realizadas en Internet.
Los consumidores que adquieren productos en la Web, disfrutan actualmente de la misma inmunidad respecto de los impuestos a las ventas locales y estaduales que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha establecido para las ventas por catálogo remitidas por correo. El fallo de la Corte, pronunciado una década atrás, estableció que exigirles a los minoristas ubicados en un estado que cobren los impuestos a las ventas a los consumidores en otro estado, interfiere inconstitucionalmente sobre el comercio interestadual.
Por lo tanto, los impuestos a las ventas solamente se deben pagar en caso de una compra por correo o a través de Internet, si el comerciante tiene una “presencia física” en el estado donde reside el consumidor. Pese a que los consumidores en la mayoría de los estados están obligados a reportar y abonar impuestos de “uso” sobre los productos adquiridos en otras partes, esa exigencia raramente es aplicada.
En 1998, el Congreso impuso una moratoria de tres años sobre nuevos impuestos en Internet a fin de permitir que se estudiase el tema, pero con ingresos tributarios en juego por miles de millones de dólares, el debate se está volviendo acalorado.
Los partidarios de una legislación sobre el particular, apuntaron a revertir el fallo de la Corte Suprema bajo el argumento de que su meta es simplemente la de restaurar la “neutralidad” del código del impuesto a las ventas, es decir, asegurar que las decisiones de compra no sean distorsionadas por las diferencias en las tasas tributarias a través de las distintas jurisdicciones. Actualmente, afirman, la existencia de un paraíso fiscal en Internet, coloca a los minoristas locales que deben cobrar los pertinentes impuestos a las ventas en una injusta desventaja competitiva con relación a los minoristas de Internet y de las órdenes por correo, y el enmendar la ausencia de un impuesto a Internet no implica el establecimiento de un nuevo gravamen sino que simplemente se trata de nivelar al terreno de juego del comercio.
Los partidarios del impuesto a las ventas en Internet apuntan también a la circunstancia de que los gobiernos estaduales y locales pierden un ingreso tributario considerable cuando los consumidores compran productos en Internet de comerciantes radicados en otras jurisdicciones—un ingreso en concepto de impuestos que es urgentemente necesario para financiar escuelas, carreteras, y otros servicios públicos esenciales.
Quienes se oponen a dicha tributación enfatizan que el comercio electrónico está en efecto generando ya un ingreso sustancial para los gobiernos locales y estaduales proveniente de una variedad de fuentes tributarias, incluidos los impuestos a las ganancias de las empresas y de las personas, y que un ingreso tributario adicional difícilmente sea necesario en un momento en el que la economía se encuentra en auge y la mayoría de los presupuestos de los gobiernos estaduales están nadando en tinta negra.
Además, dado que existen unas 30.000 jurisdicciones impositivas estaduales y locales separadas en los Estados Unidos, cada una de las cuales establece su propia tasa del impuesto a las ventas y aplica esa tasa a una combinación diferente de bienes y servicios, el calcular el impuesto que se debe abonar sobre cada transacción en Internet o por ordenes de correo sería una pesadilla administrativa para los comerciantes, la mayoría de los cuales opera sobre márgenes de ganancia muy pequeños.
Pasados por alto por virtualmente todos los que participan del debate sobre los impuestos en Internet, se encuentran los beneficios para los contribuyentes del sistema federal de gobierno de los Estados Unidos. Como ocurre en el caso de cualquier mercado, la competencia entre las 30.000 jurisdicciones impositivas estaduales y locales separadas de la nación, ayuda a mantener bajas tasas impositivas en su relación mínima de costo-eficacia.
Si un estado o una ciudad imponen un impuesto a las ventas que resulta demasiado alto con relación a la cantidad y a la calidad de los servicios públicos que esos gravámenes ayudan a financiar, su base tributaria tenderá a achicarse a medida que las empresas y los consumidores se reubiquen en otras jurisdicciones que poseen impuestos más bajos, mejores carreteras y establecimientos escolares, o ambos. Pero mudarse es oneroso. La habilidad para eludir altos impuestos locales efectuando compras a través de Internet o las órdenes por catalogo mediante el correo, ofrece un margen alternativo de competencia que obliga a los gobiernos a ser más responsables en materia fiscal.
Si bien es cierto que los comerciantes locales se encuentran de esa manera colocados en una desventaja competitiva, es también cierto que las empresas de órdenes por correo y los “minoristas electrónicos” tienen su propia desventaja competitiva bajo la forma de los costos de envío y de empaque que deben abonar sus consumidores. Los minoristas locales tienen de esa manera una oportunidad para captar aquellos negocios perdidos por las ventas por catalogo o en Internet.
Pueden hacerlo ofreciendo servicios que los consumidores valoran—y por los cuales están deseosos de pagar—o reduciendo sus precios de modo tal que, a pesar del impuesto a las ventas, los precios que cobren sean iguales o menores que aquellos cobrados por los comerciantes de Internet los que incluyen los cargos por envío y empaque. Así es como se supone que debe funcionar la competencia. Cuando en cambio, el terreno de juego es nivelado obligando a las compañías de Internet a subir sus precios al tener que cobrar el impuesto a las ventas para luego remitirlo a la tesorería del estado en donde reside el comprador, el proceso competitivo del mercado entra en corto circuito.
Las propuestas para gravar el comercio en Internet no son otra cosa que intentos finamente velados para proteger a los comerciantes locales ineficientes y a los gobiernos locales de las benéficas fuerzas de la competencia. Es una política pública poco sabia la de corregir los “efectos distorsivos” del paraíso fiscal de Internet mediante la introducción de otra distorsión. Esto es especialmente válido respecto del impuesto a las ventas, el cual es altamente regresivo, y coloca la carga tributaria más pesada sobre los estadounidenses de ingresos bajos. Mucho mejor es permitir que la floreciente competencia del comercio electrónico ayude a terminar con las distorsiones creadas por los gravámenes existentes.
Traducido por Gabriel Gasave
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