La verdad acerca de las batallas en el mercado

26 de agosto, 1999

En los asuntos de las naciones, son los ganadores los que logran escribir los libros de historia. Pero en los asuntos empresariales, al menos en las firmas de alta tecnología, parecería suceder lo opuesto, y con una frecuencia perversa. Esa es la opinión de dos economistas, Stan J. Liebowitz y Stephen E. Margolis, quienes consideran que nuestra comprensión de Bill Gates y sus asociados, ha sido en gran medida moldeada por los criticones competidores de la compañía. Se encaminan a rectificar las cosas en Winners, Losers and Microsoft.

Los Sres. Liebowitz y Margolis son mejor conocidos por desbaratar la historia a menudo contada sobre el teclado “Qwerty”, el estándar para las maquinas de escribir que debe su nombre a la fila superior de letras. La historia afirma que el Qwerty es un desastre ergonómico y que persiste frente a la alternativa supuestamente superior del teclado “Dvorak”, del cual se dice que tiene una distribución de las teclas que es más cómoda para los dedos. Supuestamente, el Qwerty disfruta de una popularidad auto-perpetuada; ya que persiste como popular solamente debido a que, al haber sido la primera distribución de las teclas, es a la que todos se han acostumbrado a utilizar.

Pero los dos economistas hicieron lo que ninguno de aquellos que repitieron la historia parecerían haber hecho nunca —ej., un poco de pesquisa. Descubrieron que las afirmaciones sobre la superioridad del teclado Dvorak se originaron con August Dvorak, inventor del mismo. Observadores más desinteresados no encontraron de manera consistente gran diferencia en la eficiencia ergonómica entre los dos mapas de teclas.

Los profesores habían participado de esta controversia en primer lugar porque, durante los años 80, la historia sobre el Qwerty había sido abrazada por un grupo de economistas que la utilizaron como ejemplo para sostener que, en efecto, Adam Smith estaba errado—que no se puede confiar en los mercados. En cambio, afirmaban los «qwertyistas», que podemos, con pasmosa facilidad, quedar “encerrados” en tecnologías inferiores, que logran su dominación debido a algún accidente histórico largamente olvidado. Las implicancias políticas de la idea del Qwerty eran obvias, e incluían una barra mucho más baja para la intervención gubernamental en la economía bajo la forma de demandas judiciales antimonopólicas.

El Qwerty fue uno en la tríada de ejemplos usualmente propuestos como extractos para la causa por las “encerradas”; las otras fueron las sagas del VHS-Beta y la del DOS-Macintosh. Los Sres. Liebowitz y Margolis se refieren también a ellas. Hallaron que el sistema VHS derrota al sistema Beta, técnicamente similar, por una muy buena razón: El mismo rutinariamente poseía un tiempo de grabación mucho más largo. Y en el caso de las computadoras, los dos concuerdan que mientras Macintosh puede haber sido la más “elegante” pieza de software, la elegancia difícilmente sea el único elemento para el éxito en el mercado; si lo fuese, todos tendríamos refrigeradores Sub-Zero en nuestras cocinas. Existen también cuestiones tales como el precio, la velocidad y la disponibilidad en general.

No resulta sorprendente que el trabajo de los Sres. Liebowitz y Margolis se cuadrara con una compañía Microsoft carente de amigos, la cual en los últimos años los ha contratado para un par de tareas de consultoría. Eso no debería ser utilizado en su contra; ambos han estado trabajando en este tema desde 1990 —año, a propósito, en el que Apple tuvo un 70% más de ganancias anuales que Microsoft. Escribieron este libro no para servir a un contribuyente sino en cambio para influir en un importante debate político.

Tal como lo ven estos dos economistas, el Departamento de Justicia está empleando la lógica del hijo de Qwerty en su persecución de Microsoft. Ese enfoque, popular en Silicon Valley, es algo así: Microsoft saca provecho de su poder en el mercado para atiborrar nuestras gargantas de malos productos, utilizando el dinero que gana en ese proceso para volverse aún más poderosa y de esa manera expandir su catalogo de migajas. Estos profesores revisaron esta historia con la misma técnica que utilizaron en el caso del teclado Qwerty: pasando mucho tiempo en la biblioteca. Leyeron todas las criticas sobre los productos de software que pudieron encontrar de los últimos 15 años y arribaron a una conclusión distinta. Microsoft, dice su evidencia, gana las batallas del mercado (procesadores de texto, hojas de cálculo, navegadores) cuando sus productos son mejores, y pierde dichas batallas (software financiero, servicios on-line, computadoras de bolsillo) cuando los mismos no lo son.

Los dos autores no están de acuerdo con la idea de que Microsoft domina a la computación, sino que sostienen que la posición de Microsoft es aquella de un “monopolista serial”: La dinámica de la industria de la tecnología tiende a producir un solo gran ganador en un momento en particular. Pero lejos de encontrarnos encerrados, ese ganador está constantemente defendiendo su posición en un juego del rey de la colina de altas apuestas. Los Sres. Liebowitz y Margolis tienen un mensaje para los rivales de Microsoft: Dejen de quejarse y comiencen a escribir el código.

Debiera decirse que pese a que los economistas del Departamento de Justicia han en efecto impulsado una causa por encierro al estilo de la del teclado Qwerty, hay más aún para sus alegatos en la corte. Los reglamentaristas han acusado a Microsoft de comportarse inadecuadamente de formas no muy teóricas, notablemente al intimidar a los fabricantes de computadoras para que acepten el sistema operativo Windows bajo los términos de Microsoft. Microsoft afirma que son tonterías, y es una cuestión factual sobre la que los tribunales decidirán.

No obstante, los dos autores han recorrido un largo camino tendiente a redefinir el debate sobre Microsoft. De ahora en adelante, aquellos jueces, economistas, lumbreras o periodistas que discutan respecto de Microsoft o sobre los encierros tecnológicos—y que repitan la vieja desabrida historia del teclado Qwerty—sin primero atender a la critica de Liebowitz-Margolis, debieran tener sus muñecas ruidosamente azotadas por, digamos, una mano invisible.

Traducido por Gabriel Gasave

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