Mi idea de un gran presidente es la de uno que actúa de conformidad con su juramento de posesión del cargo de “preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos”. Desde la presidencia de Grover Cleveland que ningún presidente ha alcanzado la grandeza según este estándar. Peor aún, los más admirados han sido aquellos que fracasaron de la manera más miserable. Evidentemente mi estándar difiere del empleado por otros que juzgan la grandeza presidencial.
En la New York Times Magazine del 15 de diciembre de 1996, Arthur M. Schlesinger, Jr., presentaba los resultados de un sondeo de opinión realizado entre historiadores a quienes se pidió que calificasen a los presidentes (exceptuando solamente a William Henry Harrison y Zachary Taylor, que ocuparon el cargo muy brevemente). A treinta historiadores más los políticos Mario M. Cuomo y Paul Simon se les pidió calificar a los jefes ejecutivos de la nación como grandes, casi grandes, promedios, inferiores al promedio, o fracasos. La clasificación se aplica al desempeño en la Casa Blanca, no a los logros alcanzados a lo largo de su vida, y los historiadores utilizaron su propia opinión respecto de qué constituye grandeza o fracaso.
Los resultados de la encuesta se corresponden bien con los resultados de un número de sondeos anteriores, especialmente en el conjunto de presidentes considerados como grandes o casi grandes. Los tres grandes presidentes son Washington, Lincoln, y Franklin D. Roosevelt. El grupo de los casi grandes incluye a Jefferson, Jackson, Polk, Theodore Roosevelt, Wilson, y Truman. Los fracasados son Pierce, Buchanan, Andrew Johnson, Grant, Harding, Hoover, y Nixon, este último ubicándose al final de todo del montón.
¿Qué podemos decir de esta clasificación? Bien, ayuda saber que los historiadores (y dos políticos) que la confeccionan son casi todos liberales de izquierdas. En este sentido representan fielmente a la profesión histórica en los Estados Unidos hoy día. Al verter sus opiniones, dichos historiadores aplican creencias y valores de izquierdas. Así, uno de los participantes en el sondeo, James MacGregor Burns, pregunta: “¿Cómo puede uno evaluar a un presidente idiosincrásico [como Nixon], tan brillante y tan desprovisto moralmente?”—como si Nixon fuese, en este grupo, excepcionalmente inmoral.
Uno no necesita reflexionar mucho sobre las calificaciones, sin embargo, para descubrir un correlato destacable: todos menos uno de los presidentes clasificados como grandes o casi grandes tuvieron una intima asociación con la guerra, ya sea en el cargo o mediante su reputación antes de asumir su puesto. De los “nueve inmortales” mejor clasificados, cinco (Lincoln, FDR, Polk, Wilson, y Truman) eran comandantes en jefe cuando la nación fue a la guerra, y tres (Washington, Jackson, y Teddy Roosevelt) fueron mejor conocidos antes de convertirse en presidentes por sus hazañas marciales. La única excepción, Jefferson, confinó su belicosidad presidencial a autorizar, con el consentimiento parlamentario, participaciones navales contra los piratas de Barbary. (Por supuesto, había sido un oficial revolucionario durante la Guerra de la Independencia).
En contraste, de los once presidentes calificados como inferiores al promedio o fracasos, todos excepto uno (Nixon) lograron mantener a la nación en paz durante sus mandatos e incluso Nixon en definitiva sacó a los Estados Unidos del atolladero de la guerra en Vietnam, si bien no hasta que muchas más vidas habían sido desperdiciadas.
La lección parece obvia. Cualquier presidente que anhela un alto lugar en los anales de la historia deberá apresurarse a empujar al pueblo estadounidense a una orgía de muerte y destrucción. No importa cuán equivocada pueda ser la guerra. Lincoln alcanzó su inmortalidad presidencial al desplomar de manera sumamente innecesaria a los Estados Unidos en su mayor baño de sangre—ostensiblemente para mantener los límites de una unión federal existente, como si esos límites poseyesen un estatus sagrado. Wilson, por iniciativa propia y en contra de la preferencia de una clara mayoría del pueblo estadounidense, impulsó al país a un enfrentamiento grotescamente absurdo y chocantemente bárbaro de las dinastías europeas en el cual los Estados Unidos carecían de interés nacional sustancial. Sobre tales fundamentos salvajes y absurdos está construida la grandeza presidencial.
No soy un devoto de John Quincy Adams, Martin Van Buren, o Chester Arthur. Pero démosles lo que merecen; al menos no derramaron la sangre de sus compatriotas. Grant y Harding, que siempre clasifican cerca del fondo, no merecen tal desdén. Schlesinger observa que “su pecado era la excesiva lealtad a los amigos deshonestos”—un pecado que, en verdad, muchos presidentes han cometido. E incluso Schlesinger admite: “El escándalo y la corrupción son indefendibles, pero pueden lesionar el bienestar general menos que las políticas erróneamente concebidas”
Ciertamente, el escándalo y la corrupción, que no sorprende que en cierta medida hayan manchado a la mayoría de las administraciones, empalidecen en comparación con el daño que las decisiones en materia de política presidencial han inflingido. ¿Qué peso tiene el escándalo de la empresa constructora Credit Mobilier de Grant comparado con los 620.000 muertos de Lincoln en la Guerra Civil? El incidente de la reserva petrolera de Teapot Dome de Harding no es más que una gota en el océano comparado con los horrores globales generados por la decisión de Wilson de llevar a los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial: La victoria aliada, un tratado de Versailles injusto, el resentimiento alemán, el surgimiento del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, para no hablar el auge del comunismo, que también continuó después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué los historiadores, y siguiéndolos el público, colocan sobre pedestales a los dirigentes responsables por catástrofes así de grandes?
Tengo una teoría: los historiadores de la izquierda liberal adoran el poder político e idealizan a aquellos que lo ejercen del modo más espléndido al servicio de las causas liberales de izquierdas. ¿De qué otro modo puede alguien explicar la beatificación de Lincoln, Wilson, y Franklin Roosevelt? Truman, actualmente tan elevado en la estima de los historiadores, dejó el cargo con una impopularidad que bordeaba la desgracia debido a su desastre en la Guerra de Corea, pero los historiadores lo perdonan, admirando su empleo de las armas nucleares e intentos por preservar y extender el New Deal. Theodore Roosevelt, un protofascista sanguinario, evoca admiración en virtud de su azote público a la gran empresa, un perenne muchacho fustigador liberal de izquierdas.
Si tuviese que calificar a los presidentes, no daría totalmente vuelta a la clasificación de los historiadores, pero me movería en esa dirección. Ciertamente Lincoln, Wilson, FDR, Truman, y Lyndon Johnson pertenecen al fondo, por sus políticas económicas estatistas así cono también sus supremamente catastróficas políticas de guerra.
Encontrar presidentes para poner en la cima de la lista presenta más dificultad, especialmente elegir entre aquellos que han ocupado el cargo durante el siglo pasado. Grover Cleveland, pese a estar lejos de ser perfecto, puede haber sido el mejor. Mantuvo al país en paz. Respetó la Constitución, reconociendo que el gobierno nacional tenía tan solo una misión limitada que desempeñar y moldeó sus políticas en consecuencia. Luchó por reducir los aranceles; preservó el patrón oro en su época de crisis; y restauró el orden por la fuerza cuando matones perturbaron la paz en un frente extenso durante la gran huelga ferroviaria de 1894.
Washington, creo, merece en verdad una calificación alta—ni siquiera los historiadores pueden estar equivocados todo el tiempo. Estableció el precedente de dimitir después de dos mandatos, que duró hasta que chocó contra la insaciable ambición de FDR, y recetaba una política exterior sensible, más tarde difamada como “aislacionismo”, que sirvió bien a la nación durante más de un siglo. Otros presidentes tempranos que no fueron enteramente reprobables en el cargo incluyen a Jefferson y Jackson, a pesar de que ambos cometieron graves desidias.
De los presidentes desde Cleveland, le doy a Coolidge la calificación más alta. Patrocinó sostenidos recortes impositivos y redujo grandemente la deuda nacional. Tal como escribió H.L. Mencken, “No hubieron emociones mientras reinó, pero tampoco hubo dolores de cabeza. Carecía de ideas, y no era un fastidio”—un elogio elevado en vistas del execrable desempeño de otros presidentes del siglo veinte. Taft y Eisenhower estuvieron por encima del resto, pero eso no dice mucho.
Desafortunadamente, bajo FDR la Constitución sufrió un daño que ninguno de sus sucesores ha reparado y la mayor parte de ellos lo han empeorado. Ciertamente desde 1932—y, uno bien podría arguir, desde 1896—ningún presidente ha sido fiel a su juramento de posesión del cargo. Percatándose de las ambiciones albergadas por Teddy Roosevelt y Wilson, Franklin Roosevelt creó la “presidencia imperial”, y hemos estado peor que nunca desde entonces.
La gente que ratificó la Constitución original jamás se propuso que la presidencia fuese un puesto poderoso que generase “grandes hombres”. El Artículo II, Secciones 2-4, que enumeran las facultades del presidente, consta solo de cuatro párrafos, la mayoría de los cuales se refieren a nombramientos y deberes menores.
El presidente debe actuar como comandante en jefe del ejército y la armada, pero solamente el Congreso puede comprometer a la nación en una guerra, es decir, “declarar la guerra”. El presidente está para “ocuparse de que las leyes sean lealmente ejecutadas”, pero solamente el Congreso puede sancionar leyes, y entonces solamente dentro del ámbito de sus facultades limitadas y enumeradas. La presidencia fue proyectada para ser principalmente un puesto ceremonial cuyo ocupante se confinaría a la aplicación de las leyes federales.
Pero a lo largo del tiempo, abruptamente durante la presidencia de Lincoln y progresivamente durante el siglo veinte, los presidentes arrebataron más y más poder.
Apenas antes de que Clinton asumió el cargo en 1993, el periódico Seattle Times coronó un artículo de opinión con el titular pasmosamente estúpido, “¿Puede Bill Clinton salvar a los Estados Unidos?”
La libertad estadounidense jamás será reestablecida mientras tanto las elites como las masas por igual esperen que el presidente realice proezas supernaturales y por consiguiente toleran su virtualmente ilimitado ejercicio del poder. Hasta que podamos restaurar el gobierno limitado y constitucional en este país, Dios nos salve de los grandes presidentes.
Traducido por Gabriel Gasave
No más grandes presidentes
Mi idea de un gran presidente es la de uno que actúa de conformidad con su juramento de posesión del cargo de “preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos”. Desde la presidencia de Grover Cleveland que ningún presidente ha alcanzado la grandeza según este estándar. Peor aún, los más admirados han sido aquellos que fracasaron de la manera más miserable. Evidentemente mi estándar difiere del empleado por otros que juzgan la grandeza presidencial.
En la New York Times Magazine del 15 de diciembre de 1996, Arthur M. Schlesinger, Jr., presentaba los resultados de un sondeo de opinión realizado entre historiadores a quienes se pidió que calificasen a los presidentes (exceptuando solamente a William Henry Harrison y Zachary Taylor, que ocuparon el cargo muy brevemente). A treinta historiadores más los políticos Mario M. Cuomo y Paul Simon se les pidió calificar a los jefes ejecutivos de la nación como grandes, casi grandes, promedios, inferiores al promedio, o fracasos. La clasificación se aplica al desempeño en la Casa Blanca, no a los logros alcanzados a lo largo de su vida, y los historiadores utilizaron su propia opinión respecto de qué constituye grandeza o fracaso.
Los resultados de la encuesta se corresponden bien con los resultados de un número de sondeos anteriores, especialmente en el conjunto de presidentes considerados como grandes o casi grandes. Los tres grandes presidentes son Washington, Lincoln, y Franklin D. Roosevelt. El grupo de los casi grandes incluye a Jefferson, Jackson, Polk, Theodore Roosevelt, Wilson, y Truman. Los fracasados son Pierce, Buchanan, Andrew Johnson, Grant, Harding, Hoover, y Nixon, este último ubicándose al final de todo del montón.
¿Qué podemos decir de esta clasificación? Bien, ayuda saber que los historiadores (y dos políticos) que la confeccionan son casi todos liberales de izquierdas. En este sentido representan fielmente a la profesión histórica en los Estados Unidos hoy día. Al verter sus opiniones, dichos historiadores aplican creencias y valores de izquierdas. Así, uno de los participantes en el sondeo, James MacGregor Burns, pregunta: “¿Cómo puede uno evaluar a un presidente idiosincrásico [como Nixon], tan brillante y tan desprovisto moralmente?”—como si Nixon fuese, en este grupo, excepcionalmente inmoral.
Uno no necesita reflexionar mucho sobre las calificaciones, sin embargo, para descubrir un correlato destacable: todos menos uno de los presidentes clasificados como grandes o casi grandes tuvieron una intima asociación con la guerra, ya sea en el cargo o mediante su reputación antes de asumir su puesto. De los “nueve inmortales” mejor clasificados, cinco (Lincoln, FDR, Polk, Wilson, y Truman) eran comandantes en jefe cuando la nación fue a la guerra, y tres (Washington, Jackson, y Teddy Roosevelt) fueron mejor conocidos antes de convertirse en presidentes por sus hazañas marciales. La única excepción, Jefferson, confinó su belicosidad presidencial a autorizar, con el consentimiento parlamentario, participaciones navales contra los piratas de Barbary. (Por supuesto, había sido un oficial revolucionario durante la Guerra de la Independencia).
En contraste, de los once presidentes calificados como inferiores al promedio o fracasos, todos excepto uno (Nixon) lograron mantener a la nación en paz durante sus mandatos e incluso Nixon en definitiva sacó a los Estados Unidos del atolladero de la guerra en Vietnam, si bien no hasta que muchas más vidas habían sido desperdiciadas.
La lección parece obvia. Cualquier presidente que anhela un alto lugar en los anales de la historia deberá apresurarse a empujar al pueblo estadounidense a una orgía de muerte y destrucción. No importa cuán equivocada pueda ser la guerra. Lincoln alcanzó su inmortalidad presidencial al desplomar de manera sumamente innecesaria a los Estados Unidos en su mayor baño de sangre—ostensiblemente para mantener los límites de una unión federal existente, como si esos límites poseyesen un estatus sagrado. Wilson, por iniciativa propia y en contra de la preferencia de una clara mayoría del pueblo estadounidense, impulsó al país a un enfrentamiento grotescamente absurdo y chocantemente bárbaro de las dinastías europeas en el cual los Estados Unidos carecían de interés nacional sustancial. Sobre tales fundamentos salvajes y absurdos está construida la grandeza presidencial.
No soy un devoto de John Quincy Adams, Martin Van Buren, o Chester Arthur. Pero démosles lo que merecen; al menos no derramaron la sangre de sus compatriotas. Grant y Harding, que siempre clasifican cerca del fondo, no merecen tal desdén. Schlesinger observa que “su pecado era la excesiva lealtad a los amigos deshonestos”—un pecado que, en verdad, muchos presidentes han cometido. E incluso Schlesinger admite: “El escándalo y la corrupción son indefendibles, pero pueden lesionar el bienestar general menos que las políticas erróneamente concebidas”
Ciertamente, el escándalo y la corrupción, que no sorprende que en cierta medida hayan manchado a la mayoría de las administraciones, empalidecen en comparación con el daño que las decisiones en materia de política presidencial han inflingido. ¿Qué peso tiene el escándalo de la empresa constructora Credit Mobilier de Grant comparado con los 620.000 muertos de Lincoln en la Guerra Civil? El incidente de la reserva petrolera de Teapot Dome de Harding no es más que una gota en el océano comparado con los horrores globales generados por la decisión de Wilson de llevar a los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial: La victoria aliada, un tratado de Versailles injusto, el resentimiento alemán, el surgimiento del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, para no hablar el auge del comunismo, que también continuó después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué los historiadores, y siguiéndolos el público, colocan sobre pedestales a los dirigentes responsables por catástrofes así de grandes?
Tengo una teoría: los historiadores de la izquierda liberal adoran el poder político e idealizan a aquellos que lo ejercen del modo más espléndido al servicio de las causas liberales de izquierdas. ¿De qué otro modo puede alguien explicar la beatificación de Lincoln, Wilson, y Franklin Roosevelt? Truman, actualmente tan elevado en la estima de los historiadores, dejó el cargo con una impopularidad que bordeaba la desgracia debido a su desastre en la Guerra de Corea, pero los historiadores lo perdonan, admirando su empleo de las armas nucleares e intentos por preservar y extender el New Deal. Theodore Roosevelt, un protofascista sanguinario, evoca admiración en virtud de su azote público a la gran empresa, un perenne muchacho fustigador liberal de izquierdas.
Si tuviese que calificar a los presidentes, no daría totalmente vuelta a la clasificación de los historiadores, pero me movería en esa dirección. Ciertamente Lincoln, Wilson, FDR, Truman, y Lyndon Johnson pertenecen al fondo, por sus políticas económicas estatistas así cono también sus supremamente catastróficas políticas de guerra.
Encontrar presidentes para poner en la cima de la lista presenta más dificultad, especialmente elegir entre aquellos que han ocupado el cargo durante el siglo pasado. Grover Cleveland, pese a estar lejos de ser perfecto, puede haber sido el mejor. Mantuvo al país en paz. Respetó la Constitución, reconociendo que el gobierno nacional tenía tan solo una misión limitada que desempeñar y moldeó sus políticas en consecuencia. Luchó por reducir los aranceles; preservó el patrón oro en su época de crisis; y restauró el orden por la fuerza cuando matones perturbaron la paz en un frente extenso durante la gran huelga ferroviaria de 1894.
Washington, creo, merece en verdad una calificación alta—ni siquiera los historiadores pueden estar equivocados todo el tiempo. Estableció el precedente de dimitir después de dos mandatos, que duró hasta que chocó contra la insaciable ambición de FDR, y recetaba una política exterior sensible, más tarde difamada como “aislacionismo”, que sirvió bien a la nación durante más de un siglo. Otros presidentes tempranos que no fueron enteramente reprobables en el cargo incluyen a Jefferson y Jackson, a pesar de que ambos cometieron graves desidias.
De los presidentes desde Cleveland, le doy a Coolidge la calificación más alta. Patrocinó sostenidos recortes impositivos y redujo grandemente la deuda nacional. Tal como escribió H.L. Mencken, “No hubieron emociones mientras reinó, pero tampoco hubo dolores de cabeza. Carecía de ideas, y no era un fastidio”—un elogio elevado en vistas del execrable desempeño de otros presidentes del siglo veinte. Taft y Eisenhower estuvieron por encima del resto, pero eso no dice mucho.
Desafortunadamente, bajo FDR la Constitución sufrió un daño que ninguno de sus sucesores ha reparado y la mayor parte de ellos lo han empeorado. Ciertamente desde 1932—y, uno bien podría arguir, desde 1896—ningún presidente ha sido fiel a su juramento de posesión del cargo. Percatándose de las ambiciones albergadas por Teddy Roosevelt y Wilson, Franklin Roosevelt creó la “presidencia imperial”, y hemos estado peor que nunca desde entonces.
La gente que ratificó la Constitución original jamás se propuso que la presidencia fuese un puesto poderoso que generase “grandes hombres”. El Artículo II, Secciones 2-4, que enumeran las facultades del presidente, consta solo de cuatro párrafos, la mayoría de los cuales se refieren a nombramientos y deberes menores.
El presidente debe actuar como comandante en jefe del ejército y la armada, pero solamente el Congreso puede comprometer a la nación en una guerra, es decir, “declarar la guerra”. El presidente está para “ocuparse de que las leyes sean lealmente ejecutadas”, pero solamente el Congreso puede sancionar leyes, y entonces solamente dentro del ámbito de sus facultades limitadas y enumeradas. La presidencia fue proyectada para ser principalmente un puesto ceremonial cuyo ocupante se confinaría a la aplicación de las leyes federales.
Pero a lo largo del tiempo, abruptamente durante la presidencia de Lincoln y progresivamente durante el siglo veinte, los presidentes arrebataron más y más poder.
Apenas antes de que Clinton asumió el cargo en 1993, el periódico Seattle Times coronó un artículo de opinión con el titular pasmosamente estúpido, “¿Puede Bill Clinton salvar a los Estados Unidos?”
La libertad estadounidense jamás será reestablecida mientras tanto las elites como las masas por igual esperen que el presidente realice proezas supernaturales y por consiguiente toleran su virtualmente ilimitado ejercicio del poder. Hasta que podamos restaurar el gobierno limitado y constitucional en este país, Dios nos salve de los grandes presidentes.
Traducido por Gabriel Gasave
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