Las emergencias son inevitables. La historia está llena de ellas, y el futuro traerá ciertamente otras nuevas. Durante el siglo pasado, los estadounidenses han sufrido las inesperadas conmociones de grandes huelgas, guerras, depresiones, y varias crisis menores. Es instructivo considerar ahora, mientras prevalece una relativa calma, cómo las crisis del pasado han sido enfrentadas.
En el siglo veinte el método usual por el cual los estadounidenses (y muchos otros) han lidiado con las crisis, a saber, crear programas gubernamentales de emergencia, ha dado lugar a pérdidas permanentes de las libertades económicas y a daños permanentes a las instituciones económicas. Si podemos aprender de nuestros errores del pasado, quizás podamos evitar tales desafortunados desenlaces cuando debamos nuevamente hacer frente a una crisis.
Sobretodo, necesitamos entender que la opción no es entre un programa gubernamental y una calamidad desenfrenada. Por el contrario, la opción es entre las acciones correctivas tomadas por los funcionarios gubernamentales, quienes pueden manejar facultades coercitivas, y las acciones correctivas tomadas por los ciudadanos privados, quienes deben atenerse a compromisos voluntariamente aceptados. En cualquier caso, algo se hará. Los interrogantes fundamentales tienen que ver con la efectividad y las consecuencias en el largo plazo de las acciones tomadas.
Suponga que una crisis azota: por ejemplo, los suministros extranjeros de petróleo son drásticamente reducidos. Las industrias que emplean al petróleo como materia prima deben reducir sus niveles de producción. Despiden trabajadores; sus ganancias declinan o desaparecen. Las industrias relacionadas con el petróleo y los comercios dependientes del consumo de los trabajadores despedidos sienten el impacto. Deben también reducirse. La declinación económica se esparce como las ondas que provoca una piedra arrojada en aguas tranquilas. Algo debe ser hacerse. ¿Pero qué debería ser?
Algunos son partidarios de proponer, en verdad de insistir, que el gobierno “haga algo.” Un programa de emergencia podría asignar las ofertas disponibles a los usuarios que los funcionarios gubernamentales estimen más importantes, quizás los hospitales, la policía, los cuerpos de bomberos, los granjeros. Las autoridades podrían encargarse de restaurar el equilibrio doméstico alterado por el déficit externo. Podrían, por ejemplo, obligar a los refinadores a utilizar la producción doméstica ociosa para destinar algunos de sus suministros a los refinadores dependientes de fuentes extranjeras. Por supuesto, un cierto método de compensación tendría que ser ideado; alguien tendría que administrar las reglas para asegurar conformidad; y alguien tendría que hacer ajustes a los cambios imprevistos en los patrones domésticos de la demanda y de la oferta. En breve, un programa gubernamental para “hacer algo” sobre la reducción de la importación conduciría probablemente a la creación de reglas arbitrarias, de un gran cuerpo administrativo, y a una supresión de los acuerdos de libre-mercado sobre una parte substancial de la economía.
¿Pero qué opción tenemos? Dadas las graves consecuencias del déficit de las importaciones, ¿cómo podríamos rechazar reconocer la necesidad de un programa gubernamental? ¿Hay realmente alguna alternativa viable? ¿No se desataría una catástrofe ante la ausencia de una respuesta gubernamental de emergencia? Las respuestas cortas a estas preguntas son: Existe una forma alternativa de lidiar con la crisis; un programa gubernamental puede no ser necesario; una respuesta orientada hacia el mercado probablemente funcionará; y la gente librada a resolver su propia salvación, simplemente no se rendirá ante la desesperación y al desastre.
La esencia de muchas crisis es la escasez: la cantidad ofrecida de algo—petróleo, oportunidades laborales, soldados—cae por debajo de la cantidad demandada a los precios prevalecientes en el mercado. Pero los mercados, si se les permite a los precios ajustarse libremente, tienden naturalmente a eliminar los faltantes. De hecho, la propia existencia de una escasez nos dice que el precio que prevalece se encuentra demasiado bajo. Cuando sube el precio, dos cosas suceden. Primero, los demandantes reducen las cantidades que desean comprar. En segundo lugar, los oferentes incrementan las cantidades que desean vender. Dado un aumento suficientemente grande del precio, un nuevo equilibrio tiene lugar, en el cual las cantidades demandadas y ofrecidas son iguales. La escasez desaparece. Este proceso de ajuste es exactamente lo que se conoce como “el juego de las leyes de la oferta y de la demanda.”
A veces, sin embargo, el proceso no parece funcionar. Los precios suben rápidamente, pero poco más parece suceder. Se presentan quejas de que los vendedores se están enriqueciendo a expensas de los compradores. Presiones políticas pueden ejercerse para evitar que los precios se incrementen aún más o para forzarlos a retornar a los niveles anteriores, considerando que los aumentos de precios, aún si eliminan la escasez, sólo transfieren ingresos de los compradores a los vendedores mientras que no hacen nada por restaurar las cantidades del bien previamente disponibles en el mercado. Pero espere.
Las leyes de Oferta y Demanda
Las leyes de la demanda y de la oferta tienen dos partes. La primera ley de la demanda dice que, manteniéndose iguales las demás variables, la gente desea comprar menos cuando el precio es más alto. La segunda ley de la demanda dice que cuanto más largo es el plazo para el ajuste, mayor es la reducción en la cantidad demandada ante un aumento dado en el precio. Ocurre de manera similar con la oferta. La primera ley de la oferta afirma que, manteniéndose iguales las demás variables, la gente desea vender más cuando el precio es más alto. La segunda ley de la oferta dice que cuanto más largo es el período de ajuste, mayor es el aumento en la cantidad ofertada ante un incremento dado en el precio.
El mensaje es claro: sea paciente. El mercado restaurará un equilibrio, y las condiciones mejorarán decididamente. Con el tiempo suficiente, los oferentes proporcionarán más del bien poco ofrecido o buenos substitutos para el mismo. Los demandantes encontrarán maneras cada vez más satisfactorias de hacer sus cosas sin el bien de oferta reducida, a menudo substituyendo otros bienes por él.
En una emergencia, sin embargo, mucha gente no desea esperar a que las segundas leyes de la demanda y de la oferta entren en juego. Los mercados, nos dicen a menudo, trabajan demasiado lentamente. Un programa gubernamental de emergencia se afirma, tiene la cualidad importante de apresurar el proceso de ajuste. Innegablemente, los programas coactivos trabajan a menudo más rápidamente. Pero este aspecto de su operación, ¿es realmente una ventaja?
Desafortunadamente, los programas coercitivos “ahorran tiempo” solamente porque obligan derrochadoramente a ajustes precipitados. No ahorran recursos valiosos. En cambio, redistribuyen los costos del ajuste en comparación con las respuestas determinadas por los acuerdos voluntarios en los mercados libres.
Suponga, por ejemplo, que ante una crisis petrolera creada por una caída importante de la importación, el gobierno ordena a los productores de petróleo domésticos que ofrezcan inmediatamente mayores suministros de petróleo que el que proveerían voluntariamente en respuesta al precio más alto del mismo (asumiendo que el gobierno permite que el precio suba libremente en el mercado). ¿La orden del gobierno no acelera el proceso del ajuste, y no es tal aceleración deseable?
Para ver qué sucede, considere los motivos por los cuales los productores de petróleo no proveen voluntariamente la cantidad ordenada gubernamentalmente. Cuando sube el precio, por supuesto ellos desean aumentar las cantidades que proveen. Pero un aumento de las cantidades provistas puede ser provocado por diversos medios, por ejemplo, hacer uso de los inventarios almacenados en tanques, aumentando el nivel de bombeo de los pozos establecidos, perforando más pozos en reservorios subterráneos de petróleo conocidos, buscando nuevos yacimientos de petróleo, extrayendo el petróleo de minerales, y así sucesivamente. Cada fuente puede ser explotada, pero en el corto plazo es un despilfarro inclinarse por aquellas que requieran un desarrollo más costoso, es decir, más investigación, planeamiento, reorganización de instalaciones, y reasignación de recursos. Puede tener buen sentido económico proceder con la exploración adicional y el desarrollo de nuevos yacimientos de petróleo, por ejemplo, pero hacer que estas opciones produzcan petróleo rápidamente es posible solamente a costos extraordinariamente altos –contratar y entrenar trabajadores inexpertos, ofertar por el uso de los materiales y del equipo antes que otras industrias, pagándoles a los empleados salarios más altos para hacerlos trabajar horas extras. En el muy corto plazo es económicamente justificable ofrecer solamente el petróleo adicional disponible en los inventarios existentes en tanques de almacenaje. Más adelante, las otras fuentes de oferta adicional pueden ser explotadas a un ritmo más mesurado, y por lo tanto más barato.
El apresuramiento forzado solamente genera basura. Ajustes más rápidos son más costosos, y alguien debe asumir los costos adicionales. El gobierno puede obligar a un ajuste más rápido, que sea seguro, pero no se ahorra ningún recurso valioso debido a la compulsión. En cambio, alguien es compelido a sumir los costos del ajuste que no son valiosos. Para satisfacer la exigencia del gobierno, los recursos son desplazados de los usos socialmente más valiosos a los usos socialmente menos valiosos. El gobierno consigue una reasignación más rápida de los recursos no porque sus programas de emergencia “ahorran” algo sino solamente porque su poder coercitivo le permite imponer reasignaciones derrochadoras sobre los dueños privados del trabajo y del capital. La sociedad hace un ajuste más rápido a costa de convertirse, considerados todos los valores, en algo peor.
Los programas gubernamentales de emergencia, entonces, ofrecen oportunidades excepcionales para aquello que substituirían sus propios valores por aquellos que ordinariamente guían la asignación de recursos en el mercado. Cuando el clamor de la emergencia se eleva, la resistencia del público a las tomas de control gubernamentales disminuye. Por lo tanto, los aspirantes a redistribuidores del ingreso, los planificadores colectivistas, y los bienhechores a expensas de otros, se precipitan todos para explotar la oportunidad inusual de sustituir a los procesos del mercado por controles gubernamentales. Pero sea lo que fuere que uno pueda pensar acerca de la inmediata deseabilidad de un programa gubernamental de emergencia, uno debe reconocer que el programa es casi ciertamente solamente un comienzo; y lo que sigue en su tren puede ser mucho menos deseable.
Consecuencias No Deseadas
Al principio uno a menudo obtiene algo que no desea junto con algo que sí anhela. Debido a que los programas gubernamentales son creados por políticos, quienes rara vez dan su asentimiento gratuitamente, los defensores de un programa gubernamental del tipo X podrían reunir una mayoría en su favor, con solamente agregar un programa gubernamental del tipo Y. Por ejemplo, cuando el congreso sancionó en 1933 la Ley de Recuperación de la Industria Nacional (NIRA es su sigla en Inglés)—un programa de emergencia paradigmático—para restaurar las ganancias empresariales estableciendo cárteles en cada industria, se incluyeron provisiones para promover la negociación salarial colectiva y para establecer reglas sobre los salarios y las horas de trabajo en los mercados laborales. Las provisiones laborales compraron la aceptación de la ley por parte de los miembros del Congreso que respondían a los intereses de los sindicatos y de esa manera aseguraron su sanción. Cuando la Suprema Corte removió a la NIRA en 1935, el Congreso reestableció inmediatamente (e incluso fortaleció) sus provisiones laborales con la sanción de la Ley Wagner. En este caso, como comúnmente sucede, el programa de emergencia original tenía atado a él, como resultado de una negociación política, un programa gubernamental que persistió mucho después de que el programa original había desaparecido.
Los programas de emergencia frecuentemente no funcionan como estaba previsto que lo harían. Los funcionarios gubernamentales procurando controlar el mercado descubren que el mismo es un blanco móvil. Como han escrito George Shultz y Kenneth Dam, “A cada acción del gobierno el sector privado reacciona o se acomoda, y el gobierno reacciona más lejos a medida que la economía privada ‘le responde’ al gobierno.”[1] El gobierno trata más y más duramente de engañar a la gente sujeta a sus controles. La gente trata más y más duramente de anticipar qué es lo próximo que los reguladores harán. Aunque el proceso puede dar lugar a un empate, el mismo consume siempre más recursos en ambos lados. Por ejemplo, cuando la administración de Reagan en 1984 anunció nuevas restricciones a la importación de acero, “las naciones productoras de acero alrededor del mundo comenzaron a enviar más acero a los Estados Unidos para establecer topes más altos de los que sus limitaciones a la exportación de acero fijarían,” provocando de tal manera lo opuesto a aquello para lo cual el programa estaba diseñado.[2] Naturalmente, los productores de acero domésticos y las organizaciones laborales solicitaron un programa más fuerte para ocuparse de este desenlace imprevisto. Los granjeros estadounidenses sujetos a controles del área cultivada han estado jugando un juego parecido desde 1933.
La creación de un programa de emergencia conduce generalmente al atrincheramiento de los intereses especiales conectados, tanto gubernamentales como privados. Cada uno sabe que las “industrias incipientes” a las que se les concedió una protección arancelaria nunca madurarán al punto en donde estén dispuestas a abandonar la protección “temporaria” que buscaron en el principio. Los camioneros que consiguieron protección contra la competencia del libre-mercado durante la Gran Depresión todavía están luchando para mantener sus privilegios contra los que intentan desregular la industria. Los granjeros son quizás los más notorios. Mientras que el número de granjeros ha declinado enormemente y el ingreso típico de los mismos se ha incrementado dramáticamente desde 1930, la burocracia en el Departamento de Agricultura de EE.UU. se ha tornado sumamente más grande. Y la “crisis” de la granja parece estar siempre con nosotros, no importa cuán a menudo el gobierno intente ocuparse de ella.
Los programas de la granja también ilustran cómo los programas gubernamentales de emergencia, cuando son mantenidos por mucho tiempo después de que finalizan los acontecimientos que los impulsaran, pueden encerrar el gobierno en una posición casi ineludible. El beneficio de los subsidios gubernamentales se vuelve esperado por todas las partes. Por lo tanto, se encuentra “capitalizado” en el valor de la tierra de la granja. Los granjeros actuales, que deben sobrellevar el mayor costo del uso de la tierra, no obtienen ninguna ventaja adicional operando la tierra sujeta a los subsidios—todos los beneficios fueron capturados por aquellos que poseían la tierra en la época en que los nuevos subsidios fueron anunciados por vez primera. Pero si el gobierno discontinuase los subsidios, los granjeros actuales serían perjudicados; el valor de su riqueza caería. Naturalmente ellos luchan por mantener los programas existentes. La única manera que el gobierno puede rectificar su inicialmente mala elección de políticas es perjudicando a partes inocentes, lo que luce manifiestamente injusto. Así, los programas continúan y continúan incluso después de que casi todos han reconocido su ineficacia, inequidad, y derroche de recursos.
Por supuesto, sin importar cómo los programas funcionan, el cuerpo administrativo tiende a crecer. Si existen pocas granjas para servir, bien, la gente en el Departamento de Agricultura puede encontrar otras cosas que hacer, como el operar el programa de estampillas de alimentos o distribuir folletos a los jardineros urbanos o estudiar los mercados internacionales de bienes transables. El Departamento de Energía de EE.UU. creció ante una supuesta crisis energética en los años 70, y aún hoy, cuando han los precios del petróleo se han desplomado y nadie tan siquiera afirma la existencia de una crisis de energía, el Departamento de Energía florece con miles de empleados y un presupuesto de miles de millones de dólares. [3]
Eliminando la Flexibilidad
En ultima instancia, el aspecto más desafortunado de los programas gubernamentales de la emergencia es que suprimen o desplazan a las flexibles, creativas y voluntarias respuestas del mercado a la crisis. Cuando los programas energéticos de los años 70 controlaron los precios de los productos petrolíferos y asignaron los mismos entre diferentes clases de usuarios y distintas áreas del país, el mercado no podía operar. De hecho, cada aspecto de los controles, especialmente el denominado programa de derechos que fue desarrollado para tornar “justos” a los controles a las diferentes clases de refinadores, era socialmente perverso. El consumo y las importaciones fueron alentadas; la producción doméstica fue desalentada. William E. Simon, el famoso “zar” de la energía de la época de comienzos de crisis, declaró más tarde que “No hay nada como convertirse en un planificador económico para aprender qué es lo que hay desesperada y estúpidamente equivocado con dicho sistema económico.” [4] La historia económica está llena de ajustes exitosos del mercado a escaseces de toda clase: el carbón fue substituido por la madera; los motores de vapor por la energía animal y del agua; un surtido ingenioso de maquinarias por el trabajo humano; la lista es virtualmente ilimitada. Pero tales ajustes dependen de la presencia de los incentivos del mercado y de las libertades económicas que permiten que emerjan los re-acomodamientos voluntarios.
La primera y la segunda ley de la demanda y de la oferta no pueden entrar en funcionamiento a menos que a las escaseces se les permita expresarse bajo la forma de aumentos en el precio y a los sobrantes se les permita expresarse bajo la forma de disminuciones en el precio. El aspecto más perjudicial de los programas gubernamentales de emergencia es en última instancia que evitan que las fuerzas fundamentales del sistema de precios hagan el trabajo que ellas, y solamente ellas, pueden hacer a la vez que preservan nuestras libertades económicas.
Habiendo atestiguando décadas de crisis episódicas, Calvin Hooever escribió: “Durante el momento de crisis económica. . . las extensiones críticas del poder gubernamental son proclives a ocurrir. . . . Es probable que exista una demanda insistente para medidas de urgencia de alguna clase y relativamente poca consideración de cuál será el efecto permanente.” [5] El resultado es casi siempre el mismo. Como Clinton Rossiter observaba, “Ningún gobierno constitucional pasó alguna vez por un período en el cual las facultades de emergencia fueran utilizadas sin experimentar un cierto grado de alteración permanente, siempre en la dirección de un agrandamiento del poder del estado.” [6] En la historia estadounidense estas observaciones son indudablemente validas. [7]
Pero las súplicas persisten. Incluso a comienzos de los años 80, difícilmente una época de genuina emergencia nacional, han existido pedidos para que los programas gubernamentales de emergencia se ocupen del desempleo, de las tasas de interés hipotecarias, de la re-regulación de las líneas aéreas, del petróleo, y por supuesto, de los granjeros.8 Al parecer, la retórica de la crisis aún promete una rentabilidad política positiva, no importa cuán visiblemente codiciosos sean los intereses especiales que la recitan.
El gobierno estará menos inclinado a utilizar sus facultades al servicio de estos intereses especiales si el público en general guarda calma. Cuando oímos el comentario de que una crisis está sobre nosotros, estamos justificados de permanecer desconfiados, en virtud de que la utilidad de una crisis genuina para aquellos que harían a un lado al mercado libre los ha conducido a etiquetar como una crisis a casi todos sus pretextos. Incluso cuando una crisis genuina acontece, bien podríamos considerar si no es la mejor manera de ocuparse de ella dejar simplemente operar al mercado. Considerando todos los costos y los beneficios y todas las consecuencias tanto en el largo como en el corto plazo, estaremos menos propensos a depositar nuestra confianza en programas gubernamentales de emergencia.
Notas:
1. George P. Shultz y Kenneth W. Dam, Economic Policy Beyond the Headlines (New York: Norton, 1977), p. 8.
2. “Foreign steel still flooding U.S., ‘Voluntary restraint’ on imports makes little impact,” Easton (Pa.) Express, 10 de mayo, 1985.
3. U.S. Bureau of the Census, Statistical Abstract of the United States: 1985, 105th ed. (Washington D.C., 1984), pp. 311,324.
4. William E, Simon, A Time.for Truth (New York: Berkley Books, 1979), p. 50.
5. Calvin B. Hoover, The Economy, Liberty, and the State (New York: Twentieth Century Fund, 1959), pp. 326- 327.
6. Clinton L. Rossiter, Constitutional Dictatorship: Crisis Government in the Modern Democracies (Princeton: Princeton University Press, 1948), p. 295.
7. Robert Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government (New York: Oxford University Press, 1987).
8. Dennis Farney y Rich Jaroslovsky, “Reagan, Democrats Seeking Compromise To Produce an Emergency Jobs Program,” Wall Street Journal, 10 de Feb., 1983; “Senate unit OK’s $5 billion housing program,” Seattle Trines, 22 de abril, 1982; “House OK’s bill to aid housing industry, Measure would pump $1 billion into mortgage-interest sub-sidles,” Seattle Times, 12 de mayo, 1982; Dennis Farney, “House Sustains Veto on Mortgage Subsidy Aiding Reagan Bid to Stem ‘Bailout’ Bills,” Wall Street Journal, 25 de junio, 1982; “Airline Unions Ask For ‘Re-Regulation’ of Ailing Industry,” Wall Street Journal, 5 de Oct., 1983; “Analysts see oil-shortage problem if emergency powers lapse,” Seattle Times, 9 de Sept., 1981; “Oil Emergency Rules End as World Supply, Price Outlook Eases,” Wall Street Journal, 1 de Oct., 1981; “Senate Self-Embarrassment” [editorial], Wall Street Journal, 12 de Oct., 1981; “House Votes President Oil-Embargo Powers,” Wall Street Journal, 15 de Dec., 1981; “Return to Rationing?” [editorial], Wall Street Journal, 16 de marzo, 1982; “Reagan Vetoes Bill To Give President Powers in Oil Crisis,” Wall Street Journal, 22 de marzo, 1982; “Senate upholds veto of bill on oil-crisis action,” Seattle Times, 25 de marzo, 1982; Andrew H. Malcolm, “In Farm Crisis, the Land Itself Becomes a Liability,” New York Times, 9 de Oct., 1983; “FmHA to make emergency loans to farmers in ‘84,” Easton (Pa.) Express, 28 de Dec., 1983; “House Panel Clears Measure to Expand Credit for Farmers,” Wall Street Journal, 18 de marzo, 1983; “House panel orders more farm emergency help,” Easton (Pa.) Express, 22 de Sept., 1983.
Traducido por Gabriel Gasave
Para lidiar con una crisis: ¿Programa gubernamental o mercado libre?
Las emergencias son inevitables. La historia está llena de ellas, y el futuro traerá ciertamente otras nuevas. Durante el siglo pasado, los estadounidenses han sufrido las inesperadas conmociones de grandes huelgas, guerras, depresiones, y varias crisis menores. Es instructivo considerar ahora, mientras prevalece una relativa calma, cómo las crisis del pasado han sido enfrentadas.
En el siglo veinte el método usual por el cual los estadounidenses (y muchos otros) han lidiado con las crisis, a saber, crear programas gubernamentales de emergencia, ha dado lugar a pérdidas permanentes de las libertades económicas y a daños permanentes a las instituciones económicas. Si podemos aprender de nuestros errores del pasado, quizás podamos evitar tales desafortunados desenlaces cuando debamos nuevamente hacer frente a una crisis.
Sobretodo, necesitamos entender que la opción no es entre un programa gubernamental y una calamidad desenfrenada. Por el contrario, la opción es entre las acciones correctivas tomadas por los funcionarios gubernamentales, quienes pueden manejar facultades coercitivas, y las acciones correctivas tomadas por los ciudadanos privados, quienes deben atenerse a compromisos voluntariamente aceptados. En cualquier caso, algo se hará. Los interrogantes fundamentales tienen que ver con la efectividad y las consecuencias en el largo plazo de las acciones tomadas.
Suponga que una crisis azota: por ejemplo, los suministros extranjeros de petróleo son drásticamente reducidos. Las industrias que emplean al petróleo como materia prima deben reducir sus niveles de producción. Despiden trabajadores; sus ganancias declinan o desaparecen. Las industrias relacionadas con el petróleo y los comercios dependientes del consumo de los trabajadores despedidos sienten el impacto. Deben también reducirse. La declinación económica se esparce como las ondas que provoca una piedra arrojada en aguas tranquilas. Algo debe ser hacerse. ¿Pero qué debería ser?
Algunos son partidarios de proponer, en verdad de insistir, que el gobierno “haga algo.” Un programa de emergencia podría asignar las ofertas disponibles a los usuarios que los funcionarios gubernamentales estimen más importantes, quizás los hospitales, la policía, los cuerpos de bomberos, los granjeros. Las autoridades podrían encargarse de restaurar el equilibrio doméstico alterado por el déficit externo. Podrían, por ejemplo, obligar a los refinadores a utilizar la producción doméstica ociosa para destinar algunos de sus suministros a los refinadores dependientes de fuentes extranjeras. Por supuesto, un cierto método de compensación tendría que ser ideado; alguien tendría que administrar las reglas para asegurar conformidad; y alguien tendría que hacer ajustes a los cambios imprevistos en los patrones domésticos de la demanda y de la oferta. En breve, un programa gubernamental para “hacer algo” sobre la reducción de la importación conduciría probablemente a la creación de reglas arbitrarias, de un gran cuerpo administrativo, y a una supresión de los acuerdos de libre-mercado sobre una parte substancial de la economía.
¿Pero qué opción tenemos? Dadas las graves consecuencias del déficit de las importaciones, ¿cómo podríamos rechazar reconocer la necesidad de un programa gubernamental? ¿Hay realmente alguna alternativa viable? ¿No se desataría una catástrofe ante la ausencia de una respuesta gubernamental de emergencia? Las respuestas cortas a estas preguntas son: Existe una forma alternativa de lidiar con la crisis; un programa gubernamental puede no ser necesario; una respuesta orientada hacia el mercado probablemente funcionará; y la gente librada a resolver su propia salvación, simplemente no se rendirá ante la desesperación y al desastre.
La esencia de muchas crisis es la escasez: la cantidad ofrecida de algo—petróleo, oportunidades laborales, soldados—cae por debajo de la cantidad demandada a los precios prevalecientes en el mercado. Pero los mercados, si se les permite a los precios ajustarse libremente, tienden naturalmente a eliminar los faltantes. De hecho, la propia existencia de una escasez nos dice que el precio que prevalece se encuentra demasiado bajo. Cuando sube el precio, dos cosas suceden. Primero, los demandantes reducen las cantidades que desean comprar. En segundo lugar, los oferentes incrementan las cantidades que desean vender. Dado un aumento suficientemente grande del precio, un nuevo equilibrio tiene lugar, en el cual las cantidades demandadas y ofrecidas son iguales. La escasez desaparece. Este proceso de ajuste es exactamente lo que se conoce como “el juego de las leyes de la oferta y de la demanda.”
A veces, sin embargo, el proceso no parece funcionar. Los precios suben rápidamente, pero poco más parece suceder. Se presentan quejas de que los vendedores se están enriqueciendo a expensas de los compradores. Presiones políticas pueden ejercerse para evitar que los precios se incrementen aún más o para forzarlos a retornar a los niveles anteriores, considerando que los aumentos de precios, aún si eliminan la escasez, sólo transfieren ingresos de los compradores a los vendedores mientras que no hacen nada por restaurar las cantidades del bien previamente disponibles en el mercado. Pero espere.
Las leyes de Oferta y Demanda
Las leyes de la demanda y de la oferta tienen dos partes. La primera ley de la demanda dice que, manteniéndose iguales las demás variables, la gente desea comprar menos cuando el precio es más alto. La segunda ley de la demanda dice que cuanto más largo es el plazo para el ajuste, mayor es la reducción en la cantidad demandada ante un aumento dado en el precio. Ocurre de manera similar con la oferta. La primera ley de la oferta afirma que, manteniéndose iguales las demás variables, la gente desea vender más cuando el precio es más alto. La segunda ley de la oferta dice que cuanto más largo es el período de ajuste, mayor es el aumento en la cantidad ofertada ante un incremento dado en el precio.
El mensaje es claro: sea paciente. El mercado restaurará un equilibrio, y las condiciones mejorarán decididamente. Con el tiempo suficiente, los oferentes proporcionarán más del bien poco ofrecido o buenos substitutos para el mismo. Los demandantes encontrarán maneras cada vez más satisfactorias de hacer sus cosas sin el bien de oferta reducida, a menudo substituyendo otros bienes por él.
En una emergencia, sin embargo, mucha gente no desea esperar a que las segundas leyes de la demanda y de la oferta entren en juego. Los mercados, nos dicen a menudo, trabajan demasiado lentamente. Un programa gubernamental de emergencia se afirma, tiene la cualidad importante de apresurar el proceso de ajuste. Innegablemente, los programas coactivos trabajan a menudo más rápidamente. Pero este aspecto de su operación, ¿es realmente una ventaja?
Desafortunadamente, los programas coercitivos “ahorran tiempo” solamente porque obligan derrochadoramente a ajustes precipitados. No ahorran recursos valiosos. En cambio, redistribuyen los costos del ajuste en comparación con las respuestas determinadas por los acuerdos voluntarios en los mercados libres.
Suponga, por ejemplo, que ante una crisis petrolera creada por una caída importante de la importación, el gobierno ordena a los productores de petróleo domésticos que ofrezcan inmediatamente mayores suministros de petróleo que el que proveerían voluntariamente en respuesta al precio más alto del mismo (asumiendo que el gobierno permite que el precio suba libremente en el mercado). ¿La orden del gobierno no acelera el proceso del ajuste, y no es tal aceleración deseable?
Para ver qué sucede, considere los motivos por los cuales los productores de petróleo no proveen voluntariamente la cantidad ordenada gubernamentalmente. Cuando sube el precio, por supuesto ellos desean aumentar las cantidades que proveen. Pero un aumento de las cantidades provistas puede ser provocado por diversos medios, por ejemplo, hacer uso de los inventarios almacenados en tanques, aumentando el nivel de bombeo de los pozos establecidos, perforando más pozos en reservorios subterráneos de petróleo conocidos, buscando nuevos yacimientos de petróleo, extrayendo el petróleo de minerales, y así sucesivamente. Cada fuente puede ser explotada, pero en el corto plazo es un despilfarro inclinarse por aquellas que requieran un desarrollo más costoso, es decir, más investigación, planeamiento, reorganización de instalaciones, y reasignación de recursos. Puede tener buen sentido económico proceder con la exploración adicional y el desarrollo de nuevos yacimientos de petróleo, por ejemplo, pero hacer que estas opciones produzcan petróleo rápidamente es posible solamente a costos extraordinariamente altos –contratar y entrenar trabajadores inexpertos, ofertar por el uso de los materiales y del equipo antes que otras industrias, pagándoles a los empleados salarios más altos para hacerlos trabajar horas extras. En el muy corto plazo es económicamente justificable ofrecer solamente el petróleo adicional disponible en los inventarios existentes en tanques de almacenaje. Más adelante, las otras fuentes de oferta adicional pueden ser explotadas a un ritmo más mesurado, y por lo tanto más barato.
El apresuramiento forzado solamente genera basura. Ajustes más rápidos son más costosos, y alguien debe asumir los costos adicionales. El gobierno puede obligar a un ajuste más rápido, que sea seguro, pero no se ahorra ningún recurso valioso debido a la compulsión. En cambio, alguien es compelido a sumir los costos del ajuste que no son valiosos. Para satisfacer la exigencia del gobierno, los recursos son desplazados de los usos socialmente más valiosos a los usos socialmente menos valiosos. El gobierno consigue una reasignación más rápida de los recursos no porque sus programas de emergencia “ahorran” algo sino solamente porque su poder coercitivo le permite imponer reasignaciones derrochadoras sobre los dueños privados del trabajo y del capital. La sociedad hace un ajuste más rápido a costa de convertirse, considerados todos los valores, en algo peor.
Los programas gubernamentales de emergencia, entonces, ofrecen oportunidades excepcionales para aquello que substituirían sus propios valores por aquellos que ordinariamente guían la asignación de recursos en el mercado. Cuando el clamor de la emergencia se eleva, la resistencia del público a las tomas de control gubernamentales disminuye. Por lo tanto, los aspirantes a redistribuidores del ingreso, los planificadores colectivistas, y los bienhechores a expensas de otros, se precipitan todos para explotar la oportunidad inusual de sustituir a los procesos del mercado por controles gubernamentales. Pero sea lo que fuere que uno pueda pensar acerca de la inmediata deseabilidad de un programa gubernamental de emergencia, uno debe reconocer que el programa es casi ciertamente solamente un comienzo; y lo que sigue en su tren puede ser mucho menos deseable.
Consecuencias No Deseadas
Al principio uno a menudo obtiene algo que no desea junto con algo que sí anhela. Debido a que los programas gubernamentales son creados por políticos, quienes rara vez dan su asentimiento gratuitamente, los defensores de un programa gubernamental del tipo X podrían reunir una mayoría en su favor, con solamente agregar un programa gubernamental del tipo Y. Por ejemplo, cuando el congreso sancionó en 1933 la Ley de Recuperación de la Industria Nacional (NIRA es su sigla en Inglés)—un programa de emergencia paradigmático—para restaurar las ganancias empresariales estableciendo cárteles en cada industria, se incluyeron provisiones para promover la negociación salarial colectiva y para establecer reglas sobre los salarios y las horas de trabajo en los mercados laborales. Las provisiones laborales compraron la aceptación de la ley por parte de los miembros del Congreso que respondían a los intereses de los sindicatos y de esa manera aseguraron su sanción. Cuando la Suprema Corte removió a la NIRA en 1935, el Congreso reestableció inmediatamente (e incluso fortaleció) sus provisiones laborales con la sanción de la Ley Wagner. En este caso, como comúnmente sucede, el programa de emergencia original tenía atado a él, como resultado de una negociación política, un programa gubernamental que persistió mucho después de que el programa original había desaparecido.
Los programas de emergencia frecuentemente no funcionan como estaba previsto que lo harían. Los funcionarios gubernamentales procurando controlar el mercado descubren que el mismo es un blanco móvil. Como han escrito George Shultz y Kenneth Dam, “A cada acción del gobierno el sector privado reacciona o se acomoda, y el gobierno reacciona más lejos a medida que la economía privada ‘le responde’ al gobierno.”[1] El gobierno trata más y más duramente de engañar a la gente sujeta a sus controles. La gente trata más y más duramente de anticipar qué es lo próximo que los reguladores harán. Aunque el proceso puede dar lugar a un empate, el mismo consume siempre más recursos en ambos lados. Por ejemplo, cuando la administración de Reagan en 1984 anunció nuevas restricciones a la importación de acero, “las naciones productoras de acero alrededor del mundo comenzaron a enviar más acero a los Estados Unidos para establecer topes más altos de los que sus limitaciones a la exportación de acero fijarían,” provocando de tal manera lo opuesto a aquello para lo cual el programa estaba diseñado.[2] Naturalmente, los productores de acero domésticos y las organizaciones laborales solicitaron un programa más fuerte para ocuparse de este desenlace imprevisto. Los granjeros estadounidenses sujetos a controles del área cultivada han estado jugando un juego parecido desde 1933.
La creación de un programa de emergencia conduce generalmente al atrincheramiento de los intereses especiales conectados, tanto gubernamentales como privados. Cada uno sabe que las “industrias incipientes” a las que se les concedió una protección arancelaria nunca madurarán al punto en donde estén dispuestas a abandonar la protección “temporaria” que buscaron en el principio. Los camioneros que consiguieron protección contra la competencia del libre-mercado durante la Gran Depresión todavía están luchando para mantener sus privilegios contra los que intentan desregular la industria. Los granjeros son quizás los más notorios. Mientras que el número de granjeros ha declinado enormemente y el ingreso típico de los mismos se ha incrementado dramáticamente desde 1930, la burocracia en el Departamento de Agricultura de EE.UU. se ha tornado sumamente más grande. Y la “crisis” de la granja parece estar siempre con nosotros, no importa cuán a menudo el gobierno intente ocuparse de ella.
Los programas de la granja también ilustran cómo los programas gubernamentales de emergencia, cuando son mantenidos por mucho tiempo después de que finalizan los acontecimientos que los impulsaran, pueden encerrar el gobierno en una posición casi ineludible. El beneficio de los subsidios gubernamentales se vuelve esperado por todas las partes. Por lo tanto, se encuentra “capitalizado” en el valor de la tierra de la granja. Los granjeros actuales, que deben sobrellevar el mayor costo del uso de la tierra, no obtienen ninguna ventaja adicional operando la tierra sujeta a los subsidios—todos los beneficios fueron capturados por aquellos que poseían la tierra en la época en que los nuevos subsidios fueron anunciados por vez primera. Pero si el gobierno discontinuase los subsidios, los granjeros actuales serían perjudicados; el valor de su riqueza caería. Naturalmente ellos luchan por mantener los programas existentes. La única manera que el gobierno puede rectificar su inicialmente mala elección de políticas es perjudicando a partes inocentes, lo que luce manifiestamente injusto. Así, los programas continúan y continúan incluso después de que casi todos han reconocido su ineficacia, inequidad, y derroche de recursos.
Por supuesto, sin importar cómo los programas funcionan, el cuerpo administrativo tiende a crecer. Si existen pocas granjas para servir, bien, la gente en el Departamento de Agricultura puede encontrar otras cosas que hacer, como el operar el programa de estampillas de alimentos o distribuir folletos a los jardineros urbanos o estudiar los mercados internacionales de bienes transables. El Departamento de Energía de EE.UU. creció ante una supuesta crisis energética en los años 70, y aún hoy, cuando han los precios del petróleo se han desplomado y nadie tan siquiera afirma la existencia de una crisis de energía, el Departamento de Energía florece con miles de empleados y un presupuesto de miles de millones de dólares. [3]
Eliminando la Flexibilidad
En ultima instancia, el aspecto más desafortunado de los programas gubernamentales de la emergencia es que suprimen o desplazan a las flexibles, creativas y voluntarias respuestas del mercado a la crisis. Cuando los programas energéticos de los años 70 controlaron los precios de los productos petrolíferos y asignaron los mismos entre diferentes clases de usuarios y distintas áreas del país, el mercado no podía operar. De hecho, cada aspecto de los controles, especialmente el denominado programa de derechos que fue desarrollado para tornar “justos” a los controles a las diferentes clases de refinadores, era socialmente perverso. El consumo y las importaciones fueron alentadas; la producción doméstica fue desalentada. William E. Simon, el famoso “zar” de la energía de la época de comienzos de crisis, declaró más tarde que “No hay nada como convertirse en un planificador económico para aprender qué es lo que hay desesperada y estúpidamente equivocado con dicho sistema económico.” [4] La historia económica está llena de ajustes exitosos del mercado a escaseces de toda clase: el carbón fue substituido por la madera; los motores de vapor por la energía animal y del agua; un surtido ingenioso de maquinarias por el trabajo humano; la lista es virtualmente ilimitada. Pero tales ajustes dependen de la presencia de los incentivos del mercado y de las libertades económicas que permiten que emerjan los re-acomodamientos voluntarios.
La primera y la segunda ley de la demanda y de la oferta no pueden entrar en funcionamiento a menos que a las escaseces se les permita expresarse bajo la forma de aumentos en el precio y a los sobrantes se les permita expresarse bajo la forma de disminuciones en el precio. El aspecto más perjudicial de los programas gubernamentales de emergencia es en última instancia que evitan que las fuerzas fundamentales del sistema de precios hagan el trabajo que ellas, y solamente ellas, pueden hacer a la vez que preservan nuestras libertades económicas.
Habiendo atestiguando décadas de crisis episódicas, Calvin Hooever escribió: “Durante el momento de crisis económica. . . las extensiones críticas del poder gubernamental son proclives a ocurrir. . . . Es probable que exista una demanda insistente para medidas de urgencia de alguna clase y relativamente poca consideración de cuál será el efecto permanente.” [5] El resultado es casi siempre el mismo. Como Clinton Rossiter observaba, “Ningún gobierno constitucional pasó alguna vez por un período en el cual las facultades de emergencia fueran utilizadas sin experimentar un cierto grado de alteración permanente, siempre en la dirección de un agrandamiento del poder del estado.” [6] En la historia estadounidense estas observaciones son indudablemente validas. [7]
Pero las súplicas persisten. Incluso a comienzos de los años 80, difícilmente una época de genuina emergencia nacional, han existido pedidos para que los programas gubernamentales de emergencia se ocupen del desempleo, de las tasas de interés hipotecarias, de la re-regulación de las líneas aéreas, del petróleo, y por supuesto, de los granjeros.8 Al parecer, la retórica de la crisis aún promete una rentabilidad política positiva, no importa cuán visiblemente codiciosos sean los intereses especiales que la recitan.
El gobierno estará menos inclinado a utilizar sus facultades al servicio de estos intereses especiales si el público en general guarda calma. Cuando oímos el comentario de que una crisis está sobre nosotros, estamos justificados de permanecer desconfiados, en virtud de que la utilidad de una crisis genuina para aquellos que harían a un lado al mercado libre los ha conducido a etiquetar como una crisis a casi todos sus pretextos. Incluso cuando una crisis genuina acontece, bien podríamos considerar si no es la mejor manera de ocuparse de ella dejar simplemente operar al mercado. Considerando todos los costos y los beneficios y todas las consecuencias tanto en el largo como en el corto plazo, estaremos menos propensos a depositar nuestra confianza en programas gubernamentales de emergencia.
Notas:
1. George P. Shultz y Kenneth W. Dam, Economic Policy Beyond the Headlines (New York: Norton, 1977), p. 8.
2. “Foreign steel still flooding U.S., ‘Voluntary restraint’ on imports makes little impact,” Easton (Pa.) Express, 10 de mayo, 1985.
3. U.S. Bureau of the Census, Statistical Abstract of the United States: 1985, 105th ed. (Washington D.C., 1984), pp. 311,324.
4. William E, Simon, A Time.for Truth (New York: Berkley Books, 1979), p. 50.
5. Calvin B. Hoover, The Economy, Liberty, and the State (New York: Twentieth Century Fund, 1959), pp. 326- 327.
6. Clinton L. Rossiter, Constitutional Dictatorship: Crisis Government in the Modern Democracies (Princeton: Princeton University Press, 1948), p. 295.
7. Robert Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government (New York: Oxford University Press, 1987).
8. Dennis Farney y Rich Jaroslovsky, “Reagan, Democrats Seeking Compromise To Produce an Emergency Jobs Program,” Wall Street Journal, 10 de Feb., 1983; “Senate unit OK’s $5 billion housing program,” Seattle Trines, 22 de abril, 1982; “House OK’s bill to aid housing industry, Measure would pump $1 billion into mortgage-interest sub-sidles,” Seattle Times, 12 de mayo, 1982; Dennis Farney, “House Sustains Veto on Mortgage Subsidy Aiding Reagan Bid to Stem ‘Bailout’ Bills,” Wall Street Journal, 25 de junio, 1982; “Airline Unions Ask For ‘Re-Regulation’ of Ailing Industry,” Wall Street Journal, 5 de Oct., 1983; “Analysts see oil-shortage problem if emergency powers lapse,” Seattle Times, 9 de Sept., 1981; “Oil Emergency Rules End as World Supply, Price Outlook Eases,” Wall Street Journal, 1 de Oct., 1981; “Senate Self-Embarrassment” [editorial], Wall Street Journal, 12 de Oct., 1981; “House Votes President Oil-Embargo Powers,” Wall Street Journal, 15 de Dec., 1981; “Return to Rationing?” [editorial], Wall Street Journal, 16 de marzo, 1982; “Reagan Vetoes Bill To Give President Powers in Oil Crisis,” Wall Street Journal, 22 de marzo, 1982; “Senate upholds veto of bill on oil-crisis action,” Seattle Times, 25 de marzo, 1982; Andrew H. Malcolm, “In Farm Crisis, the Land Itself Becomes a Liability,” New York Times, 9 de Oct., 1983; “FmHA to make emergency loans to farmers in ‘84,” Easton (Pa.) Express, 28 de Dec., 1983; “House Panel Clears Measure to Expand Credit for Farmers,” Wall Street Journal, 18 de marzo, 1983; “House panel orders more farm emergency help,” Easton (Pa.) Express, 22 de Sept., 1983.
Traducido por Gabriel Gasave
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