La democracia bien entendida
Por M. Martín Ferrand
ABC
EL más estéril y difícil de todos los debates posibles en una democracia será siempre el que se refiera a la retribución económica de los diputados y senadores. El árbitro de tan peregrino conflicto habrá de ser el propio cuerpo formado por los representantes populares, lo que les convierte, ya en puro despropósito, en jueces y parte de un mismo proceso. Así ha vuelto a ser y, con la única y elegante ausencia de IU, las mesas del Congreso y el Senado, unánimemente, han aprobado una nueva lista de bicocas que puedan aliviar las penas de los padres de la patria y, en especial, la más inconsolable de todas ellas: dejar de serlo.
Es optativo para cualquier ciudadano, especialmente si se trata de un representante parlamentario, el hacer uso de sus derechos; pero resulta incuestionable, y en ello se sustenta su teórica representatividad, su obligatoria dedicación a los deberes que conlleva la situación a la que libremente acceden como consecuencia de los sucesivos procesos electorales. Convertir esa representatividad en vínculo laboral con, según los casos, el Congreso o el Senado es tanto como establecer un derecho que no estaba previsto en la definición de su cargo y que eleva su condición sobre la de sus representados. La democracia bien entendida no empieza por uno mismo, sino por la recta y cabal interpretación del mandato que, con fuerza contractual, vincula al representante y sus representados.
Como nuestro sistema representativo, valga la paradoja, no es representativo -¿alguien conoce el nombre de «su representante»?- encomendamos nuestra teórica representación a lotes de personas que, agrupadas en listas cerradas y bloqueadas, ajustan su obediencia, con prioridad sobre sus votantes, a los líderes de las siglas partidarias que les amparan. Por ahí empieza la quiebra de un sistema en el que sólo los ciudadanos de una circunscripción -en principio, Madrid- pueden votar la lista que encabeza el aspirante a la presidencia del Gobierno. En consecuencia, en la irresponsabilidad que permite la oscuridad del vínculo representativo, los diputados y senadores pueden hacer de su capa un sayo y repartirse sinecuras que no están ni al alcance ni en la intención de quienes les votamos.
Añadirle una suerte de condición laboral a la tarea representativa es desvirtuar su naturaleza. De haber algún «empleador» para un diputado, entendido como «empleado», ése seríamos nosotros, los ciudadanos-votantes-contribuyentes. En ningún caso los presidentes de las Cámaras, que son listeros distinguidos por los mismos a quienes deben pasar lista y, en su caso, reconvenir. Más todavía: si hay alguna función en el ámbito democrático que no pueda ser tenida por laboral, y sujeta a las condiciones de los trabajadores, es la representativa. Claro que para entenderlo hay que ser y sentirse demócrata, no funcionario de la democracia.
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