Fidel y Stalin
Por Hernán Felipe Errázuriz
El Mercurio
Josef Stalin murió sorpresivamente a los 74 años, en marzo de 1953. La causa y fecha exacta de su muerte siguen siendo un misterio. Sólo hay certeza de que fue enterrado el día 9 de ese mes. Fue objeto de uno de los funerales más multitudinarios de la historia, con manifestaciones de histeria colectiva. Chou en Lai, premier y canciller chino, jerarcas comunistas de todo el mundo y gobernantes de Europa Oriental también asistieron, conmocionados, a las exequias. En Chile, desde Isla Negra, Pablo Neruda escribía para el diario «El Siglo»: «El más grande de los hombres simples ha muerto».
El totalitarismo comunista que había construido Stalin subsistió por casi cuatro décadas. Nikita Krushov, antes su dilecto colaborador y uno de sus próximos sucesores, en su «discurso secreto», pronunciado en 1956, condenó sus excesos, incluida la ejecución de más de un millón de disidentes. Entonces, Castro ya tenía 30 años, desembarcaba en Cuba y se enquistaba en la Sierra Maestra. A comienzos de 1959 entra triunfante a La Habana y comienza su revolución, eliminando a un sinnúmero de sus opositores mediante fusilamientos en los «paredones». El mismo sistema que, diez años más tarde, coreaban sus seguidores para atemorizar a los «momios» en Santiago de Chile.
Los tiempos biográficos y paralelos ideológicos de Stalin y Castro hacen concluir que éste se inspiró en los procedimientos y pensamientos de aquél. Ambos han basado su poder en el estatismo absoluto y en las jefaturas vitalicias del Partido Comunista y de las Fuerzas Armadas. Stalin «fue el creador y dirigió por casi 30 años el primer Estado socialista del mundo», según lo expresara en la oración fúnebre Laurenti Beria, su temido ministro de Interior, asesinado pocos meses después en la lucha por la sucesión. Años más tarde, Castro sería el creador del primer régimen socialista en Latinoamérica, con algunas incursiones fallidas en África. Sus intervenciones en la política interna y en la violencia chilenas son más que conocidas, y es uno de los factores desencadenantes del término de la democracia en Chile en 1973. En ninguno de estos totalitarismos asoman Gramsci ni la renovación socialista que, salvo «honrosas excepciones», imperan hoy en los herederos de Marx y Lenin.
Será la historia la que juzgue a Castro y sus procedimientos para mantenerse en el poder. Lo que sí es un hecho es que no existe una crítica coherente de sus excesos por parte de sus seguidores -enemigos acérrimos de quienes impidieron que su régimen se impusiera en nuestra patria.
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