Réquiem por el Líbano
Por Carlos Alberto Montaner
Firmas Press – El Comercio, Lima
Fue durante un atardecer en el verano de 1957. Gobernaba Batista y la oposición recurría al terrorismo. En el club Comodoro, de La Habana, algún desalmado colocó una bomba que hirió a unas cuantas personas inocentes.
Una bella muchacha lloraba nerviosa junto a dos niños pequeños que resultaron ser sus hermanos. Yo era un hombrecito de 14 años, así que fui a protegerla y me ofrecí para sacarlos a todos de aquel infierno de gritos y aullidos. En medio de la confusión, me dijo que se llamaba Linda. Desde entonces, hace casi medio siglo, estamos juntos. Creo que es la única vez que un acto terrorista ha servido para algo hermoso.
La madre de Linda era libanesa y en su hogar descubrí los rasgos más notables de esa tribu fabulosa. Eran profundamente católicos. Con los años, los viajes y los estudios fui percatándome de que aquella exitosa y peculiar familia a la que yo me había vinculado, lejos de ser excepcional, era casi la regla. En todas las capitales de América Latina había núcleos de libaneses cristianos que se destacaban en todos los terrenos.
En general, los libaneses cristianos emigraron a América a principios del siglo XX. Junto a griegos, judíos y romanos, se percibían como parte esencial del núcleo fundacional de Occidente, filiación que resaltaban relatando con orgullo las hazañas de los antepasados cristianos, quienes resistieron el acoso de las tropas islámicas y la centenaria ocupación otomana.
Esa vocación occidental y moderna se vio claramente con la creación del Líbano, inventado en 1920. Los libaneses no crearon una monarquía tribal, como el resto de los territorios árabes, sino una república moderna que, sin declararlo a las claras, se definía como una entidad voluntariamente diferenciada del mundo islámico. Por eso, la primera bandera libanesa (modificada unos años más tarde) tuvo los colores de la enseña francesa, más un árbol de cedro colocado en el centro. Francia entendió que los libaneses eran diferentes a los sirios y les dio un territorio distinto y aparte. Hablaban árabe y se alimentaban como los turcos, pero no eran una cosa ni la otra. Formaban una etnia mucho más abierta al progreso y al futuro, como no tardaron en demostrar. En pocas décadas, después de la Segunda Guerra, el Líbano se convirtió en la nación más rica de la zona, con un sector bancario que rivalizaba con Suiza, mientras a Beirut, con toda justicia, comenzaron a llamarla el ‘París del Medio Oriente’.
Francamente, no es fácil augurarle un final feliz a este pueblo singular y virtuoso. Lo difícil no será recoger los escombros y reconstruir el país cuando callen los cañones tras esta nueva guerra entre Hezbolá e Israel. Lo difícil será impedir que el fundamentalismo religioso iraní, unido al odio antioccidental de la satrapía siria, aplasten para siempre lo que ha sido una de las expresiones más notables del espíritu humano. Hezbolá y sus cómplices no van a destruir a Israel, pero quizás puedan acabar con el Líbano, tal y como lo soñaron sus fundadores cristianos.
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