El amargo adiós de Tony Blair
Tony Blair va a pasar a la historia de Gran Bretaña como uno de los grandes primeros ministros. Cuando toda la humareda que desprende en estos momentos la guerra de Irak permita vislumbrar las cosas más claramente, su paso por Downing Street será recordado entre los periodos que cambiaron Gran Bretaña para bien en muchos aspectos, sobre todo aquellos que se encuentran más cerca de los ciudadanos.
Su juventud y arrojo convirtió al Partido Laborista que languidecía anclado en la derrota en una fuerza ganadora con la que ha logrado tres victorias seguidas. Blair habría podido también ser el gran renovador de la izquierda europea, igual que Margaret Thatcher lo había sido antes para una derecha asfixiada ideológicamente por la guerra fría, pero la «tercera vía» ha sido para casi todos los partidos socialdemócratas del continente una vía muerta, donde no han encontrado inspiración.
Tal vez lo que le ha faltado a Blair para haber consolidado su influencia en el exterior haya sido un mayor acento en su política europea, donde el Reino Unido siempre ha tenido una actitud reticente que habría podido matizar con más decisión. Puede que haberse empeñado en hacer que su país entrase en el euro hubiera sido un paso demasiado audaz, pero, desde luego, eso lo habría anclado definitivamente en su espacio geoestratégico natural. Ha tenido tiempo de haberlo demostrado, incluso en el ejercicio de la presidencia de turno de la UE y en debates tan claros como el de las perspectivas financieras, y en los hechos Blair nunca ha querido desmentir las tesis de que, para Londres, la Unión no pasa de ser un conglomerado mecánico de intereses mercantiles sin un proyecto político común.
El que fue considerado como su principal ideólogo, el profesor Anthony Giddens, tiene parte de razón cuando dice que Blair ha mirado demasiado a Estados Unidos y demasiado poco a Europa, aunque también es verdad que se equivocan los europeos que se empeñan en no mirar (o en mirar sólo con animadversión) a Estados Unidos. En esto Blair ha hecho lo que cualquier dirigente británico en su lugar: mostrar lealtad hacia un país que salvó a Gran Bretaña dos veces durante el siglo XX a costa de grandes sacrificios. En un caso como el de Irak, con toda su terrible controversia, los británicos son seguramente los únicos europeos que tienen siempre conciencia de lo que significa contribuir a garantizar su propia seguridad. Margaret Thatcher vivió la cara buena de esta situación cuando tuvo que ir a la guerra de las Malvinas y a Blair le ha tocado la cruz de la moneda en Mesopotamia. Y como tantos otros grandes gobernantes británicos, se va cuando le llegan las horas bajas, muy bajas incluso, y la opinión pública que hace diez años le encumbraba ya le da la espalda abiertamente. Así es la democracia; a un antecesor suyo, Sir Winston Churchil, le pasó lo mismo, a pesar de que él sí que había ganado la guerra.
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