Corrupción y costumbres
Por M. Martín Ferrand
ABC
Es muy posible que, aquí y ahora, exista mayor número de personas dispuestas para la admiración de un político honrado, próximo o distante a sus propias ideas, que gentes capaces de irritarse, arrebatadas por el escándalo, ante cualquiera de los muchos casos de corrupción que nos ofrece el decadente paisaje partitocrático en que ha degenerado la Transición.
La idea del honor se ha quedado tan vieja como un miriñaque y la anestesia ética en la que estamos sumergidos impide la reacción, que debiera ser enérgica, contra quienes, siendo nuestros representantes electos, nos engañan. No nos defraudan porque, escarmentados, gastamos poco en confianza.
Según el Barómetro Global de la Corrupción, presentado por Transparency International, que ayer se reseñaba en estas páginas, volvemos por donde solíamos. Después del ilusionante paréntesis que marcaron los primeros años de vida democrática, tras la Constitución del 78, ya estamos en los hábitos corruptos que, como las lapas se adhieren a la roca, resultan inseparables de nuestra vida pública. Lo de siempre, pero con menos escrúpulos y mejor aceptación.
Como ha dicho el felizmente restablecido Antonio Garrigues, patrono de la Fundación Ortega y Gasset, en la que se presentó el informe que comento, “la lucha contra la corrupción está perdida”. Los partidos políticos, degenerados en maquinaria de poder y en olvido de su exigencia representativa, han convertido en prioridad su propia financiación y a ella, unas veces con trampa y otras con cartón, subordinan su trabajo. Empiezan por la corrupción, moralmente grave, de no cumplir con su deber y, cuando llegan al turno del poder -nacional, regional o local- continúan con el abuso en el gasto público, innecesario en muchas de sus partidas, sin reparar en que el Estado y sus Administraciones se nutren con el sudor y el sacrificio de quienes aspiramos a ser ciudadanos y solemos quedarnos en contribuyentes.
Un tres por ciento de los españoles, según el citado Barómetro, han pagado algún soborno por recibir algún servicio a lo largo de 2007 y eso, que crece desde que José Luis Rodríguez Zapatero llegó al poder, además de ser mucha tela, es un síntoma alarmante y diáfano del desmoronamiento del propio Estado. La promiscuidad entre sus tres poderes básicos impide la eficacia de los mecanismos de vigilancia y control y, también según la doctrina del barón de La Br_de y de Secondat, “donde los personajes principales son indignos, difícil es que los inferiores sean honrados”. Si, además, como telón de fondo para la representación del drama, tenemos una sociedad relajada y consentidora -“¿por qué los nuestros no?”, acabo de oírle a un veterano de la izquierda-, habrá que ir aceptando la corrupción, igual que la contaminación atmosférica, como algo “normal”. Las costumbres hacen leyes.
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