El progresismo falaz
Por René Balestra
La Nación
ROSARIO – La mentira, la tergiversación del sentido de los términos, no es un invento de nuestros días. Es tan antigua como la humanidad. Pero acordemos que el siglo pasado y el que estamos viviendo han sido y son un muestrario formidable. Todavía recordamos las emisiones en la radio alemana de la década del 40 dirigidas en español a la América nuestra: “Alemania, defensora de la cultura occidental”. Las locutoras decían eso desde el epicentro del nazismo de aquel entonces, Berlín. Millones lo creían. Desde hace mucho tiempo, demasiado, pasa lo mismo con la palabra “progreso”. El progresismo es a la idea que le da origen lo mismo que el populismo, el militarismo y el clericalismo a lo popular, lo militar y lo religioso: deformaciones. No son torceduras conceptuales de ocasión. Son deliberadas. Como se diría en términos de Derecho Penal, con premeditación y alevosía.
La calificación caprichosa de ese término sigue a la orden del día. Pese a la intención contrabandista, la idea del progreso es clara; lo que no es claro es utilizar la palabra como una etiqueta y pegarla en lugares y situaciones absolutamente alejados de su sentido. En el mundo habitual, el de todos los días, sería un escándalo de la lógica decir “lo corto largo”, “lo gordo flaco”, “lo lindo feo”. En el mundo de los ideólogos del progresismo falaz no.
Asesinos confesos son presentados como defensores de los derechos humanos; países donde no rigen los derechos elementales de expresión, de reunión, de elección, como paraísos idílicos. Hombres y mujeres con membrete de pensadores políticos, o de estudiosos del derecho político, declaran, sueltos de cuerpo, de lengua y de lógica, que la izquierda progresista debe inclinarse al populismo para lograr avanzar, ya que los caminos de la socialdemocracia están agotados.
A todo esto, es público y notorio que no existe en el mundo ningún país populista que haya sido capaz de edificar una sociedad ni siquiera lejanamente parecida a las que sí han construido el socialcristianismo y la socialdemocracia sobre un fondo común de liberalismo económico y político. Pero esto no es materia opinable. No es una idea que pueda ser discutida. Y no lo es porque forma parte de una realidad que rompe las puertas y las ventanas de nuestro presente.
Islandia, Irlanda, Finlandia, Noruega, Suecia, Dinamarca, Alemania, Inglaterra, Portugal, Holanda, Bélgica, Francia, España, Italia, Japón, Nueva Zelanda, Australia, Canadá, están allí, desde hace décadas, gritándoles con su presencia a estos tramposos del progreso, que mienten.
Hemos dejado deliberadamente de lado los Estados Unidos. Esa sociedad no necesita ser redefinida por nosotros. El sueño americano, pese a todos sus tropiezos gubernamentales, continúa vigente. Sigue siendo el destino que en primer lugar elegiría y elige cualquier habitante de la Tierra que decida emigrar de su país.
El Renacimiento le volvió a dar al hombre occidental la antigua confianza en la razón que los griegos habían inventado. El florecimiento de las artes y de las ciencias le hizo creer que sus posibilidades mentales y materiales eran infinitas.
Existen testimonios de los excesos. El determinismo es uno de ellos. El ser humano no está ni puede estar determinado, porque es libre. Sí está condicionado. No es lo mismo. La inexorabilidad no es cierta. Porque no lo es, la vida es una formidable aventura con final abierto. Todas las sociedades humanas han sido y seguirán siendo imperfectas. Los paraísos terrenales no existen. En un libro admirable, La libertad y la violencia , Víctor Massuh dice que cada vez que se ha querido instaurar un paraíso terrenal se ha terminado por edificar un infierno.
Después de las experiencias concretas del fascismo, del nazismo y del comunismo del siglo XX esto tampoco es una opinión, sino una desgarradora y comprobada realidad. Ninguna sociedad humana será perfecta. Una verdad de Perogrullo lo demuestra: la perfección pertenece a lo divino, no a lo humano. En la cabeza de muchos (demasiados), sigue viviendo como una secuela una idea que tuvo en el siglo XX pavorosa vigencia.
La de que así como la técnica manipulaba y transformaba los objetos a través de la vertiginosa industria, era posible también manipular y transformar a los sujetos, gracias a lo que dio en llamarse la “ingeniería social”. Esa monstruosa mistificación anegó la humanidad en sangre. Los “constructores” políticos fueron expresión de cualquier ámbito del cuadrante ideológico. Los chacales pertenecían a la misma raza depredadora de lo humano. Cada uno y todos los habitantes fueron, para sus sueños de locura, como ladrillos que se podían apilar aunque los planos de la construcción fueran distintos.
Los actuales progresistas falaces son nostálgicos de esa construcción imposible. El inmenso fracaso planetario de la sociedad comunista, que implosionó sin un tiro de Occidente y sin intervención de la CIA, los ha dejado anonadados, pero rencorosos. Detrás y debajo de la persistente crítica implacable a las sociedades de consumo se adivinan los antiguos ropajes y el afán de venganza.
Los seres humanos -todos- queremos lo mejor. Desde la caverna, ese impulso nos ha hecho progresar. Que significa elevar, ampliar, perfeccionar el horizonte de nuestras existencias. Para nosotros y los seres que estimamos. Las sociedades modernas que viven a la altura de los tiempos actuales son sociedades libres, donde un puñado de valores que hacen a la dignidad tiene vigencia institucional. Además, son sociedades que ofrecen los productos y los adelantos tecnológicos a millones de consumidores que tienen los recursos económicos suficientes como para adquirirlos.
En ese deslumbramiento de las cosas ofrecidas, como no podría dejar de suceder, se producen excesos. En las ofertas y en las demandas. Y en el deterioro del ámbito físico y natural donde las sociedades actúan. Cuidar el todo como una manera de preservar las partes es una tarea acuciante del hoy, del ahora y del aquí. Pero importa demasiado aprender a separar la paja del trigo. La idea rancia, reaccionaria, atrasada, de los que quieren desandar la historia disfrazándose tramposamente de progresistas, debe ser desnudada. Sus críticas despechadas, también. José Ortega y Gasset escribió, y esto encaja como un guante en lo que venimos diciendo: “Cuando dos dicen lo mismo, no es lo mismo”.
El autor es profesor universitario y dirige el Doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano.
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