¿Quién debe cargar con los costes de la crisis?
Libre Mercado, Madrid
En los últimos meses, conforme se ha hecho evidente que la crisis nos
ha empobrecido a todos, los agentes económicos han comenzado a adoptar
la inteligente estrategia de intentar trasladar sus incipientes pérdidas
al vecino: los trabajadores no quieren ver rebajados sus salarios, los
malos empresarios se niegan a liquidar sus compañías, los inversores no
desean perder el capital que han malinvertido, los perceptores de
subvenciones o subsidios estatales se oponen a verlos recortados, etc.
Nadie, en suma, quiere ver mermar su calidad de vida, y todo el mundo
opta por endilgar los costes de la crisis al resto de sus conciudadanos.
Con tal de justificar este egoísta comportamiento, muchas personas
están recurriendo a un, en apariencia, razonable argumento: "Yo no soy
el culpable de la crisis y, por tanto, no tengo por qué pagar sus
costes". O dicho de otro modo, aquellos que son culpables de la crisis
deberían soportar la totalidad o la gran mayoría de sus costes. ¿Quién
podría oponerse a semejante argumento? ¿Acaso puede haber alguien tan
desalmado como para defender que los culpables de la crisis no paguen
por ella?
Y, como es obvio, a partir de aquí ya emergen las más variopintas explicaciones de quiénes
son los culpables (quede claro que no estamos hablando de una
culpabilidad penal, sino meramente económica). Cada cual, según su
cartilla y su agenda ideológica, trata de arrimar el ascua a su sardina
para defender una determina línea de actuación política. Por ejemplo, es
recurrente escuchar que la crisis la han provocado los ricos y no los
pobres, los capitalistas y no los trabajadores, los banqueros y no los
deudores, los malos políticos y no los buenos, la deuda privada y no la
pública, el gasto privado y no el público, o las políticas neoliberales
y no las socialistas. Así, se alcanza la conclusión impepinable de que
ni los pobres, ni los trabajadores, ni los deudores, ni los buenos
políticos ni el sector público han de sufrir quebranto alguno, y que la
factura han de pagarla los responsables del desastre, a saber, los
ricos, los capitalistas, los banqueros, los malos políticos y las
empresas.
¿Realmente deben pagar los culpables? Y no me refiero, claro, a los
culpables de haber cometido un delito tipificado como tal en el Código
Penal, sino aquellos que hayan contribuido a causar la crisis y cuyo
comportamiento sea moralmente reprobable. Pero esto no aporta demasiada
luz al asunto. ¿Quiénes son los culpables? ¿Es posible discriminar de
entre todos los que han contribuido a causar la crisis a aquellos a
quienes se les deba hacer objetivamente un reproche moral? Por ejemplo:
el empresario de la construcción que se endeudó para edificar más
viviendas porque pensaba que los precios seguirían subiendo, o el
director de oficina que jamás previó el pinchazo de la burbuja y decidió
seguir ofertando hipotecas baratas, ¿son culpables? ¿Lo es entonces
también el obrero que se hipotecó creyendo que los tipos de interés
permanecerían bajos y que jamás perdería su empleo? ¿Lo es también el
jubilado que avaló la hipoteca de su nieto o que mantuvo su dinero
dentro de un sistema bancario que, como el español o el estadounidense,
estaba realizando malas inversiones de manera generalizada? ¿Lo es
también el autónomo no endeudado cuyos ingresos dependían de las rentas
derivadas del proceso de endeudamiento generalizado y que, al colapsar
éste, ha descubierto que es incapaz de vender nada?
Acaso se responda que, aunque todos han contribuido a causar la crisis,
no a todos se les puede reprochar moralmente que hayan errado: en
concreto, al empresario y al director de banco les son exigibles unos
conocimientos y una formación que no puede asumirse que tengan ni el
obrero, ni el jubilado ni el autónomo. Pero ¿realmente tiene sentido
exigir a un empresario o a un director de sucursal que tengan unos
conocimientos muy avanzados sobre cuestiones de macroeconomía y
coyuntura económica en torno a las cuales ni siquiera existe acuerdo
entre los mejores economistas del planeta, y cuyo contenido no deja de
evolucionar? Ambos son hombres prácticos seguramente alejados de la
academia sin conocimientos teóricos demasiado profundos. O, por
enfocarlo desde otro prisma, ¿no podríamos llegar al otro extremo de
argumentar que todo ciudadano debe tener unas nociones mínimas de
finanzas que le permitan no caer presa del endeudamiento barato o de las
inversiones malolientes?
Mi punto no es tanto que no podamos tener una opinión formada y
justificada sobre a quién reprochar moralmente el estallido de esta o
cualquier otra crisis (yo tengo la mía: cúlpese al papel moneda emitido
por una banca central monopolista). Lo que quiero transmitir es que no
es posible separar con objetividad a, por un lado, quienes han
contribuido de algún modo a causar la crisis y, por el otro, a quienes
han tenido ese comportamiento moralmente reprobable.
La virtud del mercado libre y no interferido por la política es que
hace recaer la mayoría de las pérdidas provocadas por una crisis sobre
quienes más han contribuido a generarla, con independencia de si cada
cual cree que cabe o no hacerles un reproche moral por su actuación. Los
bancos que inflan burbujas quiebran y no son rescatados, de modo que sus accionistas, acreedores y trabajadores pierden todo o gran parte del capital (mal)invertido; quienes se sobrehipotecan pierden su vivienda; los trabajadores que se especializan en tareas propias
de la burbuja ven caer su valor de mercado una vez ésta pincha; los
empresarios que sobreinvirten en sectores muy dependientes del crédito
quiebran y pierden todo su capital, etc.
Si la gente se limitara a exigir que quienes contribuyeron a causar la
crisis paguen por ello deberían exigir un mercado libre y desregulado,
pues ahí las pérdidas recaen sobre quienes malinvierten y los precios y
costes se ajusten con prontitud a la nueva realidad, sin que el Estado
se ocupe de rescatar a los quebrados ni manipule las reglas y
condiciones del juego. Pero, precisamente, cuando se reclama que no
paguen todos los que han contribuido a causar la crisis, sino sólo
aquellos a quienes se pueda hacer un reproche moral ("los culpables"),
entonces se abre la puerta a que los políticos intervengan y
redistribuyan la renta de los ciudadanos según su arbitrario criterio y
el de las coaliciones electorales (grupos de presión) que los han
elevado y mantienen en el poder. En tal caso se abona el terreno a que
cada ciudadano elabore su personal narrativa sobre la crisis –narrativa,
claro, autoexculpatoria– para endilgar los costes a quienes más rabia
le den… aun cuando ni siquiera hayan contribuido mínimamente a gestar
la crisis (por ejemplo, cuando se propone subir los impuestos a los
empresarios o trabajadores que hayan invertido sabiamente sus ahorros y
visto crecer ininterrumpidamente sus beneficios antes y después de la
crisis).
Sucede, sin embargo, que esta tentación populista no conseguiría
alcanzar sus objetivos, pues en la mayoría de ocasiones ni siquiera
sería posible que sólo los culpables pagasen los destrozos de la crisis.
Pongámonos en un caso extremo de culpabilidad que nadie disputará: un
robo. Imaginemos que un ladrón sin propiedades ni herederos arrebata a
un ciudadano su cartera, quema los billetes y luego se suicida. ¿Podrá
resarcir a su víctima? No. En este caso, a la víctima no le quedaría más
remedio que cargar con las pérdidas aun cuando no fuera ni mucho menos
culpable.
Algo similar podríamos decir de las personas que han visto cómo los
banqueros malinvertían sus ahorros, de los hipotecados sin conocimientos
financieros que asumieron deudas excesivas o de los trabajadores que
estaban ocupados en industrias dependientes del crédito barato. Puede
que no podamos calificarles de culpables (aunque es una proposición
discutible), pero sería ilusorio pensar que pueden salir indemnes: los
ahorros malinvertidos simplemente se han volatilizado y los bancos no
tienen manera de reponerlos (por eso muchos de ellos están quebrados);
la deuda hipotecaria no se esfuma por el hecho de que nos parezca
injusto que el deudor la pague (si no lo hace, las pérdidas las sufrirán
las personas ignorantes que han metido su dinero en el banco); y los
desempleados no encontrarán probablemente empleo a menos que rebajen sus
expectativas salariales o gasten dinero de su bolsillo en dominar
alguna especialización técnica demandada por los empresarios.
Cuando se dice que ninguna de estas personas inocentes debería pagar los costes de la crisis, inmediatamente se sugiere que sean los político de turno quienes decidan quiénes son los culpables.
Y si los subjetivamente definidos culpables tampoco alcanzan a reparar
el daño causado, entonces lisa y llanamente se propone algún tipo de
redistribución de la renta a costa del contribuyente: un rescate para
pequeños inversores, una condonación de deuda para hipotecados o un plan
de empleo para parados. Idealmente, y para hacer más digerible el
asunto, los contribuyentes afectados pertenecerán a la misma clase o
categoría social que los culpables: así, si se llega a la conclusión de que si algunos empresarios (o algunos ricos, o algunos banqueros) son culpables (verbigracia, los constructores), entonces todos
los empresarios tendrán que cargar con la responsabilidad –hayan tenido
algo que ver o no con la gestación de la crisis– y, por ejemplo, pagar
más impuestos.
Al final, pues, partiendo de la premisa de que sólo los culpables
deberían pagar por la crisis llegamos al resultado de que personas que a
buen seguro no han tenido la más escasa conexión con la misma pagarán
buena parte de los platos rotos, sin que, además, ello contribuya lo más
mínimo a superar la crisis. Pues, por mucho que algunos traten de
ocultarlo, una crisis no es la materialización económica del Juicio
Final, sino una época en que las erróneas estructuras
productivas y financieras que los agentes económicos acumularon durante
años han de reajustarse a niveles sostenibles para volver a generar
riqueza. En este proceso de reestructuración será inevitable que el
mercado asigne pérdidas a aquellos sujetos que tomaron malas decisiones
durante los años del boom económico artificial: mal haríamos en querer
alterar caprichosamente esa asignación de pérdidas en función de
culpabilidades autopercibidas –ya sea rescatando a bancos quebrados o
aprobando obra pública improductiva para recolocar a parados–, pues
probablemente terminen pagando justos por pecadores y retrasemos la
superación de la crisis. Más allá de ilícitos penales, dejemos
sencillamente que la interacción social no manipulada por el Estado
determine quiénes absorben las pérdidas de la crisis y no intentemos
instrumentar al gobierno para imponer a los demás nuestras subjetivas y
sesgadas percepciones de culpabilidad. Tal pretensión simplemente sería
un subterfugio para planificar de manera centralizada la
(no)recuperación de la economía: un propósito que, como todos los
socialismos, no sólo está destinado a fracasar siempre, sino a degenerar
en una contienda intestina por externalizar las pérdidas personales a
los demás.
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