En torno a un libro de Sergio Sinay

El tema de la felicidad está presente en todos
los humanos puesto que es contradictorio que alguien proclame que desea
ser un infeliz, ya que lo que entiende por infelicidad es lo que le
proporciona felicidad. Esto no es un mero juego de palabras. Todos
actuamos por nuestro interés personal: la madre que cuida de sus hijos,
está en su interés personal la salud de su prole, el que entrega todo su
patrimonio a los pobres es porque le proporciona satisfacción ver la
sonrisa del necesitado (o la fotografía oportuna al entregar el cheque
en público), al masoquista le produce satisfacción sus actos, el que se
inmola por un amigo es porque en su escala de valores eso es lo
prioritario y el que asalta un banco es porque le atrae proceder de ese
modo, y así sucesivamente.
En verdad constituye una tautología
decir que cada uno actúa en su interés personal puesto que si no está en
interés del sujeto actuante ¿en interés de quien diablos puede estar?
Es que la acción humana -toda acción, desde la más sublime a la más
ruin- significa conjeturar que se pasará de una situación menos
satisfactoria a una que proporcionará una mayor satisfacción. Ex post el
fulano en cuestión se podrá arrepentir del acto realizado pero eso es
harina de otro costal y si se aprende de la experiencia, lo ocurrido
servirá para el futuro.
Hay ríos de tinta escritos sobre la
felicidad, la mayor parte de los cuales son de una pobreza superlativa
que repiten lugares comunes sin sustancia relevante, pero hay tres obras
muy ilustrativas sobre este asunto crucial. Se trata de La conquista de
la felicidad de Bertrand Russell, La felicidad como objetivo de Edward
de Bono y, sobre todo, el formidable Respeto a uno mismo de Nathaniel
Branden. Claro que también hay discrepancias, no hay libro en el que uno
coincida plenamente, ni siquiera con lo que uno ha escrito puesto que
releído se percibe que se pudo mejorar la marca. Como ha dicho Borges
citando a Alfonso Reyes “puesto que no hay texto perfecto, si uno no
publica se pasaría la vida corrigiendo borradores”.
Ahora llegó a
mis manos una obra de Sergio Sinay titulada La felicidad como elección
que, a mi juicio, se incorpora a la terna mencionada como lo mejor que
se ha trabajado en la materia, escrito de modo claro, en lenguaje
coloquial pero de gran calado. Diría que el autor presenta diez tesis
(lo resumo en un decálogo porque siempre tiene buena prensa) que son muy
fértiles y que invitan a pensar, masticar y digerir con detenimiento,
en el contexto de la tradición iniciada por Viktor Frankl.
Primero, que la
felicidad es un derivado de nuestros logros. Segundo, que están
necesariamente involucrados costos que deben asumirse. Tercero, que no
es un derecho que se reclama a otros sino algo que se construye desde
adentro como apuntó Kierkegaard. Cuarto, que el divertirse constituye un
recreo eventual y pasajero pero divierte del eje central. Quinto, que
es enteramente una cuestión de responsabilidad individual,
intransferible e indelegable. Sexto, que no se circunscribe a lo físico
sino que es eminentemente espiritual. Séptimo, que la cuarta dimensión
-el tiempo- es lo que debemos administrar al efecto de establecer
prioridades que tiendan al alimento del alma. Octavo, que los “ruidos”
externos distraen de los proyectos personales, lo cual incluye
sustitutos falsos como drogas de diversa naturaleza. Noveno, que las
buenas conversaciones que indagan, preguntan, contrastan y sorprenden
son incompatibles con el tartamudeo de las típicas reuniones sociales.
Décimo, que no hay meta final ya que se trata de un continuo tránsito.
De
más está decir que Sinay desarrolla estos temas con cierta extensión,
pero no corresponde (ni es posible) transcribir sus análisis sesudos en
una nota periodística algo telegráfica. Para eso están las librerías. En
todo caso, dejo constancia del valor de sus elucubraciones que, en
definitiva, a todos interesa y sirve para reencauzar esfuerzos que no
siempre están bien encaminados. Sobre todo en una sociedad que no ayuda,
dadas las degradaciones axiológicas que se observan a diario en
diferentes lares y en un contexto de intelectos deshabitados con la
indisimulada presencia de sujetos variopintos que se asemejan más a los
simios que a la condición humana. Una sociedad en gran medida poblada
por quienes estiman que las agendas tupidas y las apariencias fogosas
suplen grotescos vacíos existenciales.
Y aquí vienen las posibles
disidencias con el autor de marras. Comprendo y comparto que en el
certamen de la vida hay quienes se dejan deslumbrar por los avances
tecnológicos y dejan rezagados los principios morales que son la brújula
que abandonada hace que los otros progresos se derrumben y, en
definitiva, se usan para carcomer los cimientos de la conducta
civilizada. Pero estimo injusto cargar las tintas contra la economía de
mercado (“sin embargo, la economía de mercado, y la cultura que de ella
se deriva, entiende lo contrario” y más adelante “los manejos inmorales e
inescrupulosos de los mercados” y “manipulaciones de mercados
voraces”).
Aludir al mercado es otra forma de hacer referencia a
millones de arreglos contractuales que reflejan las preferencias de la
gente. En el contexto de una sociedad libre, el comerciante que da en la
tecla obtiene ganancias y el que yerra incurre en quebrantos y no es
pertinente sostener como lo hacía Galbraith que la gente es tonta y que
con una cantidad suficiente de publicidad se puede hacer que se vuelva a
las velas y se deje de lado la electricidad y a un precio más elevado
(claro que ese autor no incluía la venta de su libro como “necesidades
ficticias”). En otros términos, el mercado es el instrumento, si se vota
mal en el plebiscito diario es otro cantar, de la misma manera que no
es pertinente echarle la culpa al martillo si en lugar de clavar un
clavo se rompe la nuca del vecino (cabe destacar la inmoralidad de los
“salvatajes” a empresarios irresponsables que debieron quebrar y no ser
alimentados coactivamente con el fruto del trabajo ajeno).
Por
supuesto que Sergio Sinay se refiere a un asunto de prioridades: si se
pone confianza en la licuadora como medio para lograr la felicidad, el
resultado será por cierto efímero. Entiendo que lo que mantiene el autor
en cuanto al “consumismo” no es la crítica común de “la sociedad de
consumo” puesto que es lo mismo que decir “la sociedad que respira” ya
que el que no consume, fenece. Lo que subraya es el ansia ilimitada por
tener que pretende sustituir al ser con lo que la frustración está
garantizada. En este sentido, Sinay critica con razón las estadísticas
del producto bruto y, por mi parte, una de mis columnas en este mismo
medio se titulaba “¿Qué es el producto bruto?” donde concluyo que es
básicamente un producto para brutos.
La economía de mercado y las
correspondientes libertades individuales ofrecen la posibilidad de que
cada cual actualice sus potencialidades en busca de su camino, al tiempo
que permite disfrutar de un adecuado confort. No hay tercera vía, la
alternativa es el espíritu autoritario que Sinay critica (“la fantasía
de los planificadores”, “el populismo es la manipulación intencionada y
oportunista de deseos y aspiraciones colectivas para sacar partida de
ellas” y “otra faceta del populismo: el autoritarismo”).
Su
afirmación en cuanto a “la furibunda pandemia de neoliberalismo” de los
noventa la interpreto como el rechazo a la corrupción mayúscula, el
desconocimiento de la división horizontal de poderes, el aumento sideral
del gasto y la deuda pública (a veces privada convertida en pública)
del menemato, de Fuyimori y de Salinas de Gortari. Pero debe destacarse
que “neoliberalismo” es una etiqueta inventada con la que ningún
intelectual serio se siente identificado. En todo caso, los liberales
nos sentimos ofendidos con lo ocurrido en los noventa puesto que el
liberalismo significa el respeto irrestricto a los proyectos de vida de
otros y que la fuerza solo puede utilizarse con carácter defensivo y
nunca ofensivo.
Finalmente consigno que además de la gratificación
que me proporcionó la lectura de La felicidad como elección,
especialmente referida a la elaboración del antedicho decálogo, la
distinción fundamentalísima entre causas y motivos que son la base del
libre albedrío, tal como lo apuntan autores como los premio Nobel Max
Planck y John Eccels (en críticas a lo que Popper ajustadamente denominó
determinismo físico) y su inmejorable definición de lo políticamente
correcto como “una forma elegante de cobardía”. Además de ello decimos,
Sinay me hizo descubrir un personaje que menciona al pasar que tiene una
importancia capital al mostrar la conexión entre el bienestar y la
moral, y la relevancia decisiva de la caridad y la contradicción en
términos que significa lo que hoy se denomina “Estado benefactor” puesto
que no hay beneficencia por la fuerza. Se trata del extraordinario
escosés decimonónico Thomas Chalmers, profesor en St. Andrews y en
Glasgow y predicador de su iglesia que enfatizaba la importancia de
separar tajantemente el poder de la religión, tal como del otro lado del
Atlántico Thomas Jefferson bautizó con el sugestivo nombre de “la
doctrina de la muralla”.
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