EE.UU.: Un país en la mira
El País, Madrid
Los norteamericanos adoran correr. Millones lo hacen a todas las
horas del día en todas las ciudades del país. Corrían ya cuando nadie
más en el mundo se atrevía y, como tantas otras cosas, nos contagiaron a
los demás esa afición. Inventaron el footing, el jogging, los sneakers
y las carreras populares. Con toda razón, tienen derecho a reclamar esa
actividad como un ejemplo de su identidad. Las bombas de Boston son,
por tanto, un ataque más contra el estilo de vida norteamericano, contra
sus costumbres y su carácter, una agresión más contra esta sociedad que
se siente en el punto de mira de cualquier loco con razones o sin
ellas.
Las bombas de Boston han vuelto a disparar la histeria que nunca
desapareció del todo desde los ataques del 11 de septiembre. A los pocos
minutos de las explosiones en la histórica capital de Massachusetts, se
veían vehículos de policía a toda velocidad por las calles de
Washington, respondiendo a una operación de protección de sus edificios
más sensibles. En Nueva York, Los Ángeles y San Francisco se activaron
dispositivos de seguridad que, lógicamente, desataron la alarma de los
ciudadanos. Ayer tuvieron que desalojar el aeropuerto de La Guardia, en
Nueva York, por la presencia de un paquete sospechoso que resultó ser
basura. En Boston, un pasajero organizó un incidente mayúsculo al
negarse a viajar en el mismo avión con otros a los que había oído hablar
en árabe.
Es fácil atribuir esas reacciones al racismo o al miedo insensato de
un país que vive bajo la presión de múltiples formas de violencia,
algunas de ellas, como la cultura de las armas, de pura estirpe
norteamericana. Pero lo cierto es que los ciudadanos de EE UU se ven
constantemente sometidos a las más diversas y espeluznantes amenazas.
Desde el Gobierno de Corea del Norte, que periódicamente les advierte
que está a punto de lanzarles un misil nuclear, hasta el perturbado
justiciero local, que no para de prometer que en cualquier momento hará
limpieza de forma indiscriminada.
Y lo peor es que, muchas veces, no se queda en amenazas. Desde que
Barack Obama es presidente, las autoridades han detenido, entre otros
episodios menores, a un tipo que traía una bomba en los calzoncillos
para hacerla estallar en un avión en Detroit y a otros que habían
cargado de explosivos el maletero de un coche que pretendían volar en
Times Square. Simultáneamente, las acciones de lobos solitarios, de
dementes sin escrúpulos, han sido múltiples, desde el cine de Denver
hasta Newton, pasando por el Empire State o, más recientemente, contra
dos servidores de la ley en Texas.
Cuando Obama dijo ayer que no había pistas sobre el atentado de
Boston y que se estaba investigando si se trataba de terrorismo
internacional o nacional, de una persona o de un grupo, de una acción
aislada o un compló, no podía tener más razón. Así de amplia es la gama
de posibles enemigos.
¿Una filial de la red de Al Qaeda? ¿Un nuevo grupo de terrorismo
islámico? ¿Una organización supremacista blanca irritada por la
posibilidad de una próxima legalización de indocumentados? ¿Una milicia
ultraderechista que quiere pronunciarse contra el control de las armas
de fuego? ¿Un simple loco, otro loco?
Ese es el entorno en el que vive la población de este país. Un día
escuchan en la televisión a un líder de Irán prometiéndoles que la
espada de la venganza cercenará algún día sus cabezas. Al día siguiente,
alguien en algún punto de Oriente Medio publica un vídeo en Internet en
el que se regocija de la muerte de sus soldados. Todo eso ha generado
la sensación de que el mundo es un lugar en el que alguien está siempre
planeando matar norteamericanos.
Al mismo tiempo, eso ha desatado también una urgencia de unidad
nacional. Estemos juntos para ser más fuertes, se dicen constantemente.
En las últimas horas, personas tan diversas como Robert Reich o David
Gergen se han pronunciado contra las fuerzas de la oscuridad que quieren
destruir los valores de EE UU y han apelado, por encima de las
ideologías, a la resistencia y el patriotismo.
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