Té con Putin
A pesar de haber sido un teniente coronel del KGB, Alexander Litvinenko (contraviniendo lo que habría hecho el protagonista de una novela de Le Carré), bajó la guardia la tarde en que accedió a tomar el té en Londres con dos emisarios rusos. Era el 2006 y para entonces Litvinenko colaboraba con los servicios secretos británicos M 16 y denunciaba las prácticas inescrupulosas del Servicio Federal de Seguridad, versión moderna del KGB, que había llegado a dirigir Vladimir Putin antes de ser presidente. Desde su exilio londinense, donde se había asilado con su familia seis años antes, sabía que le pisaban los talones.
Un día después de reunirse en un hotel de lujo con Andrei Lugovoi, otro ex funcionario de la KGB, y un hombre de negocios que lo acompañaba, Litvinenko se sintió indispuesto y tuvo que ser hospitalizado. Al cabo de tres semanas fallecía a consecuencia de un envenenamiento de polonio 210. Los médicos, el M16 y Marina, su viuda, estaban seguros de que le habían colocado en el té la mortal sustancia radiactiva. Postrado en el hospital, antes de morir acusó a Putin de estar detrás del complot para acabar con su vida.
Han transcurrido casi diez años desde su muerte y la investigación apenas progresó porque el gobierno británico decidió no seguir adelante con las pesquisas para no poner en riesgo las relaciones con Rusia. Han sido años en los que Marina Litvinenko y sus abogados sólo encontraron trabas a su causa. Entretanto, en Rusia el presunto asesino de su esposo, Lugovoi, era elegido parlamentario y el Kremlin siempre ha sostenido que éste no sería extraditado.
Sin embargo, ahora, a raíz del derribo del avión malasio en el este de Ucrania, y con la opinión internacional en contra de los desmanes de Putin en la región y el trato humillante que se le ha dado a las víctimas mortales del siniestro, el gobierno británico se suma a la indignación global y decide reabrir el caso Litvinenko. No le bastaron las evidencias, los rastros de plutonio que Lugovoi iba dejando por doquier o el testimonio de Litvinenko agonizante. Los intereses de Estado se impusieron en aquel momento.
La triste ironía es que la desgracia de 298 personas a bordo del vuelo 17 de Malaysian Airlines es lo que ha servido de resorte para impulsar una investigación pública que había sido archivada. Desde el gabinete del primer ministro David Cameron se ha tomado la iniciativa, con el propósito de que se esclarezca la muerte de un hombre que era ciudadano británico y que estaba ayudando al aparato de Inteligencia de su país de adopción. Como era previsible, el gobierno ruso ha manifestado que no colaborará y Lugovoi, gozando de impunidad parlamentaria, denuncia que todo es una cínica treta de los británicos.
Desde que Putin llegó al poder su influencia en Europa ha sido funesta. Son las viejas mañas autoritarias de un ex KGB con vocación imperialista y un desprecio abierto a las libertades. Hace mucho que la Unión Europea y Estados Unidos debieron imponerle severas sanciones a un gobernante empeñado en resucitar la Guerra Fría.
Quizás Lugovoi tenga razón al calificar de cínicos a los británicos. Cuando Litvinenko murió, su silencio resultó escandaloso. Hoy, gracias al impávido pragmatismo de la realpolitik, tal vez se logre hacer justicia. Nunca ha sido buena idea tomar el té con Putin.
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